II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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1/3/2005

103. Por que los geranios odian a las salamandras.
102. Cuento
104. Obturaciones
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La vida está formada de pequeñas rutinas, hábitos que dan una cierta seguridad a nuestro espíritu para seguir adelante y nos proporcionan la creencia de que todo marcha bien. No podemos improvisar la vida, ésta llega y se va, tan sólo podemos llenarla de rutinas.
Todos, en una medida u otra, recurrimos a esos hábitos, necesarios por otra parte, para mantenernos en un mínimo de equilibrio. Unos más sanos que otros, desde luego, pero en el fondo está la misma necesidad de reafirmación o de miedo al cambio.
He de reconocer que los míos se componen de pequeños vicios que me hacen más mal que bien la mayoría de ellos, pero a los que soy incapaz de renunciar porque significaría tener que cuestionarme eso que llamamos vivir, además de no tener ninguna certeza de que esa renuncia me llevara a ninguna parte, excepto quizás, a la de adquirir otros en su lugar y no siempre se gana con el cambio. El cambio exige una cierta dosis de voluntad y siempre da pereza ¿Cómo sustituir el fumar – tan mal visto por unos -, o el beber un poco -demasiado mal visto por otros-, o el consumir cafeína en exceso sin tener que pensar en todo ello y buscar respuestas?
Durante once meses al año la cosa para mí queda totalmente justificada, aparto, más bien ahogo, mi vocecita interior consiguiendo que me deje tranquila al respecto, quizás a sabiendas de que no voy a prestarle ninguna atención.
Pero cuando llega el período vacacional la vocecita se desquita, se vuelve estridente, y te chilla directamente al oído, que no fumes tanto, que bebes demasiado, que si no te aburres sin hacer nada. Se pone insoportable como una mujer en exceso insatisfecha que no puede disimular ya más su resentimiento.

La culpa está en el ocio, por supuesto. El ocio es cosa del diablo. Las vacaciones deberían estar prohibidas para todo aquel que no tenga un plan super-vacacional lo suficientemente dinámico que llevar a cabo y que le mantenga ocupado. De lo contrario no sirven más que para amargarte la vida y poner sobre el tapete todo aquello que hábilmente has ido escondiendo-disimulando durante los once meses anteriores.
Y es que el período vacacional pone de manifiesto nuestra capacidad de relación con los demás, amigos, pareja, uno mismo. Te deja desnudo y apáñatelas como puedas en un santiamén, de un día para otro. Y esto resulta más estresante (al menos durante la primera semana) que lidiar con todas las exigencias, todas las presiones y todo el acoso laboral.
Cualquier empresa que se precie debería tener organizada la primera semana de vacaciones a sus empleados (familia incluida y gratis por supuesto). Ayudaría a pasar de un nivel a otro sin angustia. Viernes, fin de la jornada laboral. Lunes, una semana en el Caribe, o en Grecia o en Egipto o…. donde sea. Obligatorio. Como de descompresión. Luego el resto de las vacaciones a dar la vara a familiares y amigos, mostrar las fotos y videos de esas maravillas y hablar de que eso sí es vida.
En fin, a mí personalmente deberían prohibirme terminantemente las vacaciones. Me sientan fatal. Será que no planifico. Me obligan a sustituir unos hábitos por otros. Eso me estresa, defiendo la rutina. Acostumbro a levantarme igualmente temprano, sobre las siete de la mañana, bajar a la cocina, y ya pitillo en mano esperar el primer café de la mañana. Para cuando el café está a punto ya he conseguido fumarme dos o tres pitillos. No se si debería comprarme una cafetera más rápida o intentar fumar más despacio. Pero creo que da lo mismo, porque, ya café en mano lo sigo acompañando de un cigarrillo (hay quien prefiere el croissant o las tostadas, pero no es mi caso). Me instalo en el comedor y paso a la siguiente parte del ritual, conectar el aparato de música, eso sí, bajo de volumen pues siempre puede quedar en el edificio algún otro refugiado que al igual que yo no planifica y se queda en el edificio.
Enciendo todas las luces, a modo de aviso: ya estoy aquí, se hizo la luz, es mi tiempo…. No es que practique ningún tipo de ritual satánico ni que me de pánico la oscuridad, lo único que me da pánico es salir a la terraza. Vivo en un ático con dos terrazas y a esas horas tan tempranas para mí supone un acto de verdadero coraje salir ahí afuera, pues en verano tengo visitantes permanentes en ambas terrazas. Más que visitantes, pues las visitas vienen y se van, están como realquiladas. Se instalan por vacaciones. Me refiero a las malditas salamandras, que deben considerar que todavía es su tiempo y no están dispuestas a escabullirse. No importa el ruido que haga al salir avisando de que ya voy, de que es mi turno. Quizás entienden el ruido como una orden y no como una súplica, de lo que deduzco que esos bichos no están dispuestos a recibir órdenes de nadie. O quizás simplemente ellas tienen sus propios hábitos también, y entre ellos no debe figurar el de la consideración al miedo-asco-repulsión que me producen.
A estas alturas de nuestras vidas ya han tenido tiempo suficiente para medir sus fuerzas conmigo y se saben vencedoras. Se instalan cada verano. He tenido que ser yo quien claudique y renuncie a rutinas tan saludables como la de salir al exterior a sorprender como va despertándose la mañana; o a la de regar mis geranios antes de que empiece a quemar el sol. Ese es el motivo de que en verano se me echen a perder mis plantas, la falta de riego. Ya que desde el atardecer hasta bien entrada la mañana no puedo invadir su territorio, me está prohibido. Sólo se salvan aquellas plantas que desde lejos puedo regar con la manguera, las demás, al igual que yo, están condenadas. Mis geranios odian las salamandras.
Además de hábitos fijos también las salamandras tienen sus hábitats fijos. Siempre están instaladas en los mismos rincones de la terraza.

