II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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1/3/2005

94. Circunvalación
93. El día que perdí la imaginación.
95. Las piedras
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 Busco la mirada de la sucia camarera, y otra vez vuelve a ignorarme, y esto no debo permitirlo. Me dan asco estos putos sudacas que se permiten pasar de mí como si fuese una mierda.
Me mira con desprecio, lo noto. ¿Cómo ha podido enterarse de que Marcos Becerra es un cobarde? Hijaputa, necesito un café. Si vuelve a hacerlo la mato.
La hostia, hace frío incluso aquí. Aún puedo sentir en la cara el rebufo caliente y hediondo del puto tren que tenía que haberme matado. Hubiera sido lo mejor. ¡Zas! Un golpe seco y “El pincho” a la mierda. Con suerte, ni los huesos se habrían encontrado. Nada, una mancha viscosa y humeante en la máquina del Circunvalación y a tomar viento fresco, se acabó todo, a por otra historia.
¡Un café, necesito un café! ¡la hostia! puta india. ¿Cómo tengo que hablar? Y encima… Pero ¿esto qué es?

 ¡Cortado! He pedido cortado y esto es mierda. ¿Cómo tengo que decirlo! Sí, llévatelo, te lo puedes meter por donde te quepa. Igual es lo único caliente que te va a entrar esta semana en tu sucio cuerpo.
Tengo ganas de escupir… ¡Y qué carajo! En esta mierda de bar todos escupen al suelo, se rascan las pelotas y se las dan de pijos bien educados. Esa es la diferencia, el disimulo con que estos amanerados de nacimiento hacen las cosas. Nada, no soporto a la gente así, cerdos reprimidos folladores de cerdas reprimidas con condoncitos de colores y sabor de frutas. Estoy seguro de que si me mato hoy mismo, habré vivido por dos vidas de las vuestras, o tres.
Míralos todos igual: vermouth rojo, blanco… seco, en copitas cursis, con aceituna y palillo. ¡Vaya! Secos os dejaba el pincho a todos de un rápido tajo en vuestros requetepulidos gaznates rasurados del barrio de Salamanca. ¡Me cago en la puta hostia!
¡Joder! Vuelve a llover a cántaros. Repiquetea el aguacero en el techo pero ¿y qué me importa eso a mí ya? De aquí tengo que salir con los pies por delante.

 Rovira era un gilipollas que no habría desentonado aquí, eso lo supe desde que lo vi y no sé por qué razón le di tanto cuartelillo. Siempre enlutado el muy cabrón como si tuviese un velatorio a la vuelta de cada esquina, con las putas Ray-ban pasadas de moda soldadas a su feo careto, y sus lustrosos zapatos italianos con más arrugas que la polla de un mandril. ¡Me cago en el puto Rovira!
Estuve ciego, sí, eso es; estuve ciego o quise estarlo porque suponía pasta fresca. Pero no, él iba a por ella desde el principio, y yo encandilao con los negocios que me proponía. No se puede decir que no, a quién te promete dinero fácil.
Pero ahora me cago en ti, pincho, puto pincho, no quisiste darte cuenta. Ahora todos lo sabrán: el Rovira desfloró a la Merche y el pincho no tuvo dos cojones para rebanarle el cuello a los dos, a la una por puta y al otro por cabrón. Todos van a decir que dejé al Rovira que montase a la niña y que luego me fui a tirar a la vía del Circunvalación y que para nada tuve huevos. Con lo fácil que sería estar ya en el otro barrio, sin tener que esperar a que me sirviera una puta sudaca un asqueroso café, en un bar de pijos de la estación.
—Eh, oiga… ese café. (me cago en la hostia).

 El tren también escupe el muy cabrón, y me escupió en la cara la pura vergüenza de mi cobardía.
Y pensar que ella se lo había hecho con Rovira sin más, no me escuchaba desde hacía tiempo y ese hijoputa la tenía encelada; ¡sí, eso es! encelada, y la engañó con joyas, a las niñas les gustan sentirse mujeres y que las idolatren; y la pasta, mucha pasta para gastarse en ropas y zarandajas; y yo, el estúpido del pincho, haciéndole el trabajo sucio mientras él le hacía sus trabajos sucios a la niña.

