Sardes, transcurre el año 498 a.C. Tras el reinado del rey Ciro, fundador del Imperio y su conquista de Asia Menor, Darío le sucede en el trono. Muy cercanas se encuentran las Revueltas Jónicas.
Aristágoras, tirano de Mileto, cegado por su cólera con el pueblo persa, inicia una rebelión y ordena la invasión de la capital de Lidia, al frente de contingentes griegos, atenienses y eretrios. Las tropas griegas desembarcan en Éfeso movilizándose rápidamente hasta nuestras tierras atravesando Jonia desde el sudoeste.
Campesinos y comerciantes dan por terminada su jornada coincidiendo con un magnífico ocaso que comienza a invadir el horizonte, una espléndida gama de gradientes de color florece a la caída del astro. Tonos rojos, anaranjados y amarillos se entremezclan con el infinito azul cielo y las estrellas comienzan a centellear. En las calles, colapsadas de público, se discute y puja con los mercaderes. Todo tipo de cerámicas elaboradas dentro y fuera de nuestras fronteras, los mejores metales para forjar nuestras armas, fruta exótica, exquisita carne y pescado fresco de las orillas de Jonia, pieles, cantidades ingentes de oro y joyas para nuestras mujeres, e incluso materiales de construcción y agrícola avanzados.
Diversa variedad de culturas y razas se podía encontrar cualquier día en el centro de la ciudad. Debido a ello, Sardes resulta de gran atractivo para las demás regiones colindantes.
Tranquilo y sin desviarme de mi camino atravieso los callejones. Dejando atrás la majestuosidad de la ciudadela, llego a casa, la cual se encuentra en la parte más alta del poblado.
– ¡Mujer! ¡Ya estoy en casa! –exclamé con una amplia sonrisa-
Se encontraba cocinando y el calor del fuego le sonrojaba las mejillas a la vez que iluminaba sus preciosos cabellos. Sin articular palabra se volvió hasta mí, y sin soltar el utensilio con el que preparaba la cena, hundió su mirada en mis ojos, sonrió levemente y nos besamos. Durante la comida dialogamos sobre la jornada cuando, de repente, alguien golpeó fortuitamente la puerta haciendo que ambos nos sobresaltásemos.
-¡Qué queréis! –dije extrañado-. Me incorporé y caminé hasta la puerta. Shabda se puso en pié sin apartar la mirada de la entrada. Tres nuevos y estruendosos golpes se escucharon en el silencio de la noche. – Soy yo hermano ¡Abrid! –habló una voz profunda y firme-. Rápidamente reconocí la voz de Rashid, mi buen amigo y compañero de cuartel.
Abrí la puerta y allí estaba, acalorado, con la respiración acelerada y perfectamente equipado para la batalla.-¡Vístete! ¡Rápido! ¡Atacan la ciudad!. Paralizado por el desconcierto de su voz, permanecí unos instantes inmóvil hasta que reaccioné.
Tan aprisa como fue posible me dispuse a localizar mis atuendos, sin poder evitar encontrarme con la penetrante mirada de Shabda aún en pié, sostenía una vasija de arcilla que resbaló entre sus manos, partiéndose en mil pedazos al conocer la noticia. Tomé un instante para acercarme hasta ella y tranquilizarla, apretando fuertemente sus manos con las mías, pero ninguno de los dos nos hablamos. Con sus ojos llenos de lágrimas me indicaba que fuera cauto. – Dirígete a la Acrópolis y ocúltate allí, es un lugar seguro. –Le dije sin saber si la volvería a ver-. Recogí mi equipo, la cimitarra de mi difunto padre, forjada con empuñadura en oro persa y la hoja curvada, con el mejor de los metales desde Sardes hasta Susa. Llevaba una inscripción que decía así:
Auramazda vazraka hya mathista baganam (1)
Partimos a toda prisa, apenas podía seguir a Rashid, le pregunté los detalles y hacia dónde nos dirigíamos. Los callejones con pronunciada pendiente aceleraban aún más nuestra carrera y el silencio de la noche se rompía con tremendo alboroto de gentes.
– La señal de aviso del monte Tmolos ha sido prendida. –Dijo Rashid.-
– ¡Invasores! –exclamé-.
