Tiene cinco años y está empezando a leer. Le maravilla descifrar los códigos que aparecen ante él, impresos en caracteres grandes que hace nada eran misterios insondables. Coge el libro de los dinosaurios y selecciona con un índice pequeño y seguro la palabra o la frase que quiere leer, la sigue un momento con el dedo y con la mirada, empieza a unir las letras de dos en dos, haciendo a veces una sílaba coherente y otras un sonido algo extraño; si se da cuenta de que eso no le dice nada, vuelve a empezar la lectura.
Es todo concentración y empeño, lee en voz alta y si tiene alguna dificultad alza más la voz, como si eso le ayudara a entender el mensaje cifrado. Algunas veces se pone triste porque hay alguna palabra a la que no consigue llegar; otras veces se enfada con las letras, o consigo mismo. Pero cuando lee algo bien, me mira con ojos como platos que desbordan alegría y satisfacción. Se mueve por los renglones entre el asombro y la felicidad absoluta: es difícil ver una expresión tan auténtica de felicidad, una mirada tan brillante y al mismo tiempo tan asombrada por la maravilla recién descubierta de comunicarse con el libro.
María
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