Cogí el diccionario que descansaba sobre la mesa del salón. Con unas tijeras comencé a cambiar el significado de las palabras. Recorté el término azulado y con pegamento de barra lo adherí sobre la definición de enroque. Ahora azulado pasaba a ser un ‘movimiento defensivo de ajedrez en el que el rey y la torre cambiaban simultáneamente su posición’. Mientras enroque se trasformó en un ‘abogado sin pleitos que andaba buscándolos’. Y picapleitos en un ‘pescado difícil de echar el guante’. Realicé una operación similar con miles de palabras.
Los componentes semánticos de soltero dejaron de ser ‘objeto-físico-humano-adulto-varón-no casado’ para convertirse en el vocablo ‘oscuro, carente de luz o claridad y próximo al negro’. A partir de entonces, por esta regla, si alguien se quedaba para vestir santos’o no pasaba por la vicaría recibía el nombre de oscuro. En cambio, si una pareja se arriesgaba, daba el paso y se unía en santo matrimonio, en el estado civil de su DNI ya no figuraría el de casado sino el de jodido.
Lo siguiente que cambié fueron los colores. El rojo constituía el primer matiz del espectro solar. Al ser intenso y vivo, lo denominé los cabellos de Susana, una chica del instituto cuyas hebras pelirrojas emitían calor y sus destellos de luz me cegaban las cuencas oculares en los días luminosos. El verde lo bauticé como esperanza, aunque quizá debí llamarlo pera. Al gris le correspondió el nombre de señora, en homenaje a Miguel Delibes, por aquello de su libro Señora de rojo sobre fondo gris.
Hice lo mismo con todas las paletas cromáticas. En apenas unos minutos el arco iris dejó de ser naranja, amarillo, verde, azul, añil, violeta y rojo para mutar a liendre, puchero, esperanza, comadreja, flexo, monitor y cabellos de Susana. Me resultó difícil asimilar todos aquellos términos tan novedosos.
Poco después, extrapolé mi juego al mundo del fútbol. Los jugadores ya no utilizaban un balón. Daban patadas a un radiador que no era de cuero sino de fibra óptica. Las faltas se trasformaron en besos. De modo que cuando a un futbolista le agarraban de la camiseta, le tiraban de forma deliberada al suelo o el rival le hacía una fuerte entrada, el invidente (antiguo árbitro) tocaba la gaita (silbato) y pitaba sin dudarlo el beso. Si cometían penalti, el comentarista retransmitía a la audiencia que habían señalado un beso obsceno. Los invidentes no sacaban tarjetas para sancionar los besos, extraían cupones. Los goles dejaron de entrar en las porterías. Ahora atravesaban las cajetillas de tabaco. Y perjudicaban seriamente la salud, sobre todo las cuerdas vocales de los aficionados, que se desgañitaban a pleno pulmón en el estadio.
Lo más difícil fue tratar los temas tabú como el sexo. Tardé casi media hora en localizar vocablos que sustituyesen a pene, vagina o coito. Al aparato reproductor masculino le correspondió la palabra pintalabios. El pene se encargaba de pintar los labios del sótano femenino, aunque también coloreaba bocas y nalgas de diversa índole. Descarté ballesta por considerarlo demasiado soez. La vagina mutó a una flor y perdió la acepción de conejo. La gente ya no hacía el amor; hacía espiritismo. También acabé con las formas onomatopéyicas. El ñaca-ñaca fue remplazado por Hummmm. Y con los anglicismos castellanizados ocurrió lo mismo. El echar un quiqui (procedente de quickly, rápido en inglés) mutó a la expresión regar las flores. Los gays pasaron a ser guays. Los bisexuales a les gusta todo. Los onanistas yo me lo guiso, yo me lo como. Las orgías a móntatelo como quieras o hacerse el sueco. Y los voyeur a microscopios.
En mi lenguaje existían los círculos cuadrados, los burros volaban, las televisiones giraban alrededor del sol, los árboles fumaban, los libros extendían recetas en su consulta a las personas aquejadas de algún mal o las democracias florecían en hermosas macetas junto a los crisantemos y los geranios. La correlación entre el plano de la expresión y el contenido había variado sustancialmente. Los signos sociales establecidos de manera arbitraria por los seres humanos perdieron su carácter convencional. Para mí, una silla ya no poseía cuatro patas ni servía para sentarse. Tampoco se utilizaba para montar a caballo. En Tejas los presos agradecerían no colocar sus posaderas en la silla eléctrica. Asimismo, los padres no podrían transportar a sus vástagos recién nacidos en una silla de niño.
