II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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Bases del concurso, premios y jurado


28/2/2005

86. Que imagino
85. Diario de guerra
87. ¡Ah, voluntad
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Estaba paseando y estaba sola. Me aburría, así que decidí introducirme por una de las calles más transitadas de mi ciudad y dedicarme a observar detalladamente a la gente que por allí andaba o corría. Primera víctima; una señora de mediana edad con pelo de peluquería y abrigo de piel. Por las arrugas de su cara aseguraría que no es feliz, diría que probablemente muera debido a alguna enfermedad causada por soportar el calor de su infernal abrigo.
La mujer infeliz giró sosegadamente una esquina y desapareció. Mis ojos entonces se clavaron en un hombre joven, calvo y obeso. Sus pasos eran lentos, su corazón hacía tremendos esfuerzos por latir, e imaginé la palabra infarto escrita en los resultados de la autopsia del cuerpo.
Rápidamente en mi cabeza apareció la idea de comida, y la de chocolate centelleó con luces rojas. Como mi corazón todavía es fuerte, me fui fijando en los rótulos de todos los comercios hasta encontrar alguna pastelería. La primera que encontré me valió. Una vez dentro, observé que todo era azul, azulejos color azul, cortinas azules, mostradores azules… por un momento tuve miedo de ser atendida por alguien de color azul. Pero no, cuando me llegó el turno, conseguí ver a la dependienta de color carne. Le pedí mi ración de chocolate y ella a cambio, me susurró casi con voz de confesión que quería dejar ese trabajo. Muchos clientes para tan pocos empleados. No sé la reacción que esperaba de mí, me hubiese gustado decirle que la comprendía, pero sólo me limité a sonreír. Le pagué con el precio exacto para no prolongar nuestra amistad y me marché de aquel sitio que empezaba a resultar agobiante.
Fui comiendo por la calle y observé a la gente que también lo hacía. Llegué a pensar que yo podría estar dando la misma pena.
Un vagabundo dio el primer mordisco a un bocadillo que una señora acababa de comprarle. La mujer rica cogió un taxi, sintiéndose orgullosa por haber realizado su buena acción del día. El hombre pobre comía con desgana porque él no andaba pidiendo bocadillos de pollo. Terminaría lo que tenía entre manos y moriría de una indigestión.
Un chico joven, vestido con un traje elegante y una corbata ridícula, corría con un maletín sostenido por una mano y una hamburguesa en la otra. Hoy no tenía tiempo para comer en uno de los caros restaurantes que solía frecuentar. Me dio mucha más lástima que el sin techo porque su cara estaba muy demacrada. Moriría por sobredosis de cocaína y su madre moriría de un disgusto al enterarse de que su hijo no era perfecto. No pude evitar imaginarme a la madre del niñito pijo haciéndole todos los días la cama, planchándole esas odiosas camisas y esperándole despierta todas las noches.
Las madres sufren demasiado para mi gusto, por esto decidí que tardaría muchos años en serlo.
Permanecí quieta unos minutos para pensar en mi madre. Sin observar a nadie en concreto, la gente pasaba por mi lado como sacos de harina con patas. Cuando acabé de reconocer todo el mérito que tenia mi ama por soportarme tantos años, salí del trance y me encontré una señora rubia empujando un carrito gris con su correspondiente bebé en el interior. El bebé tenía una cara amable y me gustó pasear a su lado unos instantes. Llegamos a un semáforo en rojo para los peatones, lo miré fijamente a la cara, e hizo una mueca similar a una sonrisa. Entonces no fui capaz de imaginar su muerte. Seguramente, jamás moriría.
Con esa feliz idea en la cabeza, me detuve en el escaparate de una tienda de ropa masculina que ya me era muy familiar. Me gustaba entrar a menudo para recrearme la vista con sus trabajadores con caras de maniquíes. Esta vez no llegué a hacerlo porque me despistó un desconocido que se detuvo junto a mi para murmurarme al oído; hola guapa. Sentí mucha repulsión y sin apenas mirarlo, tuve que huir.

Empezaba a cansarme de dar vueltas, de caminar y de mirar, cuando vislumbré un ser sumamente extraño, alguien a quien no podía dejar de clavar mis ojos. Un chico de pelo oscuro y rasgos exóticos. Me dejé llevar, lo seguí.
Al cabo de diez minutos pensé que iba siendo hora de abandonar la persecución porque empezaba a sentirme como una psicópata, o en su defecto, como una asesina en serie. Desde lejos advertí cómo se detenía frente a una casa vieja y sacaba de su bolsillo izquierdo unas llaves que suponía abrirían la cerradura de la gran puerta. Me quedé inmóvil en medio de la acera, él dio un giro a su cabeza y me miró. Sentí algo parecido al miedo pero continué allí plantada como una patata, hasta que se acercó y, sin decir nada, me entregó un papel de color azul con muchos dobleces.
Desapareció de mi vista, y quedé sin reaccionar hasta que un transeúnte tropezó conmigo y me tumbó. Escuché desde lejos un leve “perdón”. En el suelo, desplegué nerviosa el papelito que decía con grandes letras;

TU MORIRÁS DE
ABURRIMIENTO.

85. Diario de guerra
87. ¡Ah, voluntad