premio especial 2010

 

Abr 29

Esta noche apenas he dormido, he dado una y hasta mil vueltas en esta cama extraña; buscando, persiguiendo el sueño con todas mis ganas, pero no he podido encontrarlo más que en contados minutos. Ahora estoy aquí, delante del espejo en el que contemplo mis ojeras, mi falta de color, mi mala cara. Me afeito con cuidado, no tengo prisa, aún hay tiempo.

El día ha amanecido gélido, es Enero, y esta vieja casa apenas retiene el calor en su interior. Los grados se escapan por estas ventanas de madera y por debajo de las rendijas de sus puertas centenarias. La caldera de carbón crepita en la cocina, es un pequeño monstruo al que hay que alimentar con paladas del negro mineral, que ella devora, nunca satisfecha ni saciada, a cambio, calienta el agua que se distribuye por los viejos y descascarillados radiadores de hierro pintados. Hace mucho tiempo fueron verdes, ahora, aparecen como a lunares, como salpicados por un niño travieso que al azar, hubiera ido esparciendo diluyente por su superficie.

Llevo dos días girando en una espiral, de ellos me quedan retazos, como diapositivas que van pasando por mi mente. He resumido estas cuarenta y ocho horas en imágenes condensadas, la mayoría estáticas: mi llegada a la ciudad, el traslado al tanatorio, el reconocimiento de esta casa, la gente desconocida dando su pésame, el oficio religioso breve y sin apenas asistentes, el aire frío, que como puntas de alfileres, se clavaba en la piel de mi rostro y de mis manos en el cementerio, el último adiós a mi abuelo, Ginés. 

Mi abuelo… Ginés, un hombre de noventa y tantos años al que apenas he conocido. Solitario, huraño y habitante hasta hace dos días de esta casa, de esta ciudad tan lejana a la mía. Hay familias tan largas, tan extensas, que se ramifican como verdaderos árboles repletos de hojas y cargados de frutos, otras, como la mía, pueden ser contadas con la mera ayuda de tres dedos: Hombre queda viudo a cargo de una hija, ésta engendra un hijo de soltera y ése soy yo; tres generaciones sin más ramificación: abuelo, hija  y nieto.

Mi madre murió hace tiempo, fue esa una de las raras ocasiones en que vi a mi abuelo, al hombre alto, delgado y parco en palabras que depositó en mi mano un número de teléfono diciéndome: si necesitas algo, llámame. Ahora ha muerto, y lo que se contaba con tres dedos, ha terminado reduciéndose a uno que soy yo mismo.

Yo mismo… Creo que me tienen por un alma solitaria, a pesar de mi edad, aún no he podido encontrar esa mujer con la que compartir mi vida. Curiosamente, los tres miembros de esta familia hemos estado abocados a la soledad. ¿Genética? Mi abuelo vivía solo, mi madre nunca compartió su vida con ningún hombre, y yo, hasta el momento, sigo buscando esa persona por la que realmente merezca la pena renunciar a mis hábitos adquiridos, a mis pautas, mis horarios, mis manías de hombre solitario. No es que no haya tenido historias, tampoco ha sido eso, es más, alguna creo poder considerarla plena,  pero… siempre ha tenido que existir algún pero, o tal vez uno mismo se torna con el tiempo demasiado exigente, y ya se sabe, quien mucho pretende, también mucho ha de ofrecer y no sé yo si será éste el caso.

El ruido de la tetera me abstrae de mis cuentas, el agua hierve, la vierto en la taza y tapo ésta con un platillo esperando que la infusión se haga. No he encontrado leche, ni café, ni tan siquiera un bote de cacao, a cambio, en el armario había una buena provisión de bolsitas de té. No me gusta, pero necesito algo caliente que temple mi cuerpo en este amanecer.

Sólo dispongo de cuatro días para darle la vuelta a esta casa. Ayer vino un hombre a mirar los muebles, no tuve que regatear mucho, apenas tengo tiempo y necesito dejarlo todo resuelto. La casa quedará a cargo de una inmobiliaria, cuando haya un comprador en firme, me avisarán, creo que es lo más práctico dadas las circunstancias.

