premio especial 2010

 

May 28

Domingo por la tarde. Después de hacer una buena siesta en la pensión, salí a la calle con ganas de ver mundo. Como mi estancia en Lisboa era inesperada, no me había informado sobre la ciudad y como es lógico estaba desubicado. Pero tampoco me importaba mucho. No había demasiada gente por la calle. Apenas alguna pareja de novios y algunos ancianos que conversaban en los parques infantiles o en los cafés.

Caminé sin destino durante cerca de media hora. Creo que, en buena medida, mi reloj interno ya se empezaba a sincronizar con el tempus de la ciudad blanca.

De pronto observé a un par de jóvenes de mi edad. Eran dos varones que hablaban de forma distendida y que caminaban de forma decidida, de modo que me dije que su destino podría interesarme. Decidí seguirles. Al contrario que en las películas, no fue nada difícil ir detrás de ellos sin que se dieran cuenta. Los dos jóvenes hablaban sin parar y apenas se apercibían de aquello que les rodeaba.

Poco a poco, las avenidas, las calles anchas, se transmutaron en callejuelas empinadas surcadas por los sempiternos tranvías lisboetas. Nos adentrábamos en el Barrio Alto (aunque entonces yo lo desconocía). Pronto empecé a estar rodeado de bares, restaurantes y casas de fados.

Decidí que allí podría ver mundo, de modo que dejé que mis lazarillos siguieran su camino libres de toda persecución. Entré en el primer bar que se puso a tiro. Su puerta de acceso era diminuta, pero ya dentro, a pesar de la oscuridad reinante, se intuían salas y pasillos laberínticos.

La barra del bar quedaba a la derecha. Un tipo solitario bebía de un vaso pequeño. El camarero, enclenque y engominado, me miró con indiferencia. Pedí una cerveza y me senté en un taburete de madera que debía llevar décadas en aquel local.

Estaba un tanto aturdido, de manera que ni siquiera me había dado cuenta de que sonaba un piano. De hecho, no estaba lejos de la barra, sobre una especie de escenario bajito y diminuto.

Un tipo con aspecto de alcohólico tocaba el piano con desgana.

Me pareció el decorado perfecto de una película antigua. Incluso parecía que la oscuridad y la decrepitud habían impuesto una atmósfera en blanco y negro.

Desde mi taburete vislumbré que por el local se movían con lentitud algunas mujeres de edad indeterminada, en su mayoría gordas. Una de ellas, que estaba sentada en una zona con mesas, hizo gestos ostensibles para que alguien se le acercara. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que se dirigía a mí.

Pedí otra cerveza (la primera se había acabado) y fui hacia su mesa. Cuando estuve frente a ella pude verla bien. Era una negra obesa y tetona, que llevaba un vestido demodé.

–         ¿Me llamabas?- le dije.

–         Sí, por supuesto- me dijo. Su portugués era claro y directo, de manera que la entendía perfectamente.

–         ¿Me invitas a un vino?- preguntó.

–         Claro.

Inmediatamente hizo un gesto al camarero engominado que, segundos después, le servía el vino.

–         ¿Qué haces en Lisboa, jovencito?

–         Pues es una historia un poco larga.

–         Bueno, tenemos tiempo. Hay pocos clientes.

Le expliqué que iba de paso, que estaba a punto de coger un avión para Guinea Bissau para intentar cambiar mi vida.

–         ¿A Guinea Bissau? Estás loco. Vuelve a tu ciudad, a tu casa, y haz el amor con tu novia- me dijo abriendo mucho los ojos.

–         ¿Tú eres de Guinea Bissau?

–         No, yo nací en Mozambique.

Pensé que aquella conversación era absurda, de modo que quise aclarar las cosas:

–         Aunque me veas aquí, no quiero que haya malentendidos, yo no pago a las mujeres para acostarme con ellas.

–         Ya lo sé. Me he dado cuenta de eso en cuanto te he visto y por eso quería hablar contigo. Aquí la gente viene a lo que viene y ya tiene suficientes problemas como para escuchar los ajenos.

–         ¿Tienes problemas?

–         ¿Y quién no los tiene?- desvió la mirada un instante- En Mozambique tengo dos hijos y no pueden venir conmigo.

–         ¿Por qué?

