El joven Ibn Arabi entrecierra sus ojos y, a modo de descanso, posa su mirada en ese Tigris enrojecido bajo un manto de crepúsculo. A su paso, Bagdad parece ovillarse, ennegrecerse paulatinamente, llenarse de noche y de estrellas y de una luna inevitablemente persa. Ibn Arabi ha desmontado y ha mordisqueado con fruición su cantimplora, procurando un sorbo de agua ya más caliente que tibio; también ha sacudido el polvo de su ropa, y ha tanteado por enésima vez el interior de su alforja, confirmando el manuscrito.
El manuscrito… su Turmajan… Quizá el Maestro, al que verá con ansias, quiera saber algo de él, tal vez le pida que lea, que recite, y entonces el joven, con su ilusión de poeta novel, tartamudeará unos versos de ese poema al que tantas noches de desvelo ha dedicado.
La vivienda donde lo esperan es humilde, lo son todas las casas de los sufíes. El anciano Maestro lo recibe con una suave sonrisa, e Ibn Arabi recorre el lugar con su vista: paredes blancas, desnudas, sólo eso encuentra en ese sitio despojado.
Conversan durante horas. El viejo gurú le pide que lea parte de su obra y el joven accede con emoción. El anciano lo premia tomándole las manos y diciéndole que siga su camino, que ya nada puede enseñarle. Ibn Arabi, conmovido, agradece una y otra vez poniéndose de pie y despidiéndose. Al llegar a la puerta, su curiosidad juvenil le hace preguntar:
-Maestro, disculpe, pero… ¿dónde están sus pertenencias?
El anciano lo mira y, sin vacilar, le replica: – ¿Y las suyas, dónde están?
El joven Ibn Arabi, tomando esa pregunta como obvia, le responde: -Yo estoy de paso.
A lo que el venerable maestro, sin perturbarse, contesta: -Yo también.
Una lección de peso, un texto limpio y una historia llena de matices. Enhorabuena :))
Muchas gracias
Si empieza este premio con un microtexto tan excelente, promete ser muy interesante.
Un gran maestro Ibn Arabi.
Enhorabuena.
Muchas Gracias Sr Enrique
Precioso texto que explica muy bien esa secuencia del encuentro entre maestros. Suerte
Muchas gracias, Hilda