CARPE DIEM O TEMPUS FUGIT. Por Mar Solana

“El tiempo es la hoguera en la que ardemos”, decía mi admirado capitán Jean-Luc Picard en Star Trek, una de mis series favoritas… El tiempo se nos escapa como el agua en un cesto de mimbre; es un mezquino espadachín que rebana nuestros minutos con sus despiadadas manecillas… “Preparadme la paleta, los colores, mis herramientas queridas de trabajo… Sed diligentes que el tiempo es mensajero de terribles urgencias”, inmortalizó Enrique Gran, extraordinario pintor Cántabro, en la Avenida Reina Victoria de Santander.

Creo que es una sensación compartida que nuestro tiempo se haya transformado en un tren de alta velocidad. El paisaje de nuestra vida es un borrón que se difumina delante de nuestras narices sin que podamos advertir los contornos que nos rodean. Cuando cumplí los treinta, alguien me dijo: “Uf, ya verás ahora, los años vuelan…” No sé si los años, a partir de la treintena,  se convirtieron en aviones supersónicos cruzando el firmamento a la velocidad del sonido, lo cierto es que la infancia y la juventud eran territorios infinitos en los que el tiempo parecía un chicle que podíamos estirar a voluntad, masticarlo sin fin o hacer pompas para explotarlas una y otra vez. Incluso, algunas veces, en la soledad de nuestros juegos, deseábamos ser mayores para hacer lo que nos viniera en gana sin señales de stop sepultando nuestras ilusiones. Todo esto es verdad, llega un momento en el que nuestra vida comienza a descender como en la montaña rusa y las horas se convierten en un codiciado tesoro. Es entonces cuando añoramos la infancia y nos arrepentimos de aquel prepotente sueño de crecer deprisa.

Sabias expresiones como Tempus fugit o Carpe diem nos invitan a recapacitar sobre como gestionamos nuestro reloj. Tempus fugit (el tiempo se escapa, vuela…) viene de un verso latino, de un poema escrito por Virgilio: «Sed fugit interea fugit irreparabile tempus» y significa: «Pero huye entre tanto, huye irreparable el tiempo». Su reflexión nos conduce a valorar el tiempo como se merece y a no perderlo con quimeras imposibles o fruslerías. Carpe diem es una locución latina, acuñada por el poeta romano Horacio (Odas, I, 11), que significa (literal) «coge el día». Esta expresión nos lleva también a pensar sobre la importancia de aprovechar el momento, como si fuese el último de nuestra vida, para no malgastarlo. Carpe Diem es saber disfrutar el presente y no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy…

Sin embargo, esa impresión de celeridad en mis días, ahora es muy acusada y se desplaza más allá de la rapidez a la que viajan los minutos cuando cumples los treinta…

El año pasado, me enviaron un correo que contenía un interesante video o pps. Hablaba de que la famosa predicción maya del fin del mundo será algo más metafórico que apocalíptico. Decía que tal y como el ser humano está tratando a la Tierra, el final de esta era es una necesidad para purificarla. El “último día” no llegará de la forma espeluznante que describe la Biblia, será como un renacer, el omega que antecede al alfa; un cambio de ciclo que implica una nueva y completa consciencia cósmica y una transición espiritual hacia la nueva civilización. La gente que ha “despertado” a esta nueva forma de ver el mundo (nueva consciencia) completará la sagrada misión de “purificar la Tierra”. Pero lo que más llamó mi atención de este video fue, en concreto, una de las siete profecías, la que hablaba del cambio climático y del aumento de la velocidad del sol… Vaticinaban toda clase de catástrofes climáticas: huracanes, inundaciones, terremotos, tsunamis y un calentamiento global y progresivo de la atmósfera que produciría inviernos más crudos y veranos mucho más calurosos. Todo ello generaría la sensación de estaciones más cortas y cambios (solsticios y equinoccios) muy rápidos. Esto ya se acercaba bastante a mi vivencia supersónica del tiempo. Según profetizaron maestros espirituales mayas ( y otros…), la codicia y el exceso de materialismo del ser humano llegaría a unos límites tan peligrosos como para comprometer la seguridad y supervivencia del planeta. Decían que nuestra imperdonable falta de armonía con la naturaleza solo podría acarrear procesos de auto destrucción. Como consecuencia de la contaminación ambiental, la avidez del hombre y otros factores nocivos mantenidos durante largas eras, la Tierra, un ser vivo como nosotros, ha absorbido una gran negatividad y su espíritu, Gaia, ha comenzado una serie de cambios internos para expulsarla y volver a la normalidad; barrer el caos acumulado y recuperar el orden, su (nuestro) estado natural. Son cambios bruscos y rápidos porque no hay tiempo que perder… Como una causa encadenada, los movimientos de Gaia han generado que el sol acelere su actividad debido al mayor número de vibraciones terrestres, aumentando la temperatura global varios grados y transmitiendo a las personas muy sensibles la sensación de que todo se sucede a velocidades asombrosas.

Siempre he tratado las profecías y este tipo de supersticiones con cautela, pero todo esto apoyaba mi experiencia del paso vertiginoso de las horas, más allá de las rápidas impresiones cuando, recién casada, cumplí los treinta.

Desde que conocí estos datos, indagué sobre el tema entre familiares y amigos: “¿Tú también tienes la sensación de que al tiempo le han crecido alas y de que en diario las horas vuelan?”  La mayoría de las personas a las que pregunté me dieron un “sí”, claro y contundente: aparte de la normal percepción vertiginosa del paso de minutos cuando te haces mayor, existe otra mas sutil, pero no menos cierta, de que el diario transcurre a todo trapo; incluso alguien me hizo sonreír al contarme que cuando se sentaba a cenar, a veces, le parecía estar degustando de nuevo el desayuno, la excusa perfecta para alargar la hora de ir a dormir.

Lo que resulta evidente es que el reloj, nuestras mediciones del tiempo, los calendarios y los ciclos vitales son los mismos desde que el hombre existe; sin embargo, resulta indudable que algo nos está sucediendo….


Mar Solana

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