Cada vez que la prima Elena contaba un cuento los niños la mirábamos con los ojos muy abiertos y el cuerpo inclinado hacia delante, embelesados con sus palabras, y los adultos cerraban los ojos y sonreían casi imperceptiblemente.
Estaba seguro de que la prima Elena podía viajar a otros mundos, a veces de cielos azules y césped húmedo donde las ninfas reían desde las ramas de los árboles, los duendes jugueteaban entre las flores y las sirenas peinaban sus cabellos pelirrojos y ondulados debajo de una cascada; otras, de ciudades grises y edificios altos, en medio de una tormenta, con una única farola iluminando la calle y un caracol trepando por ella, con fantasmas y sombras monstruosas de ratas que correteaban por la acera. No sabía si lo hacía mientras dormía o en esos momentos en los que hablabas con ella y te miraba sin verte ni contestarte, pero lo hacía.
La prima Elena tenía diecisiete años y llevaba vestidos negros con lazos, jugaba con muñecas de porcelana y le encantaba comer piruletas enormes de colorines. Leía libros gordos y siempre llevaba un cuaderno y un bolígrafo. La tía se quejaba de que la prima Elena pasaba demasiado tiempo encerrada en su habitación, sola, escuchando “esos gritos y guitarras insoportables”.
En más de una ocasión vi a la prima Elena frente a un espejo con la cara más pálida de lo normal, delineándose los ojos con un lápiz negro y pintándose los labios de rojo oscuro. También la vi muchas veces encogida en el sillón, sin pintalabios y con chorretones oscuros cayendo por sus mejillas desde sus ojos hinchados; lo hacía a menudo desde que empezó a vomitar. Dejó de comer, siempre decía que se encontraba mal. Todos gritaban y lloraban cuando la veían, menos la abuela, que la abrazaba en silencio.
Una semana antes de que yo cumpliese los nueve años, la prima Elena vino a casa. No se había maquillado, y sus vestidos negros de lazos habían sido sustituidos por una falda y un blusón morados con estampado de flores que cubría su abultada barriguita. Cuando me fui a dormir se sentó en el borde de mi cama y, encendiendo la lámpara de la mesilla de noche, me dijo:
– Hoy será la última vez que te cuente un cuento.
– ¿Por qué?- la miré a los ojos. Me arropó con una sonrisa.
– Porque dentro de poco cumplirás nueve años, y entonces serás un niño mayor.
Fruncí los labios y apreté los puños debajo de las sábanas, pero no dije nada.
Fue un cuento especial. Aquella vez no se limitó a hablarme de los bellos bosques al atardecer y de las malvadas brujas que, montadas en sus escobas, cazaban a las hadas de las estrellas. Esa noche me cogió de la mano y me ayudó a traspasar la frontera que separaba su mundo del que yo conocía. Y cuando ella pronunció las únicas y verdaderas palabras mágicas, las que me hicieron volver, supe que ya no sería más un niño.
– Y colorín colorado, este cuento de ha acabado.
Me besó en la frente, apagó la lamparita y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
“Se ha ido para siempre” me dijeron al día siguiente los adultos.
Se había marchado, por fin, a sus mundos, de eso estaba seguro, y lo único que había dejado aquí era el negro de su vestido en la ropa de los demás y los chorretones oscuros de sus mejillas. Todos coincidieron en que hubiese sido una magnífica cuentista.
87- Elena. Por Aura,Enviar a un amigo Imprimir
En este relato un tema tan cercano como el del desembarco de la niñez en el mundo de los adultos queda expuesto de forma sencilla y tajante al tiempo; hasta incluso con un punto de valiente humildad, sin pretensiones huecas. En cuanto a la redacción, no he visto despistes que lo desluzcan. Y palabras, las justas para un texto tan breve. Por elegir lo más grato, me quedo con el segundo párrafo, una especie de acuarela escrita sobre la imaginería cuentera. Pues que está muy bien, vamos.
Le sugiero que se lo envíe a Zapatero. No dudo que el «look» de su personaje le hará recordar a sus hijas. Y lo mismo le concede una beca para que perfeccione sus escritos…
Suerte.
Bonito relato, bien escrito. felicidades aura,
Un relato muy emotivo.
Suerte en el certamen.
Una costumbre, la de contar cuentos, que se va perdiendo, excepto en los responsables de algunos Ministerios.
Mucha suerte.