En cualquier hogar que se precie de serlo se cuenta, en algún cajón del mueble del salón, con un par de juegos de mesa y alguna baraja de cartas que hagan las delicias de las lluviosas tardes de domingo.
El emperador mongol Akbar el Grande, allá por el siglo XVI, nunca pudo pensar que el hecho de entretenerse con dieciséis de las más hermosas mujeres de su harem en su jardín, pudiera traer consecuencias tan extravagantes como las que se vivieron en la ocasión que vamos a narrar.
Esa tarde desapacible auguraba una entretenida partida de parchís para cuatro amigos.
El color rojo lanzó su dado y a la primera sacó el ansiado cinco que abre la puerta de la salida. El amarillo, el verde y el azul tuvieron que lanzar dos o tres veces más el dado para poder iniciar su juego, lo cual dio ventaja a rojo, que, para cuando estaba el resto en sus casillas, había avanzado lo menos diez puestos. Esta circunstancia provocó en el resto de jugadores, que quedaban en clara desventaja respecto del rojo, una rabia que todos se cuidaban muy mucho de manifestar. El amarillo le deseó al rojo una horrenda indigestión; el azul se burló, para sus adentros, de que tuviera el sueldo más bajo de los allí presentes; y el verde se alegró de que sólo dos días antes se le averiara el coche y se le avecinara una dispendiosa reparación. De estos pensamientos, como decimos, el rojo no podía sospechar nada, pues el semblante de sus rivales era siempre el de la sonrisa del jugador correcto que acepta con deportividad lo que los dados dispusieran.
Por otro lado, el rojo, que aun no aparentándolo, era ciertamente un jugador muy competitivo, se sentía lleno de placer al ver su ventaja, insignificante ventaja, frente a sus compañeros de juego.
Pronto todos tuvieron varias de sus fichas en el tablero y la partida empezó a ponerse interesante. Unos a otros se pisaban los talones, se adelantaban, se comían, se contaban veinte, volvían a salir de sus casillas de salida, llegaban a meta…
Lo que menos soportaba el verde era quedar atrapado, con su única ficha en juego, cuando alguno de sus contrincantes ponía un puente y tenía fichas que seguir moviendo de tal manera que podía dejar el puente «cerrado» mientras no le saliera un seis, y eso podía tardar en suceder, lo mismo que a él le saliera un cinco con el que poder iniciar un nuevo recorrido con una nueva ficha. Los astros se conjuntaron de tal forma que, justo recién abierto el puente, el verde fue comido por el amarillo, de modo que éste pudo avanzar sus veinte puestos, llegar a meta y avanzar diez casillas más con la única ficha que le quedaba.
El verde sintió el volcán de su ira en su interior. De nuevo tenía todas sus fichas en el cuadro de salida, de nuevo debía esperar a sacar un cinco para salir y volver a empezar ¡con todas sus fichas!, y de nuevo al amarillo sólo le quedaban escasas tiradas para ser el ganador del juego.
Pidió un receso pues tenía que ir al baño, aunque en lugar de eso fue a la cocina.
El rojo, que había empezado con tan buen pie, se encontraba sobremanera nervioso, pues veía que su delantera inicial no había significado nada a juzgar por la ventaja tan espectacular que llevaba el amarillo, como decimos, a escasas casillas de vencer. Le deseó con todas sus fuerzas una desgracia. Y sucedió: le salieron tres seises seguidos, con lo que tuvo que volver a la salida. Todos, excepto él, claro, mostraron una contenida alegría, sin profusiones. Y su furia, él también la mostró sin excesos.
Se sintió de pronto incómodo, un reflujo gástrico le hizo abandonar el juego por unos minutos para hacer una visita al baño, y después pasó por la cocina y trajo de allí unos refrescos con los que pretendía aplacar la tensión que se había creado.