– Sí, griegos y jonios se aproximan rápidamente desde el sudoeste.-detalló mi amigo-.
– ¿Cuántos? –esperando oír una leve cifra-.
– Algunos dicen que han visto desembarcar a orillas de Éfeso entre veinte y veinticinco navíos.
Un escalofrío recorrió mi frente a la vez que intentaba crecerme de valor. A doscientos pasos del portón principal de la muralla nos detuvimos. Era una imagen desconcertante, sobre nosotros el cielo colmado de estrellas, una luna llena proyectaba iluminación semi diurna. Los destellantes reflejos de armaduras, escudos y cimitarras eran el presagio de la cruenta batalla que estaba por llegar. Pude calcular unos cuatro mil hombres y unos trescientos arqueros sobre las murallas. A voz de mando nos dividieron en dos batallones de dos mil hombres cada uno ordenadamente distribuidos. No cesaban de llegar soldados y nos ordenaron corregir la alineación nuevamente. La infantería de cada pelotón la componían trescientos lanceros contra caballería que destacaban en primera línea, les seguían quinientos arqueros y por último mil doscientos soldados, cuatrocientos de ellos a caballo en penúltima línea. Me situé tras la caballería, mi corazón aumentaba de pulsaciones al escuchar el relinche y los cascotazos de los animales inquietos por entrar en combate.
Ya organizados, el jefe de mando puso a la tropa al corriente de la situación confirmando la información de mi buen amigo. Preparados, ordenaron abrir el portón de la ciudad el cual medía unos seis hombres de alto y cinco de ancho. Dos gruesos travesaños de madera robusta la fortificaban. Fueron necesarios cuatro hombres para liberarlas y comenzamos a salir al exterior ordenadamente. Nuestro general dio la orden de permanecer parte de la infantería en el interior de la ciudad, defendiendo la entrada principal. Por mi situación en filas formé parte de aquellos con tal misión. A los flancos de la ciudad, en el exterior amurallado, se movilizó la caballería, sigilosamente, ocultos y en silencio esperábamos la llegada de tropas griegas. Apenas dio lugar a la respuesta de nuestro ejército ante la inminente llegada del enemigo. Me encontraba muy cerca del portón nuevamente asegurado. Apreciábamos los sonidos y el alboroto de la tropa en el exterior, y nos impacientaba aún más por el desconocimiento de lo que estaba sucediendo. Me detuve en observar el grandioso portón y hallé, al filo con que unía la muralla, un diminuto orificio posiblemente de alguna esquirla desprendida. Acercándome pude apreciar a nuestros compañeros en perfecta alineación a la espera de entrar en combate. Una orden de mando mandó callar a la tropa haciéndose el silencio. Estremecido, sentí un escalofrío que me recorrió la espalda. Todos nos quedamos paralizados, agudizando mis sentidos a través de la diminuta abertura sin conseguir detectar qué ocurría, hasta que una voz dijo:
– ¡Allí! –exclamaron voces sobre nosotros de manera simultánea-.
Algunos arqueros situados encima de las murallas habían sido los primeros en localizar a las tropas enemigas.
– Están a unos tres mil pasos –informó uno de ellos al comandante.
– ¡Arqueros…Preparados! –ordenó éste.
Mecánicamente y de manera ágil armaron sus arcos esperando la orden definitiva. Avistado el enemigo, se encontraban detenidos a mil pasos. La luna reflejaba sus escudos y armaduras pesadas. Ambos ejércitos se encontraban uno frente al otro. Pude distinguir jonios en primera línea seguidos de caballería ateniense y la infantería. Uno de sus comandantes sacó su espada y ordenó a los arqueros que se prepararan. Nuestros hombres tomaron sus escudos para detener la inminente ofensiva. Tras cientos de silbidos, la primera oleada de flechas enemigas impactó sobre nosotros. A pesar de encontrarnos en posición defensiva ví derrumbarse a varios de nuestros hombres. Inmediatamente devolvimos el ataque de la misma forma, con multitud de flechas que rasgaban los cielos en la búsqueda de algún desdichado. Los griegos apenas esperaron a nuestra oleada y continuaban avanzando hacia nosotros, sin detenerse.
