premio especial 2010

 

May 28

Esta es la historia de un amor trunco, mutilado, incompleto y lo qué produjo en un pueblo. Un historia sobre un amor qué nunca comenzó por lo tanto no esperen encontrar un final. ¿Podría decirse de un amor no declarado qué es un amor trunco?, no lo sé. Pero los sucesos acaecidos en el pequeño pueblo de San Roque demostraron la peligrosidad de un amor trunco, no declarado y peor aún, cuando el indeciso es un poeta.

¿Dónde irán los besos nunca dados, las caricias sin destino de piel, las palabras no dichas, los versos no recitados, los susurros sin oídos, las declaraciones hechas ante un espejo? ¿Acaso habrá un lugar para todo aquello que se siente y no se expresa?, de existir me lo imagino un sitio frío, inhóspito y en ocasiones cruzado por vientos qué queman.

Yo era un habitante más de San Roque, un pequeñísimo pueblo al sur de la provincia de Buenos Aires, tan al sur qué casi éramos patagónicos. Por el tiempo qué lo hechos se sucedieron deberíamos ser unas tres mil personas habitándolo. No podría decir cuál era el motivo que nos llevaba a seguir viviendo en San Roque pero ahí estábamos esperando vaya uno a saber qué tipo de milagro. Jorge Enrique era uno de los vecinos cuya profesión conocida era la de poeta además de ser hijo de un acaudalado estanciero. Sus poemas habían sido editados en algunos libros costeados con el dinero de su padre que luego intentaba venderlos entre familiares y vecinos pretendiendo  recuperar algo de la inversión hecha por cierto: con escasa suerte.

Una tarde Jorge Enrique entró al bar del pueblo y presuroso manoteó una silla para sentarse junto a mí.

─ ¿Alguna vez viste una noche azul?

─ No, creo que no ─respondí sin levantar la vista del café mientras intentaba hacer un remolino con la cucharita.

─ ¡Seguro que has visto una! ─insistió tratando de llamar mi atención─, ayer mismo la noche fue azul.

─ ¿Qué tiene de diferente una noche de otra?

─ ¡Mucho! Por ejemplo, en una noche azul las estrellas brillan diferentes y ni qué decir de la luna. En las noches azules siempre hay luna llena y tiene un halo celeste en derredor.

─ ¡Sonamos, te  has vuelto a enamorar, si te conoceré!

No era la primera vez que sucedía, Jorge Enrique era muy enamoradizo y eso provocaba en él una inspiración tal que llenaba cuadernos con versos mediocres de citas comunes. Las musas de su producción literaria nunca se enteraron ni alcanzaron a leerlos; él era un indeciso, un vergonzoso de sentimientos.

─ ¡Claro que me he enamorado! ¿De qué otra forma podría ver una noche azul?

Sí, efectivamente Jorge Enrique se había enamorado. Sabía perfectamente qué seguía: un sin número de preguntas de ida y otras tantas respuestas de vuelta. Continuó.

─  No sabría decirte si la noche era azul antes o después de que sus ojos se cruzaran con los míos. Quizás fue antes ¿o fue después?, ¿acaso importa eso? En todo caso, de haber sido antes era una señal inequívoca que el amor estaba por llegar, un anuncio, un presagio. Y si fue posterior sería algo así cómo la confirmación qué María Laura es: “el amor”.

─ ¿María Laura la hija del boticario?

─ ¡La misma! Ella es la mujer con la que todo hombre soñaría. Es única, asombrosa, tierna y mágica. Su mirada encierra una enorme ternura. Al verla pude elevarme hasta las nubes; ella es un ángel.

─ Creo qué estás hablando de otra persona, de seguro te has confundido con otra…

─ ¡Qué no, te digo qué no! ─se me arrimó cómo buscando intimidad─ Esas caderas que tan bien sabe menear cuando camina, esa cintura de guitarra flamenca, sus pechos ¡joder cómo no reparé en ella antes!

─ Insisto, tú estás confundido… ─él continuaba fascinado la descripción de la fulana sin prestar atención a mi advertencia.

─ Al caminar sus cabellos caen cómo fina lluvia sobre sus hombros, ¡si hasta parecen cintas que arrían mi mirada!

─ ¡Tú estás mal, esa mujer que describes no es María Laura!

─ ¡Tú que sabrás!

