Aquel día mi marido y mi hijo se fueron a la cárcel. No como presos, porque en ese supuesto yo hubiera organizado el día mejor, sino invitados por un alto funcionario. Cuando hablamos sobre dónde yo pensaba dejarlos, resultó que no querían presentarse en el trullo de pie como familiares de cualquier recluso, y por no discutir les cedí mi coche.
Me bajé en un cruce cerca del local en el que más tarde nos íbamos a reunir para comer. Sin embargo cuando me acerqué, me di cuenta de que el restaurante estaba cerrado, de modo que me tocaría esperar en el patio hasta que me recogieran. Encontré un banco revestido de azulejos rotos y excrementos de pájaros bajo un enorme ficus cuyos hojas brillantes espiaban mis movimientos, y me acomodé como pude para pintar. En mis oídos, Paco de Lucía acariciaba su guitarra; tenía calor, una botella de agua, mi mp3, bloc y acuarelas y mucho tiempo.
Al rato una furgoneta blanca reventó la composición de la escena. Apareció arrastrando una nube de polvo y se acercó con lentitud al segundo banco de azulejos azules junto a un poste oxidado. Un hombre calvo se bajó llevando en brazos un perro, lo depositó en el banco y se fue a sacar algo del coche. Regresó con una botella de agua llena de suciedad, vertió un poco de líquido turbio en un plato de plástico y se lo aproximó al chucho. Luego cerró la furgoneta y se fue cojeando en dirección a una casa junto a la carretera.
El perro miró el plato con infinito asco, levantó la cabeza y dijo:
—¿No tendría agua limpia, señora, por casualidad?
Entre los desperdicios que el viento había acumulado junto al árbol, encontré una fuentecilla, la limpié con mi trapo de pintar y le puse agua de mi propia botella. La bebió emitiendo pequeños gruñidos de satisfacción y me dio las gracias. Después escogió un lugar a la sombra y se tumbó cerrando los ojos.
Volví a mi apunte y añadí un perro blanco con manchas marrones que dormía la siesta. Me hubiera gustado enseñárselo, pero parecía estar descansando y no quise molestarlo. Poco después regresó su dueño con la barbilla manchada de aceite y la camiseta llena de chorreones de vino. Se sentó junto al perro y se quitó sus pesadas botas, una mucho más grande que la otra. Sin mirarme se acostó en el banco azul y se durmió.
Intenté ignorarlos y terminar la pintura, pero me sentí como una intrusa en alcoba ajena. Y cuando quise resaltar las sombras, estropeé la acuarela. Fastidiada recogí mis bártulos y me fui hacia la carretera. A mi espalda roncaban dueño y perro. El viento había virado las hojas del ficus que seguían observándome.
Finalmente llegaron los míos. Cogí el volante y pisé el acelerador. Durante la comida, me contaron con todo detalle el horror contenido de la cárcel modélica, pero yo en cambio no les dije nada de mi encuentro con el perro cortés.
Blog de la autora