premio especial 2010

 

May 11

Hace tres años que mi amigo Gabriel murió y retornó al polvo. El polvo no pudo soportarlo y se hizo agua.  Sus últimos años los vivió inmerso en fantasías, flores y poemas. Era un hombre maduro que cada tarde daba vida a unas hermosas rosas amarillas con una antigua y deforme regadera roja. En esos momentos su imagen resumía el silogismo entre un surtidor acuático, la tristeza y la poesía viva. Así permanece en mi memoria. Al verlo en su jardín me impresionaba como el señor de las aguas, pues irradiaba ese tipo de fascinación que despierta la lluvia cuando es escoltada por un arco iris. Yo sentía orgullo de que me considerara un amigo íntimo.

     Se llamaba Gabriel Mistral, y como su homónima chilena, también escribía poesía. Aunque no publicó sus versos, estos eran un tributo a la naturaleza y al amor. Sus poemas los escribía en castellano o en lengua occitana, con la cual, me decía con frecuencia, homenajeaba a su bisabuelo, el famoso poeta provenzal francés Frederic Mistral. Por ello, yo lo bauticé, en broma, como “el excelso felibre de Ciudad Real”.

    En las tardes, yo hacía coincidir mi regreso de los bares de la Plaza del Pilar, donde tocaba guitarra y cantaba para ganarme el sustento, con el momento en que él se esmeraba en regar cada uno de los rosales. Al verme, sonreía y me abría la puerta del jardín, para que viera de cerca sus fragantes flores. Así entré en su mundo íntimo; primero, como admirador de sus flores; luego, atraído por la originalidad de su estilo poético, híbrido de lo trovadoresco provenzal y de una nueva simbología romántica,  llena de calidez, emoción y musicalidad. Oírlo leer sus versos me transportaba al nacimiento del agua viva cuando brota cristalina de un encumbrado manantial. En esos momentos de abstracción, la copa de sangría que me brindaba, era como la ambrosía, un exquisito modo de conjurar lo profano. En fin, durante algunos años fui su más fiel amigo y admirador.

     Gabriel no tenía hijos, llevaba su soledad a flor de piel desde que enviudó de María Josefa, entonces se sumió por mucho tiempo en el silencio y caminó por los callejones donde el amor no latía. Su aparente indiferencia le sirvió para protegerse y evadir la realidad. Simplemente abrió las puertas que servían para embalsamar fantasmas. En otros tiempos había sido locuaz y alegre, pero todo acabó el día que Marijo murió.

     Mi amigo trabajaba en varios lugares: en el Ayuntamiento como editor del boletín cultural y en la oficina del Patrimonio como restaurador. Allí dirigía un proyecto de conservación de las torres, la portada y los cimborrios de la Iglesia de Santa María del Prado. Gabriel dedicaba su poco tiempo libre al jardín, a escribir sus poemas y a componer canciones que semejaban fados portugueses. Ya no podía cantarlas porque las repetidas y severas crisis del asma bronquial que padecía, habían disminuido su capacidad respiratoria, convirtiéndolo en un dependiente de los broncodilatadores y los esteroides. Había tenido varios ingresos hospitalarios, cada vez en estados más refractarios al tratamiento. Con la experiencia de dos estatus asmáticos, que requirieron intubación bronquial, me entregó una carta lacrada encomendándome que si algún día le sucedía algo, le hiciera el favor de cumplir con lo que me solicitaba en la misiva. Yo le respondí diciéndole:

     — Joder, Gabi, eres un obsesionado, además de pésimo felibre. Con todas esas crisis que has tenido, ya te has convertido en alguien que va a ver pasar su entierro sentado en su portal o regando su jardín.

Dos meses después, Gabriel estuvo automedicándose hasta que no pudo más y tuvo que salir casi a rastras pidiendo que la auxiliaran, pero ya era tarde. El broncoespasmo y la hipoxia consecuente, lo sumieron en un estado de coma del que ninguna medida de cuidados intensivos logró sacarlo. Ese mismo día, al atardecer, falleció.

No recuerdo quién me avisó, pero me dirigí de inmediato al hospital, esperando el milagro de una mejoría, pero el desenlace fue fatal. Recordé la carta que Gabriel me había entregado y al regresar a mi casa, busqué en el revoltijo de papeles que guardaba en mi habitación y al abrirla leí lo siguiente:

          << Mi gran amigo, sé que si me estás leyendo ahora, es porque ya no existo. No dejes que encierren mi cuerpo en un ataúd para servir de pasto a los gusanos. Te responsabilizo, desde donde esté, para que me incineren. ¡No me falles! Esparce un puñado de mis cenizas entre las raíces de mis rosas. Deja alguna cantidad para que la deposites en las puertas de la Iglesia de Santa María y del Ayuntamiento. El resto lo esparces debajo de la Puerta de Toledo. Allí, cántame aquella canción tuya que tanto me gustaba.  Un abrazo para ti. Desde el más allá, Gabriel >>

     Tuve que cumplir dos veces con su solicitud. Llevé su cadáver a un tanatorio con incinerador, aunque no fue posible incinerarlo de inmediato ya que el crematorio, recién instalado, no funcionaba bien. Finalmente decidimos conservarlo en una cámara refrigerada hasta que el horno inoportuno fuera arreglado. Dos días después me llamaron para que recogiera sus cenizas. En un cofre pequeño y desteñido recogí esa tarde las cenizas de Gabriel Mistral González. Todo se hizo como lo pidió mi difunto amigo, a pesar de que para esa época la incineración no era una práctica muy acostumbrada.