–         Realmente eres un niño. ¿Cómo quieres que unos críos vivan con una puta como yo? ¿Quién los cuidaría? ¿Qué pensarían de mi?

Luiza, que así se llamaba, tenía unos ojos enormes que algún día debieron ser preciosos. Su rostro era orondo y brillaba de forma mortecina. Lucía unos pendientes con figuras extrañas y un collar de perlas de plástico se enredaba en meandros entre su pecho montañoso.

–         ¿Y con quién viven?

–         Con mis padres. Los niños creen que trabajo en una tienda y que pronto ahorraré lo suficiente para volver con ellos.

–         ¿Y no es así?

–         No. Las cosas no son fáciles- dijo mientras apuraba su vino.

Una joven con aspecto fantasmagórico nos ofreció castañas asadas. Miré a Luiza, que me hizo un gesto de asentimiento, y compré castañas. Estaban dentro de un cucurucho de papel aceitoso y caliente.

–         Mira, tengo una foto de mis hijos.

De su bolso sacó un pequeño álbum de fotos y me enseñó una donde se veían dos niños (de unos 8 y 10 años) que sonreían a la cámara.

–         Luiza- le comenté- eres la primera persona que conozco en Lisboa.

–         Hazme caso. Vete a tu casa y ten hijos con tu novia.

–         ¿Y si no es eso lo que quiero?

–         Yo tardé mucho en saber lo qué quería y entonces ya era tarde.

–         Lo entiendo.

–         Es curioso. Yo daría cualquier cosa por ser portuguesa y por trabajar en una tienda de ropa y tú, por contra, quieres ser africano y cazar leones.

–         No, no soy un cazador- le sonreí.

–         ¿Pues qué buscas?

El pianista seguía con su letanía y una pareja bailaba muy agarrada.

–         ¿Quieres otro vino?- le pregunté.

–         No. Ahora invito yo, pero en otro sitio.

Apenas cruzamos la calle y entramos en otro bar, una especie de discoteca destartalada, donde la música era más animada y supuestamente moderna. Un negro grande y peludo, que parecía ser el portero, me dejó pasar por indicación de Luiza, que le murmuró algo al oído. En el interior había mucha gente, la mayoría de color, que bailaba con orgullo e incluso con belleza. Estaba todo en penumbra, aunque algunos focos cruzaban sus haces en el aire. Había media docena de esas bolas plagadas de cristalitos que dan destellos, aunque en este caso apenas los daban porque seguramente el humo del tabaco y la transpiración humana se habían apoderado de su superficie. Apartados, había sofás tan grandes como viejos. Allí nos sentamos y bebimos y hablamos.

Al cabo de media hora apareció el negro gigante de la puerta y se sentó junto a Luiza. Entendí que ambos tenían algún tipo de relación, aunque su actitud tampoco me animó a marcharme. Aquel tipo era de Angola y, al fijarme un poco más en él, observé que llevaba la mano izquierda en el bolsillo del pantalón. Aunque no era simpático, entablamos una conversación alterada de vez en cuando por la música impenitente o por las copas, que no paraban de llegar.

El angoleño me explicó que había huido de su país tras una infancia terrible. Un grupo rebelde de su país le había secuestrado cuando apenas tenía 10 años y lo había llevado a una mina de diamantes, donde permaneció esclavizado durante meses. Hambrientos y maltratados, los niños mineros pasaban horas y horas entre el barro, intentando localizar los diamantes en bruto que después financiaban la compra de armas de los rebeldes, enfrentados al gobierno de Angola.

–         ¿Y tú quieres ir a África?- me preguntó.

–         No tengo más remedio- respondí.

–         ¿A qué te refieres?

–         Me lo he propuesto y soy muy obstinado.

–         Una tierra que esclaviza a sus niños y prostituye a sus niñas no puede ser buena para nadie.

–         Estoy de acuerdo y espero no arrepentirme. ¿Y no te gustaría regresar para ver a tu familia?

–         No, allí no he dejado nada. Bueno, en realidad sí he dejado una parte de mí- y entonces miró a Luiza y le susurró algo al oído.

Inmediatamente los dos se rieron como locos, tanto que incluso la música estridente pareció silenciarse para darles paso.

