Jura que no volverá a comprar nunca más las afeitadoras descartables económicas. Es el tercer corte que se provoca y apenas se alcanzó a rasurar la mitad de la barba. No son heridas importantes, ni mucho menos, pero Agustín sabe del ardor que va a sentir en unos minutos, cuando aplique sobre su rostro la loción after shave. «Esto me pasa por rata», piensa.
Se lava la cara e inspecciona las laceraciones en su piel. Dos ya coagularon, pero la tercera se obstina en dejar fluir la sangre. Se cortó justo sobre un lunar y le llevará al menos unos minutos de presión con sus dedos sobre la mejilla izquierda, a la altura de la muela de juicio, para cortar esa pequeña hemorragia. Suena el teléfono y Agustín se sobresalta. Cree que es Lorenzo, llamando para cancelar todo. Se apresura a atender, pero es Pablito, su hijo de catorce años, que le recuerda que se quedará a comer en la casa de un compañero de la escuela. Quiere ver a Lorenzo de una vez por todas. Quiere verlo y poder hacerle el regalo que tanto tiempo planeó. Mira el obsequio que tiene preparado. Lo acaricia con delicadeza, le susurra algo y lo cubre con su mano izquierda, como para que, al momento de entregárselo, tenga un impacto más profundo del que cree que puede tener.
Agustín se sienta en la mesa. Pone el noticiero en la televisión y mira con impaciencia como se van consumiendo los veinte minutos que faltan para que salga en búsqueda del reencuentro con su viejo amigo. Las gotas se desprenden de su frente y transitan por su cara hasta el cuello mojado de la camisa, que está desabotonada para ventilar el pecho. Toma un sorbo de agua fría. Otro sorbo más. Intenta un tercero, pero el vaso escapa de su mano y se vuelca sobre la mesa. Trata de relajarse diciéndose que no hay razón para estar así como está, que no va a enfrentar nada del otro mundo. Pero los años pesan. El tiempo y la distancia interpuesta entre quienes supieron ser los mejores amigos del mundo no son una mera pavada. No señor. Y si bien no hubo una pelea en medio, existieron ciertas diferencias que fueron decisivas para que la vida los encamine por sitios diferentes.
No recuerda exactamente cuáles fueron esos puntos de roce y tampoco le importan demasiado. Pasaron veinticuatro años de la última vez que se vieron y veintidós de la última vez que hablaron por teléfono. Al alcance de su mano está el grueso álbum de fotos de 4° y 5° año. Decide mirarlo una vez más. Ahí están Fernando, Luciano, Ernesto, El Colorado Raúl y César, que falleció hace más de un lustro. Esa era el grupo del fondo, el de las bromas, el de los machetes, el de las discusiones con los profesores y el de los desaprobados. Encuentra la foto de José, el estudioso, el flaco, alto, peinado con raya al costado aprisionado por la gomina y anteojos «culo de botella».
Después aparecen las chicas. Mabel, la linda de la clase, que en los cinco años del secundario tuvo nueve novios distintos, pero ninguno de la división. «Una vez, en cuarto año, se había corrido el rumor de que Silvio, el callado que se sentaba delante de todo, sobre la izquierda, había mantenido un breve amorío con ella», recuerda Agustín. «Esther, Claudia, Roxana, Analía, Rosa y Cintia», rememora. Hay otras chicas en el fondo de la foto, pero no recuerda sus nombres.
Prende un cigarrillo rubio y lo apoya sobre una taza de café. No hay ceniceros en la casa. Los tiró todos tres años atrás cuando se decidió a dejar de fumar luego de sufrir un agudo e incisivo dolor en el pecho, que los médicos diagnosticaron como un pre infarto. Se vio obligado a pasar un fin de semana internado y continuar por varios meses con un tratamiento a base de comprimidos. “La muerte te pasó cerca”, le dijo un doctor, y le recomendó abandonar el cigarrillo. Después de ese episodio, Agustín tuvo que soportar el reproche de varios familiares, incluida su ex mujer, por no haber informado a nadie de su situación. No quiso hacerlo. Tuvo por intención no molestar a nadie. Menos sabiendo que era un fin de semana largo y muchos de ellos aprovechan para viajar a distintas partes del país. Supuso que los demás tenían cosas más importantes que hacer antes de estar con él en una sala de terapia intermedia.
Su relación con el tabaco comenzó a los diecisiete años, convencido por Lorenzo, que le aseguraba que era algo indispensable para disfrutar de la juventud, para divertirse en las noches de parranda, para tener posibilidades de conquistar a una chica. No le gustó al principio. No le gustó porque se ahogaba y el sabor desagradable que quedaba en su boca le daba asco. Sin embargo, cedía ante las insistencias de su mejor amigo y continuaba intentando enamorarse del pucho. Se dio cuenta de que lo había logrado una mañana de excursión, mientras se preparaba para encender el fuego que cocinaría la carne. Sintió la necesidad imperiosa de fumar, de tragar el tibio humo que se inspira en una larga bocanada, y por eso, Lorenzo lo felicitó con una sonrisa y con la mirada cómplice le dio la bienvenida al mundo de las adicciones. En esa misma tarde, rompió con Melina. Él se estaba enamorando. Los amigos, con Lorenzo a la cabeza, lo persuadieron de que hasta los 25 años no hay que ponerse de novio. Melina se enojó tanto por tal decisión que lo insultó por más de dos minutos. Retrasado mental, le gritó, retrasado y estúpido. Y antes de terminar con el monólogo de agravios, le dijo: -Y ahora morite de bronca porque tu amiguito Lorenzo le quitó la virginidad a tu hermana- Todos estallaron de risa. Agustín se quedó mirando el piso, callado, tratando de comprender la furia de Melina, dejando que se desahogue, pensando en que estaba haciendo las cosas bien, mirando el piso. Y callado.
