Cuando leyó el primer párrafo, Laureano Creón Tello, jurado del más prestigioso concurso de relatos del país, palideció. Una bocanada de terror presionó su sien y aceleró el tic de su párpado. Continuó la lectura de las cuatro páginas escritas en times new roman, cuerpo doce, con interlineado doble, comprobando en cada frase que el llamado Antígona (era obligatorio el pseudónimo) estaba contando paso a paso lo que Laureano llevaba ocultando más de tres años.
Se tensó sobre el carísimo sillón inglés herencia de su madre. Bebió un sorbo de café.
Inspiró. Exhaló.
No había sido buena idea aceptar ser uno de los miembros del jurado de aquel premio de relato breve. No. Le daba mucha pereza, pero su agente insistió tanto que no pudo negarse. Es un premio prestigioso, estaréis los escritores de siempre, será divertido, y no te viene mal un poco de publicidad después de las bajas ventas del último libro. Accedió sin convencimiento y herido en su orgullo de escritor mimado, pero seguro de que su agente sacaría tajada de todo esto. Le aburrían tanto los escritores noveles, pero, vale, venga, aceptaré. Espero no morir de aburrimiento.
Acababan de entregarle los cinco relatos finalistas. Y allí estaba, temblando frente a uno de ellos. Volvió a respirar y a exhalar despacio, pero el pulso aumentaba con esa prosa austera, de una calidad indiscutible, que describía con exactitud repugnante su pasado más escondido. Tal cual. Sin concesiones. Una coincidencia improbable. Sin embargo, cierta.
Inspiró, exhaló.
La protagonista era una mujer. Una escritora de cierta fama que cuidaba de su octogenaria madre enferma de Alzheimer cuando ella empezaba a disfrutar de los cuarenta. La demencia de su madre le regalaba cada día una arruga nueva. Acababa de divorciarse, y en esos momentos no podía soportar nada que le mermara más su ya maltrecha autoestima. Pero entre cuidadoras, terapeutas y pañales para incontinentes graves, la herencia se diluía en los extractos del banco.
Creón Tello leía con las pupilas cada vez más dilatadas. Se le escapó un gemido inclasificable al descubrir la siguiente coincidencia. Ella, (como él, dios mío, ¿cómo puede ser?…) vendió su casa de la playa, su refugio, la garantía de un futuro holgado si el público dejaba de interesarse por los misterios históricos. Como hizo él durante muchos años, en esa casa de piedra con vistas al Atlántico (¿también conocía la aldea de la Costa da Morte?) escribía las novelas que codiciaban las mejores editoriales. Literatura mala, muy rentable. Por la casa le dieron un pastón. La mitad, para su exmarido. Bienes gananciales. La otra mitad, para La fuente de oro, un lugar donde “sus mayores se sentirán jóvenes”. Cuatro mil al mes. Una barbaridad. La enfermedad no podía con su anciana madre, pero si con su herencia.
Cambio de página temblando. Antígona narraba con una literalidad fantasmal el plan que él mismo puso en marcha cuando los neurólogos le avisaron de que la situación podría alargarse varios años, que el declive sería paulatino, en ocasiones imperceptible, pero que no había solución, y que no se preocupara porque esta enfermedad era peor para los familiares, ella no sufría en absoluto.
Sin dar crédito, leyó cómo esa escritora imaginada consiguió el veneno de un amigo farmacéutico con la excusa de documentarse para su próxima novela sobre la corte de Felipe II. Si no puedo describir cómo es la textura, me quedó sin una parte importante de la narración, le había dicho ella, le había dicho él. Pero no lo pruebes, le dijo su amigo – a ella también-los síntomas que produce son muy leves, pero destrozan el hígado de cualquiera en dos semanas. Tranquilo, no quiero morirme ahora que mi madre me necesita más que nunca.
