SOBERBIO MAR AZUL. Lo indago a diario como quien busca en un espejo las cicatrices del tiempo. Rostro viejo surcado de ondas jóvenes, nunca cede al cansancio, se mueve perezoso ahora y mañana salta ágil como las cabras que suben abruptas laderas. Siempre me sobrevuelan sus aves mientras deambulo por la orilla, rompiendo las olas o escarbando en mis propias huellas en busca de los crustáceos que me alimentan. Nunca deja de sorprenderme su vitalidad de criatura ingenua.
Es generoso cuando me entrega naufragios a los que devorar. Ayer perseguí mar adentro una formación de delfines avanzando sobre la superficie rizada. Me gusta zambullirme junto a ellos en las corrientes de agua fresca; son más rápidos que yo y se me escaparon como culebras entre las piernas. Los perdí en la profundidad, allá donde los corales enarbolan sus colores y mis pulmones estallan. El delfín es el animal más inteligente de estas islas, juega conmigo hasta el agotamiento y no se deja atrapar. Es ágil como un felino y huye en busca de la seguridad de los fondos cuando otea el peligro.
Por las tardes, cansado de mirar y esperar sin objeto, asciendo por los acantilados y veo cómo el azul se desbarata en espumarajos efervescentes, cómo las rocas desguazan el mar en jirones de seda blanca. Y entonces descubro los peces rojos y los moluscos azules que quedan atrapados entre los roquedales, y desciendo para atraparlos con facilidad. Al final, por unas horas, calman mi apetito.
Un día descubrí sobre el horizonte un revuelo de cormoranes y gaviotas que parecían hilar círculos sobre el mar. El ojo de Zeus me impedía ver con nitidez si existía algo que perturbara la uniformidad del mar azul. Volví a sentarme y esperé como vengo haciendo desde hace siglos, desde que soy el guardián de las horas y del motor que atiza las mareas de los siete océanos. El viento fue mi aliado invisible y la playa fue atrayendo como un imán las naves que parecían navegar a la deriva. Me oculté tras las rocas, y pocas horas después tres embarcaciones fondearon en la bahía. Las aves marinas persistían en su labor geométrica, y desde los aires se lanzaban en picado para atrapar los desechos que arrojaban los marineros por la borda.
Al final llegaron a la playa y desembarcaron armas y vituallas. Yo los seguía observando, oculto tras los promontorios de la orilla. Otras muchas invasiones ocurrieron en el pasado, pero nadie supo de ellas porque ninguno salió de aquí con vida. La prohibición es, desde el fondo de los siglos, absoluta. Los dioses quisieron que las rutas que conducen a los límites de mis islas permanecieran ocultas a la cartografía de las estrellas y al horizonte de los navegantes. Yo soy el único habitante de estas islas y señor de mi soledad. Sólo el azar, el gran artífice, trasgrede cada decena de años las leyes escritas y envía navegantes hasta mis playas.
Los invasores se organizaron y, tras montar un campamento, se lanzaron a explorar el interior. Parecen más aguerridos y afortunados que los anteriores, pero aún así les tengo reservado el mismo fin. A mí me gusta apostar, y el juego de la vida será mi próxima prueba. Lo aprendí de los grandes felinos. La sutileza y el fino humor con que juegan con sus víctimas ha sido hasta ahora el único divertimento que me ha sacado del tedio de los siglos.
Han pasado los días. Me encanta hacerles creer que ven cosas que en realidad no existen, así persiguen pistas falsas. Les tiendo trampas, como por ejemplo ayer, que oculto tras la espesura abrí la boca. Creyeron que era una oscura caverna y por ella se adentraron. Lástima de ellos, no quedó ni uno. En otra ocasión, tras ver cómo ascendían por mis brazos como si fueran troncos de palmera, al final, al llegar a la copa, los atrapé con mis manos y los tragué como racimos de dátiles. Hace semanas asomé mi único ojo sobre la gran cima nevada y pensaron que se trataba de un viejo astro caído de las estrellas. De nuevo se pusieron a la tarea de subir las escarpadas pendientes con grave peligro para sus vidas. Cuando estaban cerca de la cima soplé con gran fuerza y cayeron arrastrados por el gran vendaval. Fue fácil recoger sus descoyuntados cuerpos y comérmelos.
