Pablo era un hombrecillo pequeño. Tan pequeño que le temía a todo. Incluso a las colillas que la gente tiraba al suelo. Las que estaban en los ceniceros no le importaban, el problema era las que tocaban el suelo.
Su casa estaba en un quinto piso, del portan número 7, porque también temía los números pares. No comía yogures, porque había que comprarlos de cuatro en cuatro. Y nunca jamás, pisaba el escalón que se encontraba en el portal de su casa.
Y a pesar de lo que pudiera parecer su vida era muy sencilla. Trabajaba en el departamento de recursos humanos de una empresa, situada en un piso 11 de un portal 3. Para llegar hasta allí cogía el autobús número 27 todos los días. En la oficina estaba prohibido fumar, así que nunca tuvo que enfrentarse a las colillas que los demás pudieran dejar. Y sobre todo, la empresa constaba de un número impar de trabajadores. Si despedía a un trabajador, contrataba 3 más y a la inversa.
Su despacho tenía un ventanal enorme pero se sentaba dándole la espalda, para huir de su miedo a las alturas y a los días nublados. Se sentaba cada mañana de frente a un cuadro de un caserón de tres pisos.
Un martes, cuando llegó a su despacho tuvo un mal presentimiento. Los martes y jueves eran malos días, porque eran pares. Los sábados también, pero se los pasaba metido en casa, si podía ni siquiera salía de la cama.
Ese martes, Carlos Belmonte, trabajador de la sección 7-C no se presentó a trabajar. Gran hecatombe. Eso significaba que la empresa contaba de 20 trabajadores. 20 y no 21 como debería de ser. Además era martes, 18 de abril.
Intentó buscar una excusa para que la empresa se cerrara por un día. Pero el director no quiso ni oír hablar del tema. También hay que decir que es difícil intentar explicarte frente a alguien que temes y el director se llamaba Secundino, había nacido en diciembre, tenía 8 bolígrafos en su escritorio y 2 sillas en su despacho. Pero lo más difícil de superar era que tenía bigote.
Y claro, Pablo también temía los bigotes.
Secundino no escuchó más que gimoteos y excusas raras por parte de Pablo. Sabía que era un hombre con muchas peculiaridades, pero muy serio. Por eso le extrañó tanto que dijera que había que cerrar la empresa por un día. Que los números pares así lo obligaban. Pensó “Pobre hombre, tan trabajador que es. Ha venido con fiebre a trabajar y ahora está delirando”. Llamó a su secretaria al despacho y le pidió que llevara a Pablo a la enfermería, que se encontraba nada menos que en la décima planta.
Lo acompañaron Eustaquio y Marisol. A la vuelta, en la oficina del piso decimotrimero, comentaron los lloros y gritos de Pablo. Hablaron con el director y le dijeron que no creían que fuera a volver, por lo menos, en toda la semana. Y no se equivocaban.
A Pablo le tuvieron que inyectar un calmante, porque no había manera de retenerlo. Nadie comprendía porque intentaba huir de esa manera, y cuando trató de saltar por la ventana le ataron a la cama y decidieron que ese hombre no podía seguir así. Le diagnosticaron estrés agudo, pero el doctor tenía serias dudas. Lo derivó al psiquiátrico para que allí le pudieran hacer un seguimiento más a fondo.
Pablo despertó en una habitación blanca, lo cual lo tranquilizó mucho. El blanco es un color neutro; si la habitación hubiera sido azul o verde…
El susto inicial, a pesar de todo fue grande. Sabía que tratándose de un martes cualquier cosa podía ocurrir. ¿Pero esto? No lo hubiera pensado ni en sus peores pesadillas. Golpeó la puerta todo lo fuerte que pudo, quería explicarle al alguien, quien fuera, que debía salir de allí inmediatamente, que su empresa ese día contaba con un número par de trabajadores. Todas las paredes estaban acolchadas y por más que lo intentaba su puño apenas hacía ruido. Sólo resultaba cuando le daba a una pequeña ventana que había en la puerta. Gastó todas sus fuerzas y cuando por fin escuchó la cerradura, se dio cuenta de una cosa. “Carlos no se ha presentado al trabajo. Número par. A mí me han traído aquí, por lo tanto tampoco estoy en la oficina. Vuelta al número impar. Todo está bien. Salvados. Así que cuando los enfermeros que le habían abierto la puerta le preguntaron el por qué de sus golpes no supo que contestar. Además su uniforme era azul y el azul le había tartamudear y guiñar los ojos compulsivamente.
Le dieron una pastilla, azul también, que al principio se negó a tomar. Pero cuando le sujetaron entre dos no le quedó más remedio que metérsela en la boca. Y claro, luego no pudo escupir, porque Pablo nunca hacía eso. Nunca masticaba chicles porque creía que si se metía algo en la boca y luego lo escupía afectaría seriamente al equilibrio del universo. Pero si te tragas un chicle, este va a dar vueltas por tu cuerpo hasta llegar al corazón y pegarlo a las costillas; hasta que no pueda latir más. Volvió a quedarse dormido.
Los primeros días en la habitación blanca fueron muy confusos. Cada vez que venían los enfermeros con sus uniformes azules, le ponían nervioso. Le hacían tartamudear y bizquearr. Por lo tanto siempre acababan obligándole a tomarse la pastilla, también azul.
Hasta un día que fue un celador el que le sacó de la habitación. El celador le gustó, porque llevaba el uniforme blanco. Le pidió que le acompañara. Le llevó al ascensor. Pero Pablo se negó a entrar.
