II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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Bases del concurso, premios y jurado


15/2/2005

34. Noventa y ocho punto tres
33. El viejo cocinero
35. La pistola de Moravia
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Al tiempo que introducía la llave en la cerradura, Aurora trataba de recuperar el resuello perdido a lo largo de los ochenta y siete peldaños que constituían la escalera. Otra vez se volvía a trabar la maldita llave. Soltó las dos bolsas del súper que le cortaban los dedos y el bolso resbaló por su brazo. Se quedó mirando un instante la manzana que rodaba con poco ímpetu por el rellano.

Si no hubiera estado tan cansada, de buena gana le hubiese propinado un puntapié a la puerta. Lo cierto es que la frenó el cansancio y la certeza de que la vecina habría asomado la nariz a husmear. No tenía ganas de verla, no le apetecía que le recordara que había engordado y que como no pusiera remedio se convertiría en una vieja y amorfa solterona que pasaría el resto de su vida dando de comer a las palomas en el balcón, pues no podría salir a la calle y volver al quinto piso sin asfixiarse. En realidad, Patricia sólo le había preguntado un día si había cogido algún kilito, pero ella ya sabía lo que escondía aquella inocente pregunta. No la engañaba, menuda bruja estaba hecha.

Cuando consiguió abrir, recogió la mercancía del suelo y entró directamente en la cocina. Sin despojarse del abrigo comenzó a colocar el género en su sitio. La luz del frigorífico estaba apagada, funcionaba a su antojo. Meneó un poco la bombilla y ésta parpadeo tímidamente, pero continuó apagada. Cerró la puerta de la nevera de golpe.

En momentos como aquel era cuando lamentaba no tener un hombre en casa. Aunque esto no era del todo exacto. Desde hacía dos años, todos los días laborables a las once de la noche, recibía la visita de Carlos. Pero claro, no era plan que ella le pidiera que le cambiara los enchufes o le hiciera labores de bricolage.

Esbozó una ligera sonrisa al pensar en Carlos. Aurora apenas sonreía. No tenía motivos. Su vida era una mierda. Se pasaba ocho horas diarias encerrada en la caja de un supermercado en un centro comercial. Y siempre estaba sola. Todo el día rodeada de gente y todo el día sola. Los clientes eran amables. Intentaban darle palique mientras pasaba los productos por el scanner, que si cómo había subido todo con el euro, que si era una lata ir de compras con niños, que parecía que el tiempo comenzaba a templarse. Como si a ella le importara un bledo. De no ser por Carlos y los ratos que pasaba en su compañía no podría resistirlo.

El viejo reloj de péndulo del salón marcaba las nueve y media. Debía darse prisa en cenar y arreglarse para esperar la llegada de su amor.

No tenía muchas ganas de cocinar, así que se preparó en una bandeja un poco de jamón de York, un par de tajadas de pan integral y una manzana. Le vendría bien una cena ligera. En una ocasión, escuchó comentar a Carlos que le gustaban las mujeres delgadas, con formas, pero delgadas y ella estaba dispuesta a desembarazarse de los kilos que hiciesen falta con tal de satisfacer a aquel hombre.

Se sentó a comer delante del televisor. No le gustaba la tele. No sabía para qué la encendía, si se pasaba el rato saltando de un canal a otro y al final nunca se enteraba de nada. Mientras mordisqueaba la manzana distraídamente, el hombre del tiempo amenazaba con una nueva bajada de la temperatura. Apretó el botón y le hizo desaparecer. A Aurora le disgustaba el invierno. El frío y la lluvia la hacían sentir aún más triste.

Tras cenar, preparó unas lentejas para comer al día siguiente y limpió cuidadosamente todo lo que había ensuciado. Era una mujer muy pulcra.

Se le había echado el tiempo encima. Prescindiría del reconfortante baño y se daría una ducha rápida. Le gustaba esperar a Carlos acostada en la cama. Así aprovechaba mejor el poco tiempo del que disponían para estar juntos.

Se puso el pijama de raso rojo que se había comprado en las rebajas. Aunque desde siempre el raso le había parecido una fibra muy erótica, jamás se habría imaginado usándolo. Todavía no se explicaba de donde había sacado el valor para entrar en una tienda y pedir una prenda tan sexy. Claro que bien es verdad que desde que estaba enamorada, apenas se reconocía. Hacía cosas que jamás se imaginó capaz de hacer.

Encendió el transistor y se arrebujó bajo las sábanas. Este era el mejor momento. Mejor incluso que cuando Carlos llegaba. El saber que iba a aparecer, adivinar qué humor traería, ¿se habría resfriado?, ¿qué le contaría? Carlos casi había conseguido hacerla vivir a través de él. De sus experiencias, de las anécdotas que le contaba. Cada noche le abría un mundo nuevo de sensaciones.

Aún hoy se le ponían los pelos de punta al recordar cuando le conoció. Estaba tomándose una manzanilla y mientras descargaba su frustración apretando la bolsita de hierbas con la cucharilla una voz le dijo: “Hola, ¿estás sola?”. Pese a la gravedad del tono, la voz le sonó dulce. Y algo en ella le hizo sentir que no era una pregunta hecha por hacer, si no que a aquel hombre le preocupaba realmente que pudiera encontrarse sola. Desde aquel día, Carlos se convirtió en el eje de Aurora. Cada paso que daba, cada decisión que tomaba lo hacía pensando en él. A Aurora le cambió la perspectiva. No se puede decir que fuera feliz, pero sí que dejó de atormentarse. Ya no se preguntaba en qué momento dejó de sonar el teléfono, ni le amargaba que ningún hombre clavara los ojos en su escote o que el encargado del supermercado viviera para fastidiarla. Total, al volver a casa, ella tenía a Carlos y eso era algo que nadie podría cambiar.