Van quedando menos, pero no por ello su valor ha menguado. Sería fácil pasar sobre ellos y aplastarlos como suelo hacer con las aves marinas, pero es mejor seguir jugando. Hoy han caído otros tantos en mi celada. Me acosté sobre el desierto de las tierras de interior y mi cuerpo se confundía con las suaves dunas. De camino a las frescas fuentes de los oasis comenzaron a subir por mis piernas y cuando los tuve al alcance de mi lengua los lamí como hace el tigre con su suave pelaje. Devoré por lo menos una docena, pero los que aún quedan vivos no parecen dispuestos a caer en el desánimo. Por la noche, tras hacerles los honores a los héroes desaparecidos, los restantes siguieron haciendo planes en la orilla al calor de las lumbres. No logré descifrar lo que preparaban porque no comprendía su extraño lenguaje de navegantes. Me senté a descansar. Las constelaciones estaban al alcance de mis manos de tan cercanas y brillantes como aparecían.
Van pasando los días y el ir aniquilando a los visitantes ya no me estimula. Me aburro y por ello me fui a nadar con las sirenas, y buceé por las profundidades sorteando los pecios que han ido hundiéndose entre tormentas y rocas despeñadas. Y me encerré en los sótanos de mi palacio y comencé a jugar con los mecanismos del tiempo. Lo aceleraba y retardaba a placer, y veía cómo las estaciones pasaban delante de mí con la misma velocidad con la que corre el viento. Los árboles se vestían y desnudaban de hojas varias veces por semana, los prados reverdecían y amarronaban en horas, las fuentes de los ríos se secaban con prontitud y las cimas se cubrían de nieve en el curso de minutos. Las generaciones de seres vivientes se continuaban unas a otras sin llegar a degustar el placer de sentirse vivos. Principio y fin se unían en un solo gesto. Tal era la velocidad de los días. Tal la magnitud de mi poder.
Estuve meses deambulando por los límites de mi reino, poniendo en orden cualquier acontecimiento que perturbara la regularidad de mi mandato. Pero una mañana divisé allá, en lo alto de las Montañas Blancas, allí donde los lagos se convierten en glaciares cuando el frío azota las cumbres, el revuelo de los grandes buitres que acechaban para devorar la carroña. Me sentí tentado de descubrir lo que ocurría y, llevado por mi curiosidad, comencé a subir. Estuve escalando durante horas, dificultado por la escarpadura de los peñascos y lo profundo de los acantilados, y, cuando faltaba poco para llegar a la cima, los visitantes aún vivos comenzaron a lanzar voces como queriendo reclamar mi atención. Pobres ingenuos, pensé. Parecían cervatillos juguetones animados por no se sabe qué intenciones. Me hicieron sonreír y seguí escalando dispuesto a terminar con sus vidas. Ya me estaba cansando tanta osadía.
Cuando estaba cerca de ellos escuché un enorme estruendo, una explosión como cuando el señor de los volcanes se indigesta y comienza a vomitar lenguas de lava. Instantes después, un terrible bramido equivalente al de cien legiones de toros en desbandada se apoderó de la atmósfera. Todo temblaba, grandes rocas se desprendían como tras un seísmo y dificultaban mi ascensión. Cuando alcé la mirada hacia la cumbre, una nube de un humo acre escoció mi único ojo; tras ella, un mar de agua helada se precipitaba laderas abajo, con tal vigor que se llevaba por delante peñascos gigantescos y árboles centenarios que volaban por los aires como aterradoras lanzas. Traté de sujetarme a las rocas con todas las fuerzas con que los dioses me habían dotado. Pero todo fue inútil, la fuerza desencadenada era invencible. Rodé como una piedra montaña abajo y me precipité al vacío. Al chocar contra los nichos de roca de los torrentes, noté cómo mis huesos se hacían astillas y las aguas se teñían del color de las uvas en el otoño. Fui sepultado por cantidades ingentes de agua, hielo y piedras, y un enorme tronco de cedro que silbaba como una jabalina se clavó en mi frente. Al instante, las tinieblas se apoderaron de mí, del mismo modo en que a veces la luna cubre al sol y el día se hace noche. Un torrente de sangre viva brotó de mi herida, y, agonizante, escuché voces que se acercaban a comprobar mi estado. Una de ellas sobresalía entre las demás, y daba órdenes de terminar de aniquilarme sin piedad. Clamaban venganza por los compañeros desaparecidos. Con cien artilugios atravesaban mi piel y con fiereza me acribillaban. A él me dirigí, pues había sido el autor del fin de mis días. Yo ya no sería más el dueño de las mareas ni el amo del tiempo. Otro, siguiendo el designio de los dioses, ocuparía mi lugar en esa tarea.
–¿Quién eres tú que llegaste a estas islas ignoradas?–alcanzó a preguntar el cíclope–. ¿Quién eres tú que has tenido el valor y el ingenio de acabar con mi vida y a quien los dioses harán nuevo señor de estos mares?
–Soy Nadie y navegaba con los Argonautas –contestó el otro–. Veníamos de destruir Troya y hacia Ítaca nos dirigíamos.