Hemos aprendido a convivir con la tecnología, la tenemos por todos los lados. Ha dejado de ser un instrumento de trabajo, o incluso de ocio, para integrarse en nuestra vida, un casi modo de vivir. Forma parte de nuestro día a día hasta el punto que extraños a los que nunca hemos visto la cara, ni conocemos, ni conoceremos, se convierten en personajes de nuestra comedia vital. Personas a las que a diario saludas, te interesas por sus cosas, te parece acompañarles en sus efímeras y virtuales alegrías y en las exageradísimas penas que la red tiende a desvirtuar. Una auténtica locura.
Sin embargo, de vez en cuando, frente a ese mundo artificial e irreal, la tecnología cobra sentido. Soplar las velas de una tarta que tintinea a más de 1300 kilómetros, risas y besos que cruzan el ciberespacio y aterrizan en un improvisado campamento entre las ruinas de lo que fue uno de los mayores Imperios de la historia de las civilizaciones para que una abuela y sus nietos, esos que duermen acunados por los temblores de una tierra que bosteza inmisericordemente, se vean, se estimen y se echen de menos.
Puede que la red nos haya traído la desnaturalización, el sinsentido de los sentimientos desbocados pero, a veces, sólo a veces, muy pocas, nos concede la gracia de las alegrías de lo cercano, lo querido, lo tangible y eso no tiene precio.
Felicidades mamá.
Anita Noire
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