─ Pero si María Laura ha llegado soltera y sin novio conocido a sus treinta y tantos fue  por un acto de justicia más qué por mala suerte…insisto: te confundes con otra, de seguro Jorge Enrique ¡pregúntale a cualquiera!

Medio cómo qué se ofendió. En ese momento María Laura pasó caminando por la acera frente al bar. Pude verla desde el ventanal. Ella iba arrastrando su cuerpo redondete y de poco más de un metro sesenta. Su fealdad era destacable, algunos pensábamos qué esa cara debería dolerle y la pobre no ayudaba en nada para disimularlo. Sus ojos parecían dos cuchillazos en una lata, el mentón prominente cual balcón y la nariz ancha, achatada cómo la de un boxeador. Llevaba puesto uno de los tres vestidos qué todos le conocíamos. Los cabellos con los qué Jorge Enrique creía tener liada su mirada estaban apenas domados por unos ruleros escondidos y torpemente sujetados debajo de un pañuelo rojo. El andar de María Laura era todo un clásico en San Roque; torpe, para nada femenino y siempre montada sobre unas ojotas raídas que dejaban expuestos sus talones resquebrajados y grises. 

─ ¿Qué sabrás tú?, mira…ahí va ella ¡si es una princesa! ─acababa de verla igual que yo, bueno eso de igual no era tan así.

Se puso de pié, retiró la silla bruscamente y dejó el bar con paso firme haciendo sonar los tacos contra el parquet. A medida qué se iba aproximando a María Laura, Jorge Enrique demoraba el paso. A pocos metros de alcanzarla se detuvo, subió a la acera y comenzó a caminar detrás de ella asegurándose dejar suficiente espacio para no ser visto.

─ ¿Y a ese qué le pasa?─al ver semejante alboroto Fernando se acercó a mi mesa.

─ Lo de siempre, ¿qué puede ser? –yo seguí revolviendo mi café.

─ ¡Se ha vuelto a enamorar! ─dicho esto lanzó una gran carcajada qué interrumpió de repente al enfocar la escena qué sucedía fuera─ ¡No, imposible! ¿No me digas qué de María Luisa?

─ Ajá…ahí lo ves al pobre ¡siempre lo mismo!

Mi presagio no se cumplió, esta vez no fue lo mismo. Jorge Enrique se pasaba largas horas sentado en el banco de la plaza principal de San Roque. Incómodamente encorvado apoyaba el cuaderno en su regazo para escribir y escribir mientras ponía  cara de profunda inspiración. Había elegido el banco qué daba a la vereda por donde María Luisa pasaba varias veces al día llevando los pedidos qué los vecinos hacían al boticario y volviendo con otros nuevos. Esto no distaba mucho de la actitud del poeta en otras oportunidades pero el destino de su producción fue otro muy diferente. Suponemos qué el padre, cansado de invertir en tanto fracaso literario, le negó toda colaboración monetaria. Esto provocó una nueva duda en Jorge Enrique: ¿qué hacer con sus poemas?

Primero arrancó las hojas, las doblaba prolijamente para acomodarlas entre la última hoja y la contratapa del cuaderno. Los rezagos poéticos se acumularon de tal forma qué le resultaba imposible seguir escribiendo sobre semejante montículo. Fue entonces qué Jorge Enrique decidió destruirlos. Un domingo cortó en pequeños pedazos los primeros  poemas escritos y apoyó el montoncito de papeles a su vera sobre el banco. Quizás había pensado tirarlos en el cesto de la plaza pero lo hizo. Una brisa traviesa esparció los papelitos con los poemas sobre toda la plaza. Fue el génesis del drama. 

Primero fue una bandada de torcazas que curiosas se lanzaron tras los papelitos confundiéndolos con migajas de pan. Aparentemente, tanto les gustaba alimentarse con la poesía de Jorge Enrique que rechazaban otros alimentos qué los niños arrojaban a sus pasos. Luego bajaron a la plaza: cardenales, jilgueros, carpinteros, horneros, calandrias, zorzales y hasta los picaflores se animaban a comer poesías. Desde ese domingo las aves no dejaron de comer el papel con la inspiración del poeta.

Con el paso de los días era un espectáculo ver a las aves cómo, al reconocerlo, lo rodeaban ilusionadas por recibir su cuota de poesías. Ellas no dudaban en embucharse los pedacitos de poemas sin asco aparente. Por otra parte, Jorge Enrique no tenía un destino mejor qué darle a sus poemas y era una buena forma para deshacerse de ellos. A la semana decenas de nuevos nidos proliferaron en todos los árboles de la plaza, balcones, cornisas e incluso en las estatuas. 