Se pone en puntas de pies para buscar el colectivo entre la marea de autos que transita por la avenida. Se aproximan varios, pero no el que espera. Acordaron encontrarse en la puerta de la escuela secundaria, un lugar al que no regresó después de haberse graduado. Piensa en la cantidad de años que pasaron. Le parece mentira cómo la vida corre tan veloz, si en primer año tenía la sensación de que nunca más iba a salir allí.
Agustín sonríe. Está recordando las preocupaciones que tenía en esa etapa feliz de su vida: estudiar para un examen, hacer un trabajo práctico, resolver ejercicios de matemática. Recuerda, también, los almuerzos que organizaban en la pizzería de la esquina después de clase, lugar testigo de innumerables peleas que solían ajustarse cerca de la puerta, a plena vista de los comensales. No puede evitar que las imágenes de charlas diarias en el aula le ocupen los pensamientos. Los festejos del Día del Estudiante. Los campeonatos de fútbol. Las discusiones con los profesores. El viaje de egresados. Son recuerdos lejanos, algo erosionados por el tiempo, opacos y descoloridos, como las películas viejas, pero a la vez cercanos y vivos, cálidos y capaces de obligarlo a pasar disimuladamente un pañuelo sobre una de sus mejillas. No tiene dudas. Si pudiera pedir un deseo, sería volver al secundario.
Busca en el bolsillo del pantalón las monedas y le pide al chofer un boleto mínimo. Ya en el asiento, mira en su billetera una foto de Lorenzo. El pelo negro y desprolijo, los dientes grandes y desalineados, la nariz pequeña, el acné dominante sobre el rostro, los ojos ocultos detrás de unos aparatosos lentes de sol, los tres aros en el lóbulo de la oreja izquierda. Es una foto antigua, de la época escolar. Agustín la guarda. Apoya su cabeza sobre el vidrio de la ventanilla. Mira los autos que pasan haciendo maniobras bruscas, los peatones que caminan con la cabeza gacha y el paso apurado, los rayos de sol que se cuelan entre las hojas de los árboles, las marcas del asfalto, que pasan rápido, tan rápido como se le pasa la vida.
Baja del colectivo. Se acomoda el pelo con las dos manos. Busca con la mirada. Camina en dirección al antiguo colegio que lo vio entrar siendo un adolescente y vio salir convertido en un adulto. Se seca la transpiración acumulada entre la nariz y los labios y luego intenta comerse las uñas, pero están todas tan cortas que no puede intentarlo sin sentir el incómodo dolor de dejar expuesta esa carne del dedo. A unos cincuenta metros, alcanza a distinguir la silueta de Lorenzo, parado sobre la ochava, con las manos en la cintura. Unos mechones de pelo intentan ser una melena. Su frente se ha extendido unos 7 u 8 centímetros hacia arriba y su cuerpo no puede disimular la acumulación de grasa que sufrió en estos años.
Agustín camina con la mirada fija en él, sin hacer ningún gesto. Lorenzo levanta sus brazos y sonríe con efusividad. Nota Agustín que su dentadura está alineada y más blanca de lo que puede recordar, por lo que deduce que es postiza. No puede creer que por fin se encuentran, que por fin está sucediendo, que por fin puede afirmar su pie izquierdo al dar el paso y dejar su otro pie apoyado sobre la punta de los dedos, que por fin puede hacer rotar su cadera junto con sus hombros para soltar esa derecha cruzada sobre el mentón de su amigo, que por fin puede verlo caer estrepitosamente, sin control, como un edificio deteriorado al ser sacudido por un fuerte terremoto, que por fin puede mirarlo a los ojos y decirle que esa trompada no fue por haber andado con su hermana, sino por no habérselo contado, que por fin puede darse media vuelta y volver a su casa con un peso menos sobre los hombros, con la tranquilidad de saber que su obsequio tuvo, en definitiva, un impacto más profundo del que creía que podía tener.
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La venganza es un plato que se toma frío…
Mucha suerte.
buen relato, bien trabajado. en lo particular, el final me resultó decepcionante, pero fue el final que tu decidiste darle. suerte Butra
No está nada mal. Algunos errores ortográficos, pero subsanables. Tal vez sería conveniente «aligerarlo» un poco de descripciones para «avivarlo»…
Suerte.
Siempre es bueno no remachar episodios de pasadas militancias ardientes de adolescencia, que bastarían para ser imaginadas por el lector con un par de frases certeras (por ejemplo, todos hemos rellenado páginas de cuadernos juveniles con caras y corazones y nombres laboriosamente escritos). Alargar sin muchos motivos el texto lastra la lectura.
Más allá de ello, he podido leer la nostalgia muy bien contada. Felicidades.