premio especial 2010

 

May 10

–¿Cómo te encuentras? –me preguntó un señor alto, con un amplio bigote rubio y un gorro de lana.

–De píe –le contesté rápidamente al señor del bigote rubio.

–Disculpe, lo he confundido con mi cuñado, como hace unos seis meses que no lo veo, ya casi no lo conozco, ¿sabe?

–No se preocupe, cualquiera se puede equivocar, y más si se trata de un cuñado al que hace tiempo no ve. Ande, tenga este pañuelo y séquese las lágrimas, no es para tanto y no me he disgustado.

El hombre del bigote se fue muy compungido por su equivocación. No sé si esta noche dormirá tranquilo; aunque repito, creo que no ha sido para tanto.

–¡Oiga!, ¡oiga! –le gritaba yo, mientras intentaba alcanzarlo.

El hombre del bigote ya era medio hombre; lo comprobé cuando llegué a su altura y contemplé su dolorida faz.

–¿Qué ocurre? –me inquirió–. ¿Qué quiere de mí? Ya le he pedido perdón; ¿se acuerda?

–Sí, sí que me acuerdo. ¡Cómo quiere qué no me acuerde, si hace sólo dos minutos y siete segundos que he estado hablando con usted! ¡Cómo quiere que no me acuerde, rico hombre! –le repetí–. Lo he alcanzado porque me ha caído usted bien, y quiero regalarle un décimo de lotería que hace un momento había comprado. Tenga.

Al escuchar mis últimas expresiones, mi amigo se echó al suelo y empezó a besarme los zapatos y los calcetines de rombos. Mientras, una brisa del levante movía levemente las hojas del árbol próximo.

–Levántese, buen hombre, no haga más tonterías, la gente nos está mirando. Coja el décimo y qué tenga suerte.

El buen hombre me hizo caso, cogió el décimo y tiernamente lo besó. También besó mi mano. Me dio la impresión que aquella persona era un poco besucona. Le vi que se marchaba como hacen los canguros.

***

Después de este chocante suceso, como no tenía nada mejor que hacer, subí a un tranvía que me llevaba a no sé dónde. Iba a la aventura, a que me diese el aire, pues hacía varios meses que no me desplazaba a la montaña, y recordaba lo que de niño y con frecuencia me aconsejaba mi adorada madre: “Hijo, vete a la sierra, pues en la sierra el aire es puro y sano; y, además, nos dejas tranquilos durante unas horas”. Qué ingrato es el mundo, pensé.

Al subir al tranvía (supongo que habrá algún tranvía que lleve a la sierra o, por lo menos, a algún cerro), me encontré con mi vecino del cuarto; una persona joven, casado con su mujer y padre de unos cuantos niños, no sé cuántos. Por educación, me senté a su lado, al tiempo que le preguntaba:

–¿Qué tal vecino? ¿Vamos de paseo?

Pasaron unos segundos, durante ese tiempo sólo escuché el silencio y el roce metálico de las ruedas del vehículo con los acerados raíles. De pronto, mi vecino empezó a llorar. Me quedé como paralizado. Al parecer, este día era una jornada de lágrimas por doquier. Si llego a saber lo que estaba ocurriendo, no lo hubiera saludado; pero, ya era tarde.

–¿Le pasa algo? ¿Puedo ayudarle? –le pregunté a modo de consuelo.

En ese momento, me miró fijamente a los ojos y, transcurridos dieciséis segundos, me dijo:

–¡He perdido el pañuelo!

¡Había perdido su pañuelo! ¿Sería de seda, un recuerdo, un fuerte recuerdo de alguien? –pensé yo en silencio, sin atreverme a pronunciar palabra alguna.

Poco después siguió hablándome:

–Era un pañuelo de papel, una servilleta del bar Leoncio, lo guardaba desde que metí un gol con el equipo de mi clase; de esto hace ya algunos lustros. Y hoy, al sacar dinero para pagar el desayuno, se me ha debido caer.

–¡Vaya, cuánto lo siento! Éste sí qué es un suceso grave. ¿Quiere que le diga al conductor que pare el tranvía? Nos bajamos y volvemos al bar, a ver si lo encontramos.

–¡Déjelo! –me cortó mi vecino–. ¡Déjelo! El pañuelo debe estar destrozado, pisoteado, pues de esto hace ya varias horas. De todas formas, muchas gracias por sus buenas intenciones, buen vecino.

Es cierto –pensé–, cómo estaría ahora su pañuelo, si es que no había pasado ya por el arrastre y la recogida de una escoba.

–Bueno, ¿qué podemos hacer? –le dije yo, un poco titubeante.

–Sigamos nuestro viaje –me respondió mi vecino–. Continuemos viaje. No sé dónde voy, no sé a dónde me lleva este tranvía; pero a mí ya lo mismo me da. ¡Qué depresión!

–Hombre, no se ponga usted así; mire, hay una señora aquí, a nuestro lado, que está empezando a gemir; e incluso he escuchado al conductor que está tarareando la canción: “Qué día más gris, hoy llueve sin cesar y no he cogido mi paraguas negro”.

–Tiene usted razón, voy a intentar el superar este trance y mañana será otro día, saldrá de nuevo el sol, y yo, posiblemente, vaya a cortarme el pelo a la peluquería de Casimiro.

–Bien, veo que su semblante va cambiando de aspecto; está bien que tanto su querida esposa como sus hijos del corazón no aprecien su tristeza; ya sabe: todo se contagia.

