Matóla con frenesí desmesurado dejando en su rostro la expresión antinómica de quien logró adentrarse, sin saberlo, en el universo euclidiano de la tercera persona. Se detuvo a mirarla…pudo percatarse que, de aquella herida profunda (pero apenas perceptible) que le había provocado en el epicentro del plexo solar, brotaba un gas inodoro y frío que fue concentrándose a la altura de su cabeza.
Aquella materia gaseosa se filtró por sus fosas nasales…sentía como viajaba lentamente hacia sus pulmones, apesadumbrando todo su cuerpo, haciéndole sentir desfallecer. Un repentino y afortunado estornudo hizo que el veneno lo abandonara, esparciéndose de nuevo en la estancia. Las densas partículas se arremolinaron formando una nube grisácea que se expandía de forma amenazadora.
Acorralado por el nubarrón, comenzó a manotear esa materia que se suponía inanimada cayendo en cuenta de que podía asirla y que no era tan fácil de disipar. Sintió un dolor familiar en las manos y en el rostro…”aquello” le había quemado.
Recogió los jirones de nube y a pesar del daño que le causaban, los apretó con todas sus fuerzas y salió corriendo. A grandes zancadas recorrió las calles hasta llegar a un callejón sin salida, de angostura y pinta caricaturescas. Al topar con pared extendió sus manos sobre la superficie húmeda, lo que le dio alivio casi inmediato. Cerró los ojos y se mantuvo así durante unos instantes pensando en aquella mujer. Deseaba tenerla frente a él y mirarla interminablemente, sostenerse en esa mirada para así sosegar esa rabiosa melancolía de quien se flagela con una soledad autoimpuesta.
Abrió los ojos al sentir que por la pared corría un ligero cauce líquido, lo cual le dio un extraño pero confortable alivio. Mientras más lo llenaba la sensación de serenidad, más acuosa y blanda se sentía la superficie. Alzó la vista, vio que el muro parecía no tener fin y se mostraba ahora como un enorme espejo de agua. Del portal surgió la mujer, que lloraba. Sus lágrimas caían horizontalmente al este, donde suelen estancarse las gotas de agua disfórica. Y de ahí, emanaba el flujo que nutría el portal…
Cayó de rodillas ante ella y, llevándose las manos a los ojos, los extrajo y se los ofreció en dote. Ella atónita, los tomó. Tibios aún, temblaban lívidos en aquellas manos…desmenuzándole los ojos, untados los dedos con una pomada de olor medicinal, modelando la masa tibia y arcillosa de la córnea, retina y demás órganos visuales, ella entretejió una ligera cuerda de metraje infinito que fue enredando lentamente en un risco arcaico que sobresalía bruscamente del muro.
Aquel montículo rugoso, que parecía haber estado ahí desde siempre, resultó ser una de las extremidades de un ente de fisonomía increíble…era una raíz y pertenecía al mitológico fresno Yggdrasil que, según los eunucos del norte de Khatmandú, es el centro del mundo.
Ávida de crear una madeja de circunferencia perfecta con aquella cuerda (que manejó con meticulosidad exquisita), ritualizó el acto destinando su razón de ser a la más absurda pero ostentosa puesta en escena: la de la tercera persona…simultáneamente, ya las estrellas estaban a la deriva y caían en el vacío.
166- La Tercera Persona. Por Alicia Xebeche,Enviar a un amigo Imprimir
Tu cuento me sobrepasa. Singular. Comprimido. Críptico.
Podría extraer un buen puñado de frases que, al leerlas en voz alta, me han retumbado como latigazos.
Pero si tuviera que elegir una para recordar, me quedo con la primera. Sin duda.
Viscosa, arcillosa, tibia.Una enredadera de palabras que atrapa.
Mucha suerte.
Otra «empanada mental» con los mismos defectos de la anterior…
Relato onírico que no logra ir más allá…