Repartió los vasos y se sentó con sus ánimos renovados y con la esperanza de sacar un cinco en la siguiente tirada y reiniciar el juego con la única ficha que le quedaba y con la que aspiraba a ganar la partida.
Un jugador bastante avanzado y con buena suerte era el azul, al que le quedaban sólo dos fichas para hacerse con el triunfo. Siempre que se encontraba en peligro de ser comido, aparecía la perseguida casilla de seguro o se abría el puente que lo tenía inmovilizado y podía huir. Esa eventualidad, la buena suerte del azul, no pasaba desapercibida para el resto de jugadores, que lo veían como un serio rival, pues, si bien no era un buen estratega, sí, como ya se ha mencionado, no le era muy necesario serlo para salir airoso de los apuros.
El juego avanzó y a cada jugador ya le faltaba una única ficha para llegar a la meta y ganar la partida. Indudablemente los cuatro jugadores estaban bastante alterados en aquel crucial momento de tensión extrema. Al amarillo le ardían la boca del estómago y el esófago, el verde jugueteaba nervioso con su mano derecha bajo la mesa, el azul se removía compulsivamente sobre su silla, y el rojo apretaba una mano contra la otra con clarísimos síntomas de desasosiego.
En aquel momento la partida estaba en tablas, cualquiera de ellos podía ganar. Los dados determinarían quién.
El turno era del amarillo, que necesitaba un cuatro para llegar a la meta, pero al que le había salido un tres. Con toda naturalidad hizo un gesto de triunfo y vociferó «¡Gané!», colocando su ficha en la meta. Evidentemente, el resto de jugadores, que habían visto la descarada trampa que pretendía, se rebelaron, pero ante la negativa del amarillo, el azul no pudo reprimirse y sacó su pistola reglamentaria, como policía municipal que era, y, al grito de «¡Tramposo!», le asestó un tiro en el pecho que lo mató en el acto.
El verde, que odiaba la buena suerte del azul y veía que podría ganar, pues tras el amarillo era ahora su turno, y capaz era de sacar el número exacto, sacó de debajo de la mesa el cuchillo que había cogido cuando fue a la cocina en lugar de al baño, y le rebanó la garganta a la voz de «¡Jodido suertudo!».
Ante esto, el rojo no pudo más que lanzarse sobre el cuello del verde y estrangularlo mientras gritaba «¡Fulleros, fulleros…!»
La escena era definitivamente patética, tres cuerpos exangües sobre un tablero de parchís, y un color, el rojo, que lanzó el dado y sacó el tres que necesitaba para ganar. Un quejido pudo lanzar antes de caer también muerto por el efecto del ácido bórico que un rato antes había bebido mezclado con el refresco que el amarillo le había servido: «¡Gané yo!»
10- La partida de parchís. Por Mr. Blonde,Enviar a un amigo Imprimir
Tal vez si lo hubieras resumido un poco se facilitaría su lectura. En todo caso, conflicto argumental resuelto con la contundencia de un «thriller» de serie negra. Suerte.
La historia es original. La veo larga por el contenido de la narración.
La acción está al final, donde cambia el ritmo y se hace más ligera.
Suerte.
Mi relato es el 41
No me ha atrapado demasiado la historia y confieso que algunas partes las he leído en diagonal.
Suerte
Tu historia es diferente y original. Suerte
Recuerdo una partida de parchís en una calurosa noche de verano que casi acabó así…
Mucha suerte.
otro relato diferente y eso ya es una ventaja para el autor. suerte
Echo en falta una razón, argumento, causa, algo, que fundamente esa partida, pues no encuentro el porque esa partida produce ese desenlace y no otras partidas anteriores que esos cuatro amigos hubieran tenido antes, como se sobreentiende de las descripciones de las actitudes de los componenetes de la partida ante el juego. Suerte.
Simplemente un escrito malo con agravantes…
Me parece un exagerado final y me faltan razones para esa conclusión.
Suerte, de todos modos.