La lengua era algo libre, abierto a interpretaciones y nuevos significados. Que yo hiciera aquello simbolizaba que el lenguaje estaba vivo, las palabras poseían entidad propia y algunos términos se hallaban obsoletos, estancados durante siglos y no les vendría mal un uso diferente al establecido. Sí, podían tomarme por un loco, un demente con su propio sistema de signos. Pero ¿a los poetas no les faltaba un hervor cuando hilvanaban aquellas metáforas imposibles? ¿Existía una mirada azul? O ¿no sería una convención según la cual la mirada se califica según el color de los ojos con que se mira? ¿Y un hombre a una nariz pegada? Yo nunca encontré a un individuo así. Aunque hoy en día, con los adelantos que existen, no me extraña que una empresa comercialice un pegamento que se adhiera sin ningún problema a todo tipo de superficies.
Al modificar algunos vocablos comprendí que debía cambiar otros. Tuve especial cuidado con los polisémicos. El hecho de que una misma palabra en distintos contextos poseyera diferentes significados constituía un problema. A mí aquella excusa de que la economía lingüística facilitaba el aprendizaje y la retención de los términos permitiendo la multiplicidad de significados con un número limitado de significantes me resultó cuanto menos absurda. La lengua era lo suficiente prolífica como para triplicar, quintuplicar o generar miles de vocablos nuevos. No había excusas cuando el significado de una palabra caía en desuso y se empleaba el mismo término para denominar un nuevo significado. Antiguamente, pedante se refería a pedagogo y hacía alusión al ‘profesor que iba a las casas de los niños y les enseñaba gramática’. Con el paso de los años, el término cambió y se refirió a una persona engreída que hacía vano alarde de erudición. Para mí, pedante se transformó en supercalifragilisticoespialidoso. La razón, la palabreja se las traía.
Una situación similar se dio con las palabras sinónimas. Tonto, necio, simple, bobo, mentecato o zopenco dejaron de tener relación. A partir de ese instante, para denominar a alguien falto o escaso de entendimiento se empleaban significantes como inteligente y sinónimos como Einstein, lumbreras o achispado.
En apenas unas horas, el mundo de significantes y significados que conocía cambió por completo. Ya no ponía la televisión, encendía el tobillo de 42 pulgadas con 3HDI y 2 euroconectores. La puerta pasó a denominarse la luna. Así que cuando mi padre, que ya no era mi padre, sino mi colega, abrió la luna y se personó en mi habitación, que por obra y gracia de mi fantasía, mutó su definición a mi choza, me preguntó qué tal. Yo respondí que prostituta, o sea bien, que sirvió para que me llevase un buñuelo (un tortazo, para que lo entendáis) con el que pasé dos días castigado sin la cabra (la consola) y sin papeo (esa palabra apenas varió). Cabreado, extrapolé mi juego a los números. Dos más dos dejaron de ser cuatro para transformarse en diecisiete. Poco a poco, los chicos del colegio y los profesores me observaban como si fuese un ser de otro planeta. A mí las convenciones establecidas y las reglas sociales me parecían una forma de someter al individuo al sistema. Así que, cuando aquellos dos hombres me pusieron la camisa de fuerza, lo primero que pensé fue que irremisiblemente me llevaban al cielo.
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Muy original Mcnulty. Me gusta mucho el juego-cambio de palabras. Muchas ¡suerte!
Un relato que podría ser muy bueno si cuidase el uso de las comas (y demás signos ortográficos) para establecer un correcto ritmo narrativo. Y, si me permite una sugerencia, yo no haría del personaje un «loco», si no un «presidente de gobierno»… Al menos un aspirante. En todo caso, me parece un estupendo relato desperdiciado. Y otro concejillo… A partir del segúndo párrafo debería empezar la «acción», es decir, enlazar directamente con el párrafo que comienza «En mi lenguaje…». Son más que suficiente los dos anteriores para haber dejado en claro lo que está llevando a cabo el personaje.
Suerte.
Te felicito por la paciencia que debes haber trenido para escribir este estupendo y original relato. el final no me gustó, no era necesario que el protagonista estuviera loco, simplemente que fuera un ser normal como todos. tu relato debió haber terminado en «una forma de someter al individuo al sistema». suerte Mcnulty
Una idea original y bien llevada, un experimento con la realida y su percepción al convertirla en palabras, símbolos. El final no me resulta tan convincente.
Suerte
¿Quién dice que se volvió loco? ´Poner la camisa de fuerza’ en el nuevo lenguaje (impagable por su originalidad) es poner un Jack Daniels en vaso bajo y sin hielo. Es una forma de ir al cielo.
Mucha suerte.