Pidió a la enfermera que le dejara dar de cenar a su madre. No se preocupe, yo me ocupo de las pastillas. Son dos ¿no?, con un poco de agua. Cada noche, mientras su madre miraba huecamente el inicio del telediario, ella vaciaba la cápsula e introducía un poco de esos polvos certeros e inapreciables en ninguna autopsia. A Laureano le sudaban los dedos. Aún recordaba el tacto del plástico fino, y de los labios de su madre, secos, como de muerta.
Expiró, exhaló. Espiró, exhaló.
El relato de Antígona se regodeaba en los quince días que duró el envenenamiento. Cada vez está más apagada, decía el geriatra, la enfermedad avanza inexorable, hay que estar preparados. La hija compungida. No, no tengo hermanos. Mi padre ya falleció. Sólo la tengo a ella. No me importa estar aquí todo el día, no puedo escribir, me resulta imposible.
Creón Tello tragó saliva.
Inspirar, expirar.
Noventa y cinco pulsaciones.
Inspirar, expirar.
Tiró los folios impresos. No podía seguir leyendo. Era una locura, una venganza de su conciencia. No podía ser. Seguro que el tratamiento ansiolítico le estaba jugando una mala pasada. Bebió más café. Avanzó hacia el final del relato.
Mientras la anciana empeoraba, la madura escritora y el joven médico de la residencia aliviaban las tensiones que les provocaba estar tan cerca del declive orgánico en la camilla de enfermería haciendo clara exhibición de su plenitud sexual. Antígona describía esos polvos con una precisión insultante. Gritos de placer que se disimulaban con los de los residentes llamando a su mamá. Su cuerpo más esbelto en las manos del médico acostumbrado a examinar carnes moribundas.
Una náusea cegó la lectura de Laureano. No podía ser, Nadie sabía de su aventura con la doctora, no podía ser. ¿Quién le estaba gastando semejante broma? ¿Quién era Antígona?
El amante geriatra certificó la parada cardíaca de la anciana madre. La hija lloró y respiró. Mejor así. Ya no sufre más. No, si ella no sufría….pero así descansarás tú, te hace mucha falta. No sé. La voy a echar tanto de menos. Han sido dos años junto a ella casi día y noche. Los mismos comentarios que él había escuchado compungido. Las mismas personas en el entierro. Una prima lejana. Su agente. El geriatra. Su ex.
Inspiró, exhaló. Inspiro, exhaló.
Laureno Creón Tello terminó de leer el relato con un sospechoso dolor intercostal. Respiraba con dificultad. Decidió darle la menor puntuación. No ganaría. No conocería a Antígona y dentro de unos días sonreiría recordando tanta casualidad.
Pero el resto del jurado fue generoso y Antígona ganó el concurso. Un relato realista y bien documentado, como si su autor o autora hubiera pasado por algo semejante. Muy veraz, si señor, muy estremecedoramente veraz. Todos los miembros estamos de acuerdo, Laureano, no sé cómo no es también tu favorito. No sé, demasiado truculento. Nadie puede asesinar a su madre y seguir viviendo como si nada. Está bien escrito, sí, pero…
La ceremonia de entrega de premios se celebró en un céntrico hotel. Laureano permanecía junto a sus compañeros del jurado. Inspiraba, exhalaba. Tercer premio, 95 pulsaciones. Aplausos, besos. Segundo premio, 105 pulsaciones. Aplausos besos. Primer premio “Jaque mate”. Aplausos, mil pulsaciones, temblor, sudor en cada poro del cuerpo.
Antígona se acercó lentamente con una sonrisa robada al diablo. No tenía ni idea de quien era esa joven de hermosura inquietante. Recogió el galardón. Subió al estrado con paso lento. Agradeció al jurado que hubieran elegido el relato de una desconocida. Dedicó el premio a su marido, un escritor que abandonó su carrera en la cima del éxito para cuidar a su madre, enferma de Alzheimer.
