II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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Bases del concurso, premios y jurado


28/1/2005

11. Sucesos y fracasos
10. Ari, Mi amor de espinas
12. El día que el gallo cacareó
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Aquella gélida mañana me encontraba vagando por las calles sin un rumbo fijo. Podría ser una mañana como cualquier otra, pero no lo era. Era el primer día después de mi fulminante despido. Veinte años vendiendo seguros en la misma empresa, soportando los caprichos de clientes adinerados y estúpidos, soportando el carácter horripilante de mi jefe, vamos, ni los numantinos ante Escipión. ¿Y todo para qué?. ¡Le voy a meter un puro que se va a cagar! Brr, mejor no pensar en ello. “Señor Villanueva, hemos encontrado a un joven capaz y dinámico que ocupará su puesto a partir de mañana. Gracias por los servicios prestados durante todo este tiempo”. Y me lo suelta el tío tan tranquilo, como el que le explica a un amigo el partido del domingo. ¡Que no, que no pienses en ello!
¿Pero qué sentido tiene la vida?, ¿qué estamos haciendo aquí?, ¿a qué he llegado en ella?, ¿a que puedo aspirar?
Estaba yo sumido en mis pensamientos cuando al entrar en un callejón lo vi. Allí, a escasos metros de mis pies, yacía un pobre gato muerto. Sin duda había sido atropellado. “Éste ya no tiene que preocuparse de nada”, exclamé. En ese instante, se me pasó por la cabeza. Yo no tengo nada que perder, me dije, y estaba harto. Era un alma solitaria, no tenía mujer ni hijos, y con mis padres hacía muchos años que había perdido toda relación. Cuando era joven me pusieron en el compromiso de elegir entre mi novia –a la que no aguantaban-, o ellos. En aquél momento no lo dudé y la escogí a ella. Ahora quizá me arrepiento, porque al poco me dejó y me quedé sin ninguno.
Sí, lo había decidido. Di media vuelta y me dirigí a mi casa. Sólo sufrirás un par de segundos, me convencí. Sin pensármelo dos veces subí las escaleras directamente a la azotea. Cuando llegué no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Dos técnicos de mantenimiento estaban instalando una antena de televisión. ¡Maldita sea! Tres años esperándola y tienen que traerla precisamente hoy.
Giré sobre mis propios pasos y me fui a mi casa. Traté de buscar una alternativa. Iba de un lado a otro del pasillo cuando advertí mi imagen en el espejo del recibidor. Me fijé en mi cuello. Me había cortado al afeitarme antes de salir de casa. Aquello me dio una idea. ¡Las venas! Ser aficionado a las películas policíacas tenía que tener alguna ventaja. Allí estaba yo, navaja de afeitar en mano, camisa arremangada y dispuesto a coger el toro por los cuernos. ¡Joder!, con lo fácil que lo pintan en las pelis. En fin, no tuve huevos.
Me largué de mi casa tan rápido como pude. De nuevo estaba a la deriva por las calles. Mi cerebro rugía de pura actividad cuando de pronto vi la solución delante de mis ojos. Había una boca de metro. “Me dejará tan planchadito que ni me enteraré”.
Bajé a toda prisa las escaleras hacia el andén. Llevaba cerca de diez minutos esperando el dichoso trenecito, cuando anunciaron por megafonía que las obras que debían comenzar la semana próxima se avanzaban a aquella misma tarde por no sé qué hostias. Total que ya podrían haberme dado las uvas ahí plantado.
¡Para qué demonios quiere la gente un seguro de vida si quieres morirte y no puedes! Me vino a la mente uno de los sermones dominicales del padre Balaguer. “Sólo Dios conoce nuestro destino y es Él quien tiene uno pensado para todos nosotros”. Menudo faenón tendrá si ha de pensar tanto. Me encogí de hombros. Cómo me hubiera gustado ser Dios en ese momento. Ahora me alegro de no serlo.
De nuevo en la calle, y dándole vueltas al tema de Dios, no sé si instintivamente o qué, alcé la vista hacia la avenida. Vi un autobús que pasaba a pocos metros de mi. ¡Ésta es la mía! Iba ya a precipitarme frente a él, cuando lo que vi me dejó de piedra. Un individuo cruzaba en ese preciso instante, impidiéndome toda opción de lograr mi propósito. Tenía la mirada fija en su periódico como si paseara por el campo. Qué tío. De pronto, me sorprendí a mi mismo corriendo hacia aquél hombre como alma que lleva el diablo. “Ah no, hoy no se muere ni Cristo, faltaría más”. A ver si unos vamos a estar buscando la muerte de todas las maneras posibles y otros van a encontrarla sin quererlo. Y una mierda.
Me lancé como el Ricardo Zamora de los mejores tiempos impidiendo la tragedia. Cuando le vi la cara al tipo, se me cayó el alma a los pies. Dios mío, de los millones de personas que viven en esta dichosa ciudad, ¡y tuve que toparme con mi jefe! El maldito hombrecillo no había tenido tiempo ni de cagarse en los pantalones.
Me hubiera gustado contarles que gracias a mi heroicidad había, como mínimo, recobrado mi empleo. Pero no, el muy… se limitó a levantarse, a sacudirse un poco su traje de tres mil euros, a darme las gracias lo más fríamente que pudo –como si no me conociera- y a alejarse rápidamente de la escena, sin soltar su condenado periódico y continuando su lectura como si tal cosa. Cualquiera diría que examinaba un incunable.
Desde luego, aquél día me había levantado con el pie izquierdo, y porque sólo tengo uno. A la vista de todos los sucesos y fracasos que me acontecieron, dejé estar la idea de reunirme con aquel malogrado minino. Quizá Dios tenía reservado algo mejor para mi al fin y al cabo… y no me equivocaba…

10. Ari, Mi amor de espinas
12. El día que el gallo cacareó