–         Mira bien esto, chico- me dijo mientras extraía su mano izquierda del pantalón y me mostraba un muñón tan grande como inútil.

–         ¿Un accidente?

–         No, una breve tentación. Como muchos otros niños intenté robar un diamante y me atraparon. Me cortaron la mano allí mismo, aunque en realidad me hicieron un favor porque así me dejaron en paz y pude huir de la maldita mina. Y así pude salir de Angola y llegar a Portugal y conocer a Luiza y a jovencitos como tú, que no saben nada del mundo.

Y eso es todo lo que recuerdo de aquella noche extraña. Después me vienen a la memoria algunos gestos, risas y copas. Y las luces girando y la música que cada vez era más lejana. Y así me dormí o me desvanecí en aquel sofá grande y viejo hasta que un tipo pequeño, como una rata, me despertó a golpes de escoba y me pidió que me fuera. Allí ya no había nadie. Luiza y su amigo minero y tullido había desaparecido. Más tarde, deambulando por las calkes desiertas, me di cuenta de que también había desaparecido mi cartera. No había perdido ninguna de mis manos, pero me sentí como si así fuera.

Intenté regresar al bar discoteca, pero no fui capaz de encontrarla. Era como si nunca hubiera existido. Ya amanecía y puede que la luz que descorría las cortinas nocturnas hubiera dado un inesperado giro a las cosas, al mundo. Era como si un trilero endiosado hubiera cambiado la ubicación de edificios y calles. Busqué y busqué como un loco hasta que me rendí. Me senté en el banco metálico y frío de un parque. Lloré. Alguien, seguramente algún buen hombre que madrugaba para trabajar en una oficina o en un comercio, me preguntó si necesitaba ayuda.

Irónicamente, creo, en algún lugar indeterminado sonaba la canción Comfortably Numb de Pink Floyd (cada vez que la oigo no puedo evitar pensar en aquel momento).

En la cartera robada llevaba mi documentación, algo de dinero (el resto estaba en la pensión) y, lo que es peor, mi visado y mi billete de avión. De aquella manera, pues, tan estúpida y rastrera, se había acabado mi sueño africano. Mi vuelo a Bissau salía al día siguiente, a primera hora, y era casi imposible conseguir un nuevo visado en tan poco tiempo. Además, no me quedaba suficiente dinero para pagar otro billete. Lo intenté, claro que lo intenté, pero eso sólo ayudó a desesperarme más. Pasé todo el día entre la comisaría y la embajada, pero no hubo manera.

Por la noche decidí volver al Barrio Alto para encontrar a Luiza y para suplicarle que me devolviera los papeles. Recordé que tanto ella como su amigo tullido me aconsejaron que no fuera a África, pero supuse que si les encontraba podría convencerlos de que aquella era mi decisión y que, acertada o no, debían respetarla. Pero fue inútil. Logré, eso sí, encontrar los lugares que por la mañana habían desaparecido, al menos para mí. Pero ellos no estaban. Pregunté por ella, por Luzia, y por él, pero nadie me aclaró nada. Había en aquel barrio una especie de ley del silencio. Además, tampoco tenía la seguridad de que ellos me hubieran robado la cartera. Puede que hubiera sido cualquier otro o puede que sencillamente la perdiera o puede que nunca la hubiera llevado o puede que aquello no fuera Lisboa o puede que todo fuera un mal sueño.

Regresé a la pensión, muy cansado. Dos prostitutas lavaban sus bragas en el lavabo. Me dormí inmediatamente.



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4 Responses to “210-Luiza. Por Cándido Descaro”

  1. HÓSKAR WILD dice:

    Lisboa, perfecto escenario para una historia de este estilo. Fados, humo, mujeres… destino.
    Mucha suerte.

  2. Antístenes dice:

    Una simple aventura, sin más…
    Suerte.

  3. la ciudad dice:

    Una aventura que pudo o no haber sucedido.

  4. Luc dice:

    El problema del relato es que se ve venir el final tan de lejos que no te sorprende que no te sorprenda. Una cesta tejida con pocos mimbres y, me parece, que también con un poco de desgana, sin llegar a definirse entre la crítica a los castigos bárbaros o la aventura juvenil de un ingenuo de manual.

 

 

 

 

 

 

 

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