Por supuesto, no todo había sido un camino de rosas en su relación. Ella no era tonta, y enseguida sospechó que debía estar casado. Él nunca lo dijo y ella no preguntó, pero los horarios, las ausencias los fines de semana, en definitiva, que no había que ser un lince para adivinarlo. A veces trataba de engañarse a sí misma, echaba la culpa al trabajo, o le imaginaba cuidando de unos padres ancianitos. Pero un día la sospecha se hizo evidente. Descubrió una foto de Carlos con su familia y creyó morir. No era lo mismo imaginarlo que verlo. Allí había otra mujer y dos criaturas rubias. Y su Carlos en el medio. Por primera vez le llamó al trabajo. No para reprocharle nada, a fin de cuentas, ¿quién era ella? Pero sí que le hizo partícipe del dolor que sentía. Le describió el color negro de la desilusión, el gris de su mísera existencia, el rojo del anhelo por desaparecer. Lloró al teléfono, se desesperó y él escuchó pacientemente toda su perorata hasta que ya no tuvo más que decir. Y Carlos aquel día estuvo magnífico, la consoló, lamió sus heridas y fue capaz de convencerla de que sí que había alguien en el mundo a quien importaba y que aquel alguien era él. Y que por eso nunca iba a dejarla sola. Y siguieron juntos. Aunque a Aurora no le hacía ni pizca de gracia tener claro conocimiento de la situación, llevaba esa carga como buenamente podía. ¿Qué culpa tenía ella de haberse enamorado? A veces se sentía sucia. Otras, víctima. Otras, lo más parecido a una persona que se asoma a la felicidad.

Unos pitidos anunciaron las once de la noche en la radio. Ya llegó el momento. Aurora suspiró profundamente, tratando de frenar su corazón.

-Buenas noches, queridos oyentes. Hola, sí, te lo digo a ti, que esperabas mi llegada…
-Hola, mi amor- respondió Aurora en un susurro.
-… ha sido una oferta que no he podido rechazar, por este motivo, a partir de mañana, Clara Serrano me sustituirá al frente del programa. Los números de teléfono a los que podéis llamar, seguirán siendo los mismos…

¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando? La cabeza de Aurora daba vueltas, no podía ser. Carlos no podía dejarla así. Seguía hablando, pero ella ya no escuchaba. Por segunda vez, llamó a la emisora. No sabía lo que iba a decir, pero tenía que hablar con él. Tenía que convencerle para que no la abandonara. Cuando escuchó a Carlos darle paso, casi le dio algo. ¡Qué bien sonaba su nombre pronunciado por él!

-¡No te puedes ir, no me puedes dejar así, después de dos años! ¡Te amo! ¿No lo entiendes? Si me dejas, te mato, te lo juro. O no. Me mato yo. Me lo prometiste, me dijiste que no me abandonarías- Las palabras salían a borbotones por la boca de Aurora.

Por más que Carlos intentaba tranquilizarla para que se explicase, no hubo forma. Ella estaba fuera de sí. El no entendía nada. Cortaron la llamada y no la dejaron volver a hablar con él.

Sabiéndose perdida, Aurora sacó la revista del cajón de la mesita. Ahí estaba Carlos. Un titular decía que el locutor pasaría unos días en Sevilla con su familia. Y ahí estaba ella. Era alta, guapa y sonreía desafiante a Aurora. Como si ya entonces, esa mujer supiera que había ganado. ¿Ganado? No, bonita. Carlos todavía estaba allí. Aurora le oía dar un consejo a un tipo al que su mujer iba a abandonar porque se gastaba todo el dinero en las máquinas. Y por primera vez en su vida, Aurora decidió dejar de lamentarse y tomar las riendas.

Se echó un abrigo encima de su recién estrenado pijama y llamó un taxi. Hacía frío, pero la cabeza le ardía, tenía los sesos a punto de ebullición. Tres cuartos de hora después, Carlos salió acompañado de un joven desgarbado.

-¡Carlos, Carlos! Tenemos que hablar, no puedes irte así.

Los dos hombres se volvieron y contemplaron a aquella mujer que se aproximaba chillando.

-¿Quién es?
-Ni puta idea… No la he visto en mi vida- respondió el locutor.
-Mi amor, no puedes hacerme esto. Me prometiste que no me abandonarías nunca, dijiste que yo te importaba de verdad…
-Pues ella parece conocerte muy bien- le susurró el joven con sorna.
-Disculpe señora, pero yo no la conozco de nada.
-¿Cómo que no? ¿Ya no recuerdas la noche que toqué fondo? Estuvimos hablando y me convenciste de que siguiera luchando, sólo por ti sigo adelante y por todas las promesas que me hacías… ¡Y ahora me dices que vas a desaparecer, así, y te quedas tan pancho! ¡Eres un cabrón!
-Señora, suélteme que la tenemos. No sé de qué me habla, lo mejor es que se vaya a su casa, y así de paso, me voy yo a la mía, que es muy tarde y no estoy para que me toquen las narices.

Aurora perdió los nervios, trató de sujetar a Carlos, de retenerle a su lado, le chillaba, le reclamaba a voces lo que consideraba suyo y lo único que consiguió fue que éste le propinara un empujón y la dejara llorando en el suelo, bajo la mirada burlona de su amigo.

Esa madrugada, el cuerpo sin vida de una mujer ocasionó un importante embotellamiento en la M-30, bajo el puente de la calle Camino de los Vinateros.

33. El viejo cocinero
35. La pistola de Moravia