     Después de haber esparcido cenizas en su jardín, me dirigí hacia el Ayuntamiento y la Iglesia. En todos esos lugares, quedó el polvo grisáceo en que habían convertido al hombre que más me había ayudado desde que llegué a España. Yo también era un hombre solo, un expatriado falto de cariño. Tal vez por eso hicimos tan buenas migas. Entrada la tarde llegué a la histórica Puerta de Toledo. Allí desvestí mi guitarra y entoné mi canción preferida Sus notas volaron junto a la ceniza remanente. Enjugué una lágrima y me regresé a casa.

     Tres días más tarde se desató el escándalo. La funeraria se convirtió en un pandemónium, pues el cadáver incinerado no era el de mi amigo; era el de un anciano dominicano fallecido la noche del mismo día en que Gabriel se despidiera de este mundo. Los familiares habían decidido conservarlo en refrigeración hasta que llegara su único hijo varón, quien trabajaba en Puerto Rico. Al llegar y encontrar al amortajado cadáver gritó:

     — ¡Pero este muerto no es mi padre! — y acto seguido comenzó a proferir improperios y a amenazar con demandar al tanatorio y a todos los santos. La cosa se puso fea, en minutos el local se llenó de curiosos atraídos por el alboroto. El encargado de las incineraciones no aparecía y hubo que localizarlo en su casa, para que se esclareciera que hubo un error: confundió el nombre de Gabriel Mistral González por el de Gonzalo Gabriel Mestral.

     — ¡Al final los dos difuntos eran de nombres y apellidos parecidos y nadie es perfecto en este mundo! —, dijo, presintiendo que el dueño lo dejaría sin curro por su torpeza.

     Al ser localizado e impuesto de la noticia, me personé en la funeraria. Allí conocí los detalles y volví a ver a quien creía ya esparcido en diferentes lugares de la ciudad. Me acerqué a la familia doliente, abordé al quejoso hijo del anciano incinerado y le conté la historia de mi amigo Gabriel, de su carta y de la dispersión de las cenizas equivocadas. Los invité a repetir el ritual ya que así sabrían dónde estaban las cenizas de su señor padre. Así se hizo. Al otro día en la tarde, Gabriel tuvo su segundo funeral, esta vez con mayor concurrencia, pues hasta el despistado incinerador llevó a su familia. Las quejas del hijo del anciano fueron retiradas. Todos honramos a las dos personas fallecidas. Los vivos nos unimos en el respeto a nuestros muertos. Yo volví a cantar mi canción, esta vez por dos hombres, unidos por el azar y la frecuente imperfección humana.

     Esa tarde fui testigo, junto al resto del improvisado cortejo fúnebre, de dos fenómenos extraños, no acontecidos cuando diseminé las cenizas del anciano. Al depositar las de mi amigo en la tierra que cubría las raíces de sus rosas, el terreno se humedeció y las ramas de los rosales temblaron sin el empuje de brisa alguna. Luego, al esparcir sus cenizas a las puertas de la Iglesia, la cigüeña de la torre comenzó a cantar con un tono desacostumbrado, que parecía un lamento.

     Ahora de tarde en tarde visito la casa de Gabriel y, con el permiso de los nuevos inquilinos, sigo dando vida a sus rosas amarillas. Lo hago con la misma regadera y siempre tarareo la canción de despedida que canté para el felibre de Ciudad Real.

94- El felibre. Por Expatriado, 6.4 out of 10 based on 13 ratings

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5 Responses to “94- El felibre. Por Expatriado”

  1. Ojos Oscuros dice:

    Excelente relato Expatriado. Se nota que tienes madera de escritor. ¡Mucha suerte!

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  2. Luc dice:

    Desorienta leer dos historias en una. El tono cambia bruscamente de un párrafo a otro, según pasas de la narración de la vida y personalidad de Gabriel (con bastantes detalles no muy necesarios), a la del macabro equívoco (a la altura del último tercio del texto). Estoy seguro que podrías extraer limpiamente de aquí dos cuentos distintos que, con un buen gancho de arranque, funcionarían de primera.

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  3. Antistenes dice:

    Un relato manifiestamente mejorable y con mala suerte… Tras leer el anterior,aún siendo distintos, me es difícil no hacer comparaciones entre ambos en este momento.
    Usted si necesita que le sonría la suerte, y perdone mi aparente brusquedad…

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  4. la ciudad dice:

    interesante y original relato, con una revisión, por parte del autor, podría quedar excelente. suerte

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  5. HOSKAR WILD dice:

    Las cigüeñas, las flores, la propia tierra. Todas ellas gozan de una sensibilidad que parece perdida en algunos humanos.
    Mucha suerte.

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