Me tomo el té, no quiero que se enfríe. Parece que mi cuerpo comienza a desentumecerse mientras es recorrido en parte, por la caliente infusión. Ahora me espera lo más difícil, he de subir al desván, aunque creo que antes habré de aprovisionarme de una chaqueta gruesa, mucho me temo, que allí arriba, la calefacción apenas llegue. Dejo mi taza en el fregadero, blanco y grande, antiguo, de loza que exhibe en su superficie más de una mancha amarillenta, óxido que el tiempo ha ido depositando. Me encamino hacia las escaleras. Subo, deslizando mi mano por el pasamanos, ¿cuántas manos se habrán apoyado en él? Su superficie esta deslustrada. La casa es vieja, tan vieja como era mi abuelo, la persona que la habitaba, ese tal Ginés, tan desconocido para mí, como el propio inmueble. La puerta se resiste, necesito empujarla. Apoyo mi cuerpo contra ella y cede. Palpo la pared buscando un interruptor que traiga luz a esta oscuridad. Ya está, una sucia bombilla ilumina una pequeña estancia donde se descubren cajas, maletas y hasta una vieja bicicleta. Hay polvo recubriendo todo y alguna que otra tela de araña, pero dentro de lo que cabe, no existe desorden. Tengo que reconocer que eso, es algo que no he heredado, mi casa, mis cosas, viven y se mantienen girando en un caos constante que yo trato de ir conteniendo la mayoría de las veces.

La bicicleta mandaré llevársela a cualquier chatarrero; es vieja, sus ruedas están sin aire, y el sillín muestra todo su relleno por un agujero. No entiendo para qué guarda la gente algunas cosas, no es mi caso, no tengo espacio en mi apartamento, por lo que cualquier cachivache inservible tiene sus días contados. Empiezo a remover entre las cajas, el polvo se levanta con mis movimientos, estornudo. Facturas, postales, periódicos viejos, revistas ya olvidadas, libros estropeados por el frío y la humedad… creo que todo irá directamente al contenedor del papel. Voy apartando las cajas, tras comprobar su contenido. La mañana avanza, hace frío, pero afortunadamente estoy terminando, solamente me queda una caja por revisar, ésta parece diferente, es bonita, cuadrada con tapa, de tonos azules. Dentro hay cartas, al menos eso creo, veo manojos de sobres amarrados con gomas. Los extraigo y reviso uno de ellos, doce cartas justas, están colocados por años. Comienzo a extender los montones delante de mí: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Hay muchos, más alguna carta suelta que parece haberse quedado descolgada, como no perteneciendo a ningún fajo. ¿Qué será esto?, ¿qué esconderá este hombre, este abuelo que siempre ha sido una incógnita? Cada grupo es un año, cada carta es un mes. La dirección de envío está clara, escrita con una letra redonda y sinuosa, el nombre de mi abuelo y las señas de esta casa donde me encuentro, compruebo el remitente, un nombre de mujer simplemente: Marina. Solamente eso, tres sílabas unidas, sin calle, sin número, sin ninguna ciudad. Cojo el montón que tengo más a mano, suelto la goma que lo sujeta y extraigo la primera carta, la letra redonda y sinuosa vuelve a saludarme, leo…

Levanté mi vista de los papeles, el tiempo se había deslizado en el reloj sin apenas enterarme, hacía un momento era por la mañana, ahora, la tarde comenzaba a ganarle terreno. Mi estómago vacío rugía pidiendo de forma apremiante algo sólido con lo que alimentarme. Mi cuerpo, entumecido por el frío, por la falta de alimento, por la postura mantenida, hacía llegar a mi cerebro el mensaje de más calor. Calor para su exterior, calor que se deslizara a su interior también. Me sentía extraño, ajeno al tiempo y al lugar donde estaba en ese momento. Había recorrido algunos años al azar de cartas, años llenos de hermosas palabras, de mágicos sentimientos, de anhelos y sueños que uno podía llegar a sentir, a tocar a través de ellas. Me quedaban muchas aún por leer.