-Trabajo en un decimoprimero y jamás he subido en ascensor.
-Como tú digas, si eres capaz de subir once pisos, al tercero vas a llegar sin problemas.
Eso le dejó a Pablo muy tranquilo. Si hubiera tenido que ir al segundo se hubiera negado, pero así no había nada que temer.
El celador le acompañó hasta la puerta del despacho del psiquiatra. Le hizo esperar un momento fuera mientras él entraba a contarle algo. Salió en seguida y le dijo que le iba a presentar al psiquiatra, que a partir de ahora lo vería por lo menos todas las semanas. Quizá todos los días, dependiendo de cómo lo encontrara. Le hizo pasar y sentarse en frente del doctor (un señor con bigote) y también de frente a la ventana.
El celador se fue y dejó a Pablo otra vez solo con todos esos desastres.
Intentó convencer al psiquiatra, el doctor Chouza, de que cambiaran de sitio.
-No, señor Sánchez. Tiene que entender que dentro de este despacho debemos respetar un encuadre. Su sitio es esa silla y mi sitio es este sillón. Tiene que aceptarlo, porque hasta que no acepte mi figura, no podremos ni siquiera empezar con su proceso.
Salió del despacho con un montón de tareas. Y realmente Pablo estaba dispuesto a hacerlas, lo que fuera con tal de salir cuanto antes de allí.
Se preparó dos listas. Una la colocó en su habitación y la otra la llevaba consigo a todas partes. Porque Pablo le temía a todo, pero sólo había una cosa que le hacía realmente feliz: Las listas. Claro que estas nunca estaban enumeradas, sólo contenían puntos.
Decidió empezar por la tarea del traslado; dejaba la habitación acolchada para irse a otra. Y tenía que decorarla y hacerla acogedora.
Pero su nueva habitación tenía las paredes pintadas de azul. Y volvió a tomar la pastilla azul. Empezaba a estar cansado de todo esto.
Lo encerraron en la habitación y tubo que pasar una noche entera allí. Mirando las paredes. Pero había avanzado en algo. Ahora ya no le asustaba tomar esas pastillas azules. Incluso se podría decir que le gustaban.
Gracias a ellas pudo soportar el color de su habitación. Al menos hasta que pegó tantos postres en las paredes que ya no se veía nada. Evidentemente, estaban contados y eran 87. Impar.
Lo siguiente en su lista era bajar al comedor para desayunar todos los días con sus compañeros. Pero el comedor estaba en la segunda planta. Imposible.
Bajar al patio y realizar al menos una actividad con sus compañeros. Se quitó el pijama, se puso ropa de calle y bajó las escaleras hasta el patio.
Quedó paralizado en la puerta de recepción. En el patio estaba permitido fumar y todo el mundo echaba las colillas al suelo. Si quería salir al patio tenía que pisarlas y eso resultaba impensable. A menos que le dieran otra de esas pastillas azules.
El celador se acercó a él.
-No montes ningún numerito- le dijo.- Si no ya sabes a dónde te van a volver a enviar. ¿Habría alguna forma de que salieras al patio sin liarla?
-Llévame a borriquitos hasta un lugar libre de todo esto- le contestó Pablo señalando las colillas.
Así lo hizo, y gracias a dios no había ningún enfermero para verlo. Así logró escapar de un problema. Pero había otro mucho más grave: La actividad de los jueves, partida de cartas. Y por supuesto eso significaba manejar cartas que tuvieran también números pares.
Se negó en redondo. La psicóloga vino a hablar con él. Le intentó motivar. Pero no consiguió nada. Intentó que pusiera en un lado de la balanza las razones que le impedían jugar y los beneficios que conseguiría de ello en el otro. Nada. Intentó que fuera poco a poco integrándose en el juego. Nada. La pobre psicóloga, desesperada, llamó al psiquiatra. Otra pastilla azul. Pablo empezó a adorar ese color. Pero no consiguió jugar a cartas. Ni siquiera consiguió entrar en el edificio, porque el bedel ya no estaba allí y nadie quería subirlo a su espalda para no tener que pisar las colillas. Se quedó dormido en el patio.
Despertó en su nueva habitación, repleta de postres.
No sabía si levantarse o si no sería mejor quedarse debajo de las mantas para siempre. Taparse hasta no ver nada de luz también le daba miedo. Pero las situaciones a las que se estaba enfrentando últimamente le daban pavor.
Buscó en su interior y sacó fuerzas para salir de la cama y vestirse. Esa razón fue, por supuesto, el miedo. Acababa de descubrir que lo que más temía era tener que pasar un solo día sin esa pastilla azul.
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El texto, más que progresar, serpentea sobre el universo de manías de un tipo bastante rayado. Yo no veo un nudo sólido que resolver; y las obcecaciones del maníaco Pablo y sus ir y volver, difícilmente consiguen sostener un mínimo ritmo y el interés durante la lectura.
Tal vez mejoraría con una narración menos alineada cronológicamente. Es decir, por ejemplo, comenzar con las aventuras del fulano en el manicomio y que fuera rememorando su pasado de oficinista alérgico a los pares y a las colillas.
Me parece a mí, vamos.
A la de una, a la de ….. y a la de tres. Te asignaron un número de relato impar, formado por tres números impares cuya suma es impar.
Mucha suerte.
A empezar de nuevo…
Delirante. Pobre hombre, !qué cantidad de manias! no me extraña que se enganchara a la pastilla azul. Suerte
espero que como escritor, tú no estes lleno de manías como tu persoanje. suerte