Jorge Enrique estaba incómodo. Las aves eran molestas y lo sacaban de concentración. Pensando en espantarlas en lugar de cortar las hojas hacía bollos y se los arrojaba. Las aves inmutadas caían en picada con vuelo rasante y se llevaban en los picos los bollos de poemas. Para entonces también llegaban a la plaza: caranchos, aguiluchos, gaviotas y cigüeñas a pesar qué no eran aves típicas de la zona. Nunca supimos cómo se enteraron de la poesía alimento de Jorge Enrique. Había días en que la gente de San Roque no veía el sol. El cielo estaba cubierto de cuerpos plumíferos que tapaban toda claridad. Algunos vecinos ni salían de sus casas, otros lo hacían pero protegidos bajo paraguas y calzados con botas para evitar tomar contacto con el guano qué caía cómo lluvia. Las plumas y los piojitos de las aves pululaban por el aire haciéndolo irrespirable y provocando angustiantes ataques de asma y alergias a los habitantes. Vivir en San Roque se volvió insoportable, a tal punto qué muchos habitantes decidieron cerrar sus casas y emigrar hacia otros pueblos vecinos. Las aves seguían reproduciéndose y llenando todo de guano incluso a Jorge Enrique que no abandonaba el banco ni dejaba de escribir. 

Todos se asustaron y huyeron perdiendo incluso las cosechas. María Laura y el boticario fueron una de las últimas familias en abandonar San Roque. Lo que terminó por vaciar de gente al pueblo fue cuando los días se acortaron y las noches se prolongaron. Por las noches las aves descansaban, dormían o se reproducían ¡no lo sé! El cielo era una bóveda de un azul profundo sobre la cuál las estrellas no dejaban de titilar con una claridad nunca vista. Cuerpos fugaces cruzaban la noche dejando una estela de la cuál se esparcían miles de centellas brillantes. La luna llena era todo un espectáculo. Blanca, redonda, casi perfecta, podía ver nítidamente los cráteres de Tycho y Clavius e incluso las cadenas de montañas y los extensos mares.  Tanta luminosidad hacía qué en su derredor no se viera azul sino más bien celeste. Fue entonces qué recordé lo que hacía unas semanas atrás me había dicho Jorge Enrique. Fui a buscarlo pero ya no lo hallé en la plaza ni en ningún otro sitio. Un silencio abrumador me envolvía casi de inmediato la noche se hizo día y pude ver qué no había más aves revoloteando y que los nidos estaban vacíos. La magia y el amor también habían abandonado San Roque.

Desde ese día vivo esperando…al menos pude ver la noche azul, quizás fuera un presagio cómo dijo Jorge Enrique.

209- El poeta de San Roque. Por Atribulado, 6.4 out of 10 based on 15 ratings

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5 Responses to “209- El poeta de San Roque. Por Atribulado”

  1. HÓSKAR WILD dice:

    Imprescindible para enamoradizos de los que babean mirando como la luna muestra su cara más tierna.
    Mucha suerte.

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  2. Yucatán dice:

    Esas aves comedoras de poemas y llovedoras de guano pertenecen al universo del realismo mágico-guasón. Es graciosísimo el relato. No pongas tilde en todos los «que». Cuando es conjunción o relativo no lleva, sólo en el caso de ser exclamativo o interrogativo. Suerte 🙂

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  3. Antístenes dice:

    Cuidado con la ortografía, revise sobretodo la utilización de las comas (le faltan) y los dos puntos (le sobran). Por otro lado su relato es bueno. Divertido, con un humor irónico que hace sonreir, los diálogos son estupendos. Merece estar en la final…
    Suerte.

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  4. la ciudad dice:

    Bonito y poético relato. Me surge una duda; ¿era Maria Laura o era Maria Luisa?

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  5. Yucatán dice:

    Caramba, Antístenes ¿qué sobretodo sin mangas es ése? 😛
    (Parecemos mochuelos, con los ojos muy abiertos, atentos a señalar los fallos ortográficos de cada «quisque» -siendo latín lo pondré entre comillas, no sea que me la cargue-; sólo nos falta decir «Cópiemela diez veces»).

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