Cubiertos con sus escudos intentaron detener nuestro ataque, aún así logramos causar diversas bajas. Apenas distanciaban de ambos ejércitos seiscientos pasos cuando la caballería cargó contra nosotros. Lanceros tomaron las primeras posiciones listos para frenar el avance. El suelo parecía temblar bajo nosotros.
Firmes e impasibles alzaron sus lanzas y numerosos jinetes cayeron de sus monturas, una voz contundente y encolerizada gritó – ¡Por Ahuramazda! y ambos ejércitos se sumieron en la batalla entre gritos de ira.
El sonido del choque de las espadas contra los escudos retumbaba en mis oídos, algunos yelmos salían despedidos durante la lucha cuerpo a cuerpo, hojas afiladas de un brillo fulgurante se tornaban rojizas, invadiéndonos de cólera con cada muerte. Encima de mí observaba a los arqueros sin que éstos cesaran de disparar sobre cuellos griegos y jonios.
Menores en número, el ataque persa fue más veloz y ligero que el griego, reestructurándonos continuamente acorde a las bajas.
Sabíamos que la victoria radicaba en una óptima estrategia, puesto que nos superaban en número. Tras un tiempo indeterminable y absorto por el acontecimiento, perdíamos efectivos y el avance hasta la muralla no se detendría. La caballería oculta a ambos flancos de la ciudad realizó un ataque masivo para contener la ofensiva, sin embargo, a pesar del desconcierto que provocamos al enemigo, éste continuó su invasión. Armados con flechas incendiarias dispararon contra el portón principal, el cual no tardó demasiado tiempo en ser derribado, logrando así entrar en la ciudad. Retrocedí abandonando la pequeña ventana para alinearme de nuevo con el grupo, ansioso por entrar en combate. Ahora dependía de nosotros defender la ciudadela. Como un animal encolerizado cientos de hombres nos asaltaron, intentando distinguir enemigos y aliados mantuve mi posición tratando de esquivar los golpes. Ante mí, un soldado ateniense. Con su excelente armadura pocos puntos vulnerables pude distinguir, sin dudar alcé mi cimitarra y la hundí entre el hombro y su cuello, sin que apenas dispusiera de tiempo para defenderse, cayendo así fulminado. Alguien se encontraba a mi espalda e instantáneamente me giré exaltado, y con voz tranquilizadora, me dijo :
-Soy yo amigo mío.-Dijo Rashid- Alegrándome por verle de nuevo e ileso.
Apreté la empuñadura de mi espada enzarzándonos de nuevo en la batalla, sin cesar de abatir al enemigo.
Rápidamente necesitamos retroceder pues eran grandes en número, y aunque provocábamos más bajas que ellos, el continuo avance era incontenible. Pronto continuamos la lucha en la entrada de la ciudad y allí permanecimos un largo periodo de tiempo. Logramos hacernos fuertes ocupando la Acrópolis, ofreciendo así mayor resistencia. La cruenta batalla se llevó a cabo en múltiples zonas de la ciudad, y algunos divisamos que un soldado ateniense alzaba una antorcha que llevaba consigo, prendiendo una de las casas más alejada de donde nos encontrábamos.
Propagándose rápidamente por los barrios periféricos, debido a la proximidad de las construcciones y el material altamente inflamable de los techos fabricado con rastrojos, cañas y paja. Instantes después la claridad de la luna se mezcló con los reflejos provocados por el fuego, desencadenando la destrucción total del poblado. Todos se afanaban en detener el ataque griego, lo que provocó que la ciudad quedara gravemente dañada por el incendio. Civiles aún ocultos en los poblados y con armas improvisadas, corrieron sin demora hacia la parte más alejada de donde se inició el incendio, creando una masificación incontrolada de gentes que junto con los refuerzos enviados por Artáfrenes, nos salvó de la toma de la ciudad y posiblemente de una muerte segura.
Los griegos desistieron el ataque ordenando la retirada de sus tropas. Largo tiempo nos ocupó subsanar los daños causados y preparar la contraofensiva en la ciudad de Éfeso, lugar en el que nuestro Imperio se proclamaría victorioso.
(1) El gran Ahuramazda, el más grande de los dioses.