El gato la seguía a todas partes. Desde que recordaba lo llevaba pegado a las faldas
y, aunque es posible que estuviera equivocada, tenía la impresión de que cada mañana, cuando se iba a la escuela, el gato se quedaba en la ventana, mirándola partir en la misma posición que lo encontraría a la vuelta, como si no se hubiera movido, como si fuera el único adorno de aquella casa sin cristales, sin baldosas en el suelo, sin azulejos en la cocina, sin baño…
“Si al menos hablara –pensaba Eva–, si en vez de mirar y mirar me contara lo que piensa”.
Ella sí que lo hacía: le hablaba y le contaba todo lo que no podía contar a los primos o los hermanos, menos aún a la tía.
“¿Sabes –le decía–, ya no aguanto más, me voy a dejar la escuela y me voy a buscar un trabajo como la Juanita. Cuando tengamos harta plata nos volvemos a la casa. Nosotros no necesitamos que nadie nos mande… para pasar hambre nos bastamos”.
El gato la miraba fijamente y Eva estaba segura de que la entendía, de que no necesitaba darle mayores explicaciones para que supiera por qué lo decía, aunque él no pudiera tener memoria del tiempo de antes, de cuando mamá vivía y estaban todos en la casa de Venustiano Carranza; no es que entonces fueran más ricos, pero todo era diferente. Cuando se levantaba tenían preparadas los bolillos y las humeantes tortitas de maíz; ayudaba a mamá a lavar la cara de los hermanos pequeños y bajaban todos juntos, andando por la carretera hasta Comitán, para ir a la escuela. A la vuelta, si mamá no estaba porque tenía trabajo en las casas de los ricos de San Cristóbal, encontraban el almuerzo preparado, el arroz y los fríjoles hervidos, los patacones tostaditos y jugo de chabacano para la sobremesa, así que por la tarde podían jugar con los otros pelaítos del pueblo y parecía que el mundo no iba a cambiar más que en lo de que cada dos años llegaba un nuevo hermanito y eran ya seis cuando mamá murió.
El Gato ya estaba con ellos. ¿Podría acordarse de mamá y de los niños de la cuadra y de la casa grande que aunque también carecía de baldosas y de cristales, sí tenía el retrete dentro y no había que salir a la calle cada vez que uno lo necesitaba?… No, seguramente no podía acordarse, por eso la miraba con la misma cara inexpresiva que si le contara cualquier otra historia. El gato no reía ni lloraba, el gato sólo la miraba y la seguía a todas partes, pegado a su falda desde que la tía los llamaba bien temprano, a ella y a sus hermanos, para que se levantaran antes que los primos y fueran a por agua a la bomba y lavaran la loza de la noche y preparan los bolillos para el desayuno y arreglaran sus catres… sólo entonces despertaban a los otros para que comiesen mientras ellos les hacían las camas, barrían el suelo de tierra y esperaban que sobrase algo para desayunar, antes de partir todos juntos hacia el colegio.
“Ya no aguanto más”, se quejaba al gato cuando creía que nadie la oía. “La Juanita se dejó la escuela el año pasado y ahora trabaja en la tlapalería de don Leandro. Gana harta plata y siempre anda comiendo helados; se pinta y se compra ropa, va al cine…”
Lo que Eva no supo hasta mucho después, hasta que, gracias a la amiga entró a trabajar como limpiadora del almacén, es lo que la niña tenía que hacerle a don Leandro en la trastienda, entre las cajas de los televisores y las lavadoras rotas. Nunca se lo contó ni nunca hubiera querido saberlo, nunca hablaron de eso ni aún cuando, gracias a ella, le dejaron entrar a barrer y lo supo como todos lo sabían.
“Me salvé –le explicaba al gato–, porque soy india; si fuera blanca podría estar de dependienta y no sólo barriendo; ganaría más, pero tendría que hacérselo.”
Quizás él la entendiera. De todos modos a nadie más se lo podía contar. Con lo que ganaba en el almacén nada había podido cambiar: ni volver a Venustiano Carranza, ni llevarse a sus hermanos de donde la tía, ni comprarse las ropas o los zapatos que hubiera querido… Apenas algo para los cinco niños, algún capricho que compraba el mismo día de cobro porque los pesos desaparecían rápidamente y siempre parecían estarle debiendo a la tía la comida que les daba y el catre donde les dejaba dormir.
Cuando se quedaron huérfanos y la tía se los llevó con ella para alquilar la casa. “Por lo menos que saquemos lo que os coméis”, le decía; Eva se dormía imaginando que mamá volvía de pronto, que regresaba del mismo modo que acudía muchas noches, cuando regresaba de trabajar en San Cristóbal y sus hermanos ya dormían. Tanto lo imaginaba que a veces llegó a temer que ella llegara a la antigua casa y se asustara al no encontrarlos… Así, en cuanto empezó a limpiar en la tlapalería, y pudo tener unos pesos en la mano, se tomó el camión a Comitán y luego se llegó andando hasta Venustiano Carranza y se acercó a la casa lo más que pudo, con el corazón palpitante y la esperanza de verla trajinar… Sólo cuando iba a caer la noche se dio cuenta de que llovía. Estaba empapada y tenía el tiempo junto para alcanzar a coger el último camión que regresaba para San Cristóbal… Al volverse, lo vio a sus espaldas, mirándola tan fijamente como siempre, y nunca pudo saber como había llegado hasta allí, si la había seguido o si no era aquella la primera vez que también él iba a buscar a mamá.
“Ya no aguanto más”, insistía pasado mucho tiempo, mirando al gato que, pese a los años, continuaba pegado a sus faldas, mirándola fijamente como si de un momento a otro se fuera a echar a hablar. “Me voy a ir a Miami con la Juanita y su novio”.
La Juanita ya no estaba en el almacén. Se había quedado preñada el año anterior y había parido un pelaíto igualito a don Leandro; pero andaba siempre con un negro al que le decían el Rubio y que se pasaba los días haciendo planes para emigrar a los Estados Unidos…
Y el gato parecía entenderla, como si pudiera saber que no todo es San Cristóbal y que más allá de la Sierra Madre, más allá de Chiapas se extiende México hasta el río Grande y al otro lado está el paraíso para quienes son capaces de cruzarlo… o acaso fuera que el gato no se creía que hubiera de llegar el día que llegó, la lluviosa madrugada en la que Eva se levantó más temprano que de costumbre, recogió todas sus ropas en un hato y esperó, mientras todos dormían, a que llegara una camioneta con la Juanita y el Rubio. Antes de salir, besó uno a uno a sus cinco hermanos y entonces el gato habló por primera vez en la vida:
— Adiós, Eva–, le dijo con la cara llena de lágrimas…
Quién sabe si algún otro de los cuatro lo escuchó.