Mi hijo, más asiduo a la terraza de arriba por ser la más cercana a su habitación, las conoce y hasta les ha puesto nombre. Tiene una predilección especial por una de ellas a la que llama “Elvira” y que gracias a Dios yo he conseguido evitar en lo que llevo de vacaciones, no saliendo afuera a partir de ciertas horas por supuesto.

Yo, que prefiero la terraza de abajo, por estar más próxima a mis dominios (o sea, la cocina y el comedor) me veo obligada a la reclusión hasta bien tocadas las ocho de la mañana, hora que considero que ya es mi turno y que ya está bien, y armada de más café y más cigarrillos y emitiendo todos los ruidos posibles con los pies, practicando al mismo tiempo diferentes tipos de “tocecillas” como aviso, me decido a salir. Y casi sin mirar, para no incomodarlas en su privacidad, me siento en la silla más cercana a la puerta de entrada al comedor, por si he de batirme en retirada, resignada a darle al bicho se tome un poco más de tiempo.
Así que, dada las circunstancias de repugnancia mutua, me he negado en rotundo a ponerles nombre. ¿Cómo poner nombre a lo que aborreces? Reconozco que cuando me enteré de la familiaridad que mi hijo se tomaba con el animalito pensé en bautizar yo también a una de ellas como “Doña Flor”. Pero enseguida lo descarté por dos razones. La primera porque me pareció que bautizar a un ser, ya sea humano o inhumano implica un compromiso y es el de responsabilizarte de él (acabaría por cazarle yo misma las moscas o sea lo que sea de lo que se alimenten esos bichos), y la otra, es que no se que hubiera pensado nuestro Cid Campeador de que dos salamandras llevaran el nombre de sus hijas. Decididamente descarté la idea por completo. Mi hijo, por cierto sigue encantado con Elvira.
Finalmente, opto por salir afuera, pues a esas horas mi pareja también hace su aparición en escena apoderándose del comedor para su gimnasia y lecturas matutinas, pasando después al cuarto de baño que le corresponde por derecho propio (el uso, no el mantenimiento). Así que, armándome de valor salgo al exterior rogando por mi alma.
Más tabaco, más café y una libreta donde anotar pensamientos y reflexiones (otro mal hábito).

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