 Yo nunca fui un buen padre y tenía que matarlos a los dos ¡hostia! Tenía que haberlos matado y aún siguen vivos. Ella me miró a la cara sin inmutarse, y no pude; vi la mirada de su madre, vi tiritarle en los ojos las lágrimas de placer como le tiritaban a su madre cuando se sentía satisfecha, y fui incapaz. ¡Dios! el estilete se me cayó de las manos y rebotó junto a sus bragas tiradas de cualquier forma en el suelo de esa mierda de apartamento.
Cambiaré de sitio. Me iré de allí, no puedo mirarla a los ojos y ver la mirada de su madre incitándome de nuevo a hacerla gozar.
Pero… ¿qué me digo? Si ellos viven yo no puedo compartir esta puta ciudad con ellos. Me escuecen las plantas de los pies de pensar que ellos están pisando este mismo suelo, respirando este mismo aire, escuchando los mismos ruidos de los coches.
¿Pero Dios, no me ves? ¿Por qué has tenido que hacer que ella vuelva?

 La tarde estaba gaseosa, secuestrada por un vaho gris humidificado artificialmente para mantener la temperatura de los jardines interiores de Atocha. Si existía algo de oxígeno fresco allí, se encontraría aplastado contra el férreo techo de los antiguos andenes de la vieja estación. Los ojos perdidos de Marcos Becerra, comenzaron a sentir el escozor de las lágrimas calientes, dejándose llevar por los surcos de su rostro.

 Escribía frenéticamente sobre las páginas amarillas de un cuaderno de papel reciclado desagradable al tacto.
Tomó el resto del café de un sorbo, antes de que una mano se posase sobre su hombro.
—Sabía que te encontraría aquí.
Él se giró y dejó caer la taza sonoramente sobre el pulido mármol de la mesa.
—¡Vaya! Sabes que no me gusta que me interrumpan cuando escribo ¿Cómo me has encontrado?
—Me han avisado, la camarera te ha reconocido.
Él giró su cabeza hacía la camarera mientras una exclamación de asco se fundía con la evidencia.
—¿Estas putas suda…?
La atractiva joven de cabellera rubia le sonrió. No en vano, Juan Luis era su escritor favorito desde que publicó su primer gran éxito y comenzó a hacerse asiduo en las tertulias televisivas de contenido cultural.
Él la miró y no pudo reconocerla. Hubiera jurado que nunca había posado sus ojos en otros ojos de un azul tan intenso como ese. Ella se giró desplegando toda su secreta coquetería al saberse observada por el hombre con el que había compartido sus mejores sueños eróticos, y se sintió atropelladamente deseable.
Él sintió la amenaza de una erección incontrolada al apreciar las transparencias de un tanga oscuro que enmarcaba aquellos glúteos firmes y sugerentes.
—Venga, vámonos de aquí.
—Llevas tres días perdido ¿qué te ha pasado?
Sin decir palabra los dos abandonaron el local en dirección a la salida norte.
—Joder, llueve a cántaros.
—¡Espera! Tengo que hacer una cosa…
Él volvió sobre lo andado, daban las cinco de la tarde en el reloj colgado del andén de cercanías.
La camarera pasaba un paño húmedo sobre la última mesa desocupada y se irguió al observar la vuelta de él.
Sonrió ilusa, y se palpó sensualmente los bolsillos de su falda buscando un bolígrafo para pedirle un autógrafo a su ídolo.
Él escupió en el suelo ante el asombro de ella, y luego, clavando su mirada perdida en el sugerente contorno de sus pechos, le preguntó:
—¿Cuál es el andén de circunvalación… puta sudaca?

93. El día que perdí la imaginación.
95. Las piedras