–Qué bueno que es usted conmigo, vecino –dijo esta sentida expresión al tiempo que dejaba caer su cabeza sobre mi hombro. No es que me molestase esta inesperada acción de mi vecino, pero, ya se sabe, no es bueno un exceso de confianza y, además, todo hay que decirlo, su cabeza pesaba lo suyo.

Al cabo de unas cinco horas de viaje, el conductor nos llamó la atención:

–Ustedes dos, escuchen: o bajan del tranvía o tienen que pagar otro billete.

–¿Pero, dónde nos encontramos? –le pregunté con mucha educación.

–Estamos ante el campo de fútbol donde su compañero –que jugaba de defensa– metió un gol.

Al escuchar esta expresión, mi vecino saltó de su asiento y se dirigió, casi con la velocidad de un rayo, al conductor:

–¿Cómo sabe usted lo del gol? ¿Cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?

El conductor, sin quitarse la gorra y de una manera muy tranquila, se explicó:

–Oiga, le he escuchado lo de la pérdida de su pañuelo y también lo del gol. Que sepa, mi querido viajero, que el gol me lo metió a mí, yo era el portero de su equipo; ¿no se acuerda?

–Sí, es cierto, metí el gol en mi propia portería. Me abuchearon mi entrenador, los compañeros y hasta algunas personas que yo no conocía; sin embargo, me felicitaron, con gran efusión, todos los del equipo contrario. Éste fue mi último partido con los de mi clase. Sí, es cierto. ¡Y qué casualidad, compañero!, el día que pierdo el pañuelo de papel, me encuentro con el portero de mi clase. Un gran portero, sí señor. ¡Ande, pago yo otro viaje; cóbrese el billete de mi vecino y el mío! ¡Qué alegría más grande! ¡Deme un abrazo!

Después de este reencuentro, mi vecino empezó a corretear y a botar de gozo a lo largo del tranvía durante unos minutos (en este caso a modo de una ardilla). Otro viajero, con semblante algo adusto, tuvo que llamarle la atención en ocho ocasiones:

–¡Estese quieto, qué vamos a descarrilar!

La noche se iba echando encima. El conductor, en muestra de amistad, ya no nos cobró ningún recorrido más. Veíamos subir y bajar viajeros; contemplábamos edificios, fábricas, naves, campos, algún que otro rebaño de ovejas, y hasta una vaca medio perdida en un desguace de coches. Veíamos todo, hasta el momento que se hizo de noche y cerramos los ojos.

Al cabo de unas horas…

–¿Dónde nos hallamos?  –pregunté al conductor, encontrándome un poco aturdido después de dar tantas vueltas–. ¿Dónde nos hallamos? –Insistí torpemente.

En esos momentos, sólo nosotros tres ocupábamos el vehículo.

El conductor paró el tranvía; muy lentamente se acercó hasta nosotros y, con amabilidad real, nos habló –al tiempo que nos señalaba con el brazo derecho un punto del exterior–:

–Ustedes viven ahí. Hemos pasado unas once veces por delante de sus casas y no se han dado cuenta. ¿Qué tal han pasado el día? –esto último lo dijo, sonriendo un poco, a modo de chunga o parecido.

Nos apeamos del vehículo. En el portal común, mi vecino y yo, después de hablar durante dos horas de la pesca del cangrejo y similares, nos despedimos.

***

Fue al día siguiente, estando afeitándome, cuando me enteré por la radio que le había tocado mi décimo al señor del bigote. Me alegré por él.

Ese mismo día, a las 13 horas, de nuevo me encontré con mi vecino del cuarto; me abrazó y me confesó que esa mañana había encontrado su servilleta de papel todavía en aceptables condiciones. Por este motivo, lleno de euforia y de buenos sentimientos, me regaló un puro habano y una botella de vino de la tierra, el hecho lo merecía. Igual hizo con veintitantos desconocidos; generoso que es él.

No todo van a ser desgracias, pensé. Ahora comprendí lo que con gentil sutileza repetía, casi todos los años, una tía mía: “No hay mal que doscientos años dure”. Al final, esa tía mía, no sé por qué, se fue a Francia.



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6 Responses to “82- Cosas de Ambrosio. Por Miriñaque”

  1. Rosa azul dice:

    Opino que es una narración fluída pero también un poco «light». Suerte.

  2. Toribio dice:

    Ya está bien de relatos trascendentes, truculentos y sentimentales. Bienvenido este trozo de humor absurdo en la mejor línea de Álvaro de Laiglesia «y similares». 😛

  3. Adafina dice:

    A mí me ha hecho gracia

  4. Antístenes dice:

    Lo siento, no le voy a continuar el texto en cuanto le he leído «…Disculpe, lo he confundido con mi cuñado, como hace seis meses que no lo veo…».
    ¿La razón? Es una mala variación de un comentario de Oscar Wilde: «Discúlpeme, no le había reconocido, he cambiado mucho»… Pero no se preocupe, posiblemente su historia es buena y yo no soy un miembro del jurado.
    Suerte.

  5. la ciudad dice:

    surrealistan historia y nada más.

  6. HOSKAR WILD dice:

    Tiene un regustillo a escena de cine español de los años 60, cuando pensábamos que sólo existían dos colores y una gallina en una bandera.
    Mucha suerte.

 

 

 

 

 

 

 

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