Abandonó el atril entre aplausos, y antes de sentarse en su mesa, se dio la vuelta lentamente. Su mirada se cruzó con la de Laureano. Una mirada irónica que abrió su alma como un enigmático bisturí eléctrico.
Espirar, exhalar, pulso acelerado, sudor…
Antígona no quiso desvelar su nombre. En su primer libro, quizá.
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Creas tensión y la sabes mantener. Me recuerda un poco a Sensini, de Bolaños, aunque tal vez sea sólo porque el marco es un concurso de relatos y haya algún pueblo en la costa. Me ha transmitido bien las sensaciones concretas y en general me ha gustado.
Me ha creado inquietud, Buen relato.
Estupendo Relato, Castro… Lo he disfrutado 😀
Un abrazo,
Dominose U
Se lee sin repirar. Has conseguido el suspense. Bien
Realmente espléndido. No he podido parar de inspirar y exhalar. Casi expiro…
Mucha suerte.
Bueno, bueno, bueno
Ya te lo han dicho. Muy bien. También para mí.
Lo que más me ha gustado es la elección del ritmo; progresivo y con final abierto.
¡¡¡¡Gracias!!!!!
Me ha gustado mucho, realmente me ha intrigado incluso el final. Muy bueno
Estoy de acuerdo con todos y yo también lo he leído casi sin respirar de pura angustia. !Asi se escribe, Mucha suerte!
Muy bueno… excelente
A ver… Si me explica como «…una BOCANADA de terror PRESIONÓ su SIEN…», soy capaz de arrepentirme moderadamente de todos mis comentarios, incluyendo éste…
Suerte…
…Y le quito el polvo al carísimo sillón inglés herencia de mamá, no lo dude…
Más suerte.
«Le aburrían tanto los escritores noveles, pero, vale, venga, aceptaré» ¿Quién habla, el narrador o el protagonista?
Tengo honda curiosidad por saber cómo es «mirar huecamente».
Y, perdón por mi ignorancia, pero no soy capaz de entender «Si no puedo describir cómo es la textura, me quedó sin una parte importante de la narración».
Tampoco entiendo que un bisturí pueda ser enigmático.
En mi opinión, este tipo de detalles dan al traste con la calidad de un relato. No me lo tome a mal, debo haberme tensado sobre la silla de tanto leer.
He leido varios y este es el mejor, un tema original que sabes encauzarlo muy bien, enhorabuena
Para Pirata: «si no puedo describir la textura…» es la excusa que da el escritor a un farmacéutico amigo para que le suministre el veneno; se supone que necesita observarlo en la realidad para describirlo en esa novela sobre Felipe II que está escribiendo.
Para Castro, el autor: los movimientos respiratorios son dos: «inspiración» y «espiración». Expirar es fallecer.
buen relato se deja leer de principio al fin, te atrapa. felicidades
Toribio, el problema de esa frase es la inconcordancia del tiempo verbal. «Si no puedo describir cómo es la textura, me quedo sin una parte importante de la narración» o «Si no podía describir cómo es la textura, me quedaba sin una parte importante de la narración». No podemos empezar una frase condicional en presente y acabarla con el tiempo que nos dé la gana, no sólo porque lo digan las normas elementales de la gramática, sino porque de no hacerlo la frase no tiene ningún sentido.
Las inconcordancias, incoherencias y las imágenes y conceptos imposibles son grandes enemigos del lenguaje, y aquí hay unos cuantos.
Un relato entretenido y simpático.
Enhorabuena.
Ya entiendo a qué te refieres, Pirata, con la falta de concordancia. Tras la segunda lectura, resulta que esa tilde inoportuna en «si no puedo… me quedó», se me pasó por alto.
Inconscientemente la tomé por un lapsus, por ese mecanismo que decía la Gestalt, de dotar de coherencia todo lo que percibimos, y así no encontré nada raro en los tiempos verbales. Creo que será eso, un lapsus que al autor le pasó desapercibido.
Me estoy divirtiendo leyendo los comentarios tanto como con los relatos.