 Recogí todo con cuidado dentro de la caja azul, allí, en aquel desván, había encontrado un tesoro, un tranquilo remanso de paz donde poder descansar cuando la corriente de la vida me arrastrara. No conocía a Ginés, a mi abuelo, y mucho menos había sabido alguna vez algo de Marina, pero gracias a ellos, gracias a ese hombre y esa mujer, me había acercado a otra mirada, me había asomado a una mujer que escribía para él, para ella, que escribía sobre su vida sola y sobre la poca vida que juntos pasaban. De momento, yo, seguía desconociendo prácticamente todo: el por qué de su lejanía, el por qué de esos pocos días que podían compartir. Sólo tenía como pistas algunas sombras, la de Ginés, mi abuelo, y la de ese nombre de mujer, Marina, y el nexo de unión que eran sus cartas. Tenía muchas cartas, muchas que aún me quedaban por leer, tal vez allí, dentro de aquellos sobres, expuesto en aquellos papeles, pudiera encontrar algún tipo de respuesta a tanto misterio. Pero, independientemente de todo, esto era lo mejor que podía haberme legado mi desconocido abuelo, aunque hubiera tenido que ser así, de forma indirecta; la descripción detallada de lo que ha de ser un amor, de lo que ha de ser una vida sentida, respirada. Hasta ahora, hasta esta mañana, me sentía “experimentado”, seguro de haber amado, y en la ilusa creencia de haber sido amado, y aunque pocas, mis relaciones con las mujeres, sobre todo con alguna mujer determinada, pensaba habían sido plenas. Ahora comprendía cuan equivocado estaba, ahora que me había asomado, merced a  mi abuelo, de la mano de Marina, a lo que es el amor verdadero, el inmenso, el sin medida. Ahora  me daba cuenta de mi poca entrega, de la superficialidad de  mis relaciones. Ahora, en definitiva, me había adentrado un poco más en la esencia del ser humano.  

Cerraría esta casa para regresar a mi vida, a mi ciudad, a mi propio hogar, pero, ya no estaría tan solo; podría seguir viajando, seguir leyendo las cartas. Ya me imaginaba sentado en mi sofá, reguardado del frío invierno en el calor del hogar, con una carta en la mano, con otras más esperando. Podría hasta dejarme llevar en el sueño de pensar, de creer, que era yo el destinatario de las mismas, suplantando así, en cierta manera, al desconocido Ginés.

No sé quién era mi abuelo, y dudo mucho a estas alturas, de llegar a saberlo, pero… tuvo la suerte de ser amado por una mujer, una mujer cuyo nombre me sugería cálidos azules, brumosos amaneceres: Marina.

29- El Legado. Por Antonia Grandes, 3.5 out of 10 based on 11 ratings

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8 Responses to “29- El Legado. Por Antonia Grandes”

  1. Enrique dice:

    Poca historia, que se resume en el hallazgo de unas cartas de un desconocido abuelo y una tal Marina que le amó, según parece.
    Repeticiones sobre el abuelo y descripciones de la casa que no aportan nada sustancial.Le falta algo.
    Saludos

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  2. Luc dice:

    Estructurar todo el cuento sobre una elipsis narrativa es bastante arriesgado. Noto a faltar un conflicto más sólido.

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  3. Ágata dice:

    Creo que te sobran muchas palabras, siempre hay que recordar (yo lo hago) una máxima: menos es más.
    En conjunto, me quedo con las ganas de saber lo que dice Marina en las cartas, y conocer un poco a tu abuelo. Por lo que el relato no ha contado nada nuevo, que es la función principal de cualquier texto narrativo.
    En cualquier caso, la idea y la historia podían haber sido muy interesantes.

    Suerte.
    Mi relato es el 41

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  4. Antístenes dice:

    Los meses del año no se escriben en mayúsculas… Mala utilización de las comas y… Para decir algo positivo: conozco aceptablemente el pueblo de Gines, si se refiere al situado en la provincia de Sevilla.
    Suerte.

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  5. la ciudad dice:

    ya había enviado mi comentario, pero no sé por qué razón no llego.
    Te faltó redondear la historia del tal abuelo, tal vez por algunas líneas que le hubiera escrito su amada, hubieramos conocido más de él y de ella. suerte

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  6. Aida dice:

    Antonia me ha gustado tu historia, está llena de sentimiento, de nostalgia y de humildad. Dejas la incognita de las palabras de Marina; pero de esa manera cada uno se imagina su propia historia.
    Mucha suerte

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  7. HÓSKAR WILD dice:

    Algunas veces, lo mejor está en lo que no se cuenta. Nunca se acaba de conocer a las personas.
    Mucha suerte.

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  8. Saraiba dice:

    Me ha gustado. Más cómo lo cuentas que lo que cuentas, que como historia es breve, pero tiene su punto de nostalgia, de reflexión sobre la vida propia y el momento descubrimiento/revelación que resulta muy interesante.
    Suerte.

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