V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

31 marzo - 2008

81- Perla. Por Pedro Pérez

Al pie de aquel muro cavaron una noche la imprevista sepultura de Perla. Una perra fiel y cariñosa, y agradecida hasta el último aliento de vida. Nando lloró, de espaldas a su hermano, bajo la escasa luz de una luna menguante.
Fue muerta de un tiro de escopeta.
La que tantas veces había recogido las piezas abatidas fue derribada con la misma arma en un arrebato de afirmación airada por su amo, por el mismo que la acariciara y mimara, no sin cierta aspereza, cuando volvía con el trofeo entre los dientes o ladraba indicándole el lugar donde había caído.

Para ese hombre quedaban ya muy atrás las ilusiones juveniles y arrogantes, los proyectos de hacerse un lugar desde donde destacar de sus camaradas y contra los vencidos de aquella guerra, la emigración a Barcelona, la huida hacia delante como tantos otros hicieron, el matrimonio acelerado y la llegada periódica de los hijos, la resistencia a compartir con la familia de su hermano un espacio reducido donde la intimidad violada era la regla, el empleo que tanto prometiera y, más tarde, la paulatina marginación por las promociones más jóvenes, algunas más preparadas y, la mayoría, más “apadrinadas”. También quedaba atrás el inofensivo y grato recurso a unos tragos después de la jornada.

Todo ocurrió muy deprisa. Llegó ebrio como de costumbre, pero más temprano. Subió la escalera maldiciendo a los camaradas trepadores, maldiciendo la vida, maldiciendo cielo y tierra.

Nando fue a abrir la puerta, no por la insistencia de los golpes, sino por la de su madre. Manuel -apodado el matarrojos por algunos parroquianos de la única taberna de la calle- atravesó el comedor como una furia buscando con los ojos encendidos, los brazos en lucha y los dedos trémulos y descontrolados, la víctima propiciatoria donde verter su hiel. Perla corrió a recibir a su amo como siempre, moviendo el rabo, contenta y lamiéndole los pies, con tan mala fortuna que le hizo tropezar y a punto estuvo de caer sobre la mesa camilla. Éste le propinó un puntapié al tiempo que la increpaba y blasfemaba sin freno. La madre de Nando salió de su habitación al oír el vocerío y pudo ver como su marido, de un manotazo, arrojó al suelo el jarrón de loza fina, regalo de bodas de su madre. Remedios perdió la paciencia al ver los añicos esparcidos y le espetó que ya estaba harta de aguantar tanto pendón. El desafío de su esposa lo encrespó aún más. Voceó su condición de hombre y arremetió contra ella, asiéndola por el cuello. La mujer tomó lo primero que le vino a mano: una plancha de carbón de encima de la mesa camilla. Le dijo que si daba un paso más: “Por esta cruz, que te la plantifico en la cabeza, so mamarracho, poco hombre, borrachuzo”. La amenaza inusitada de aquella mujer, que había hecho de la resignación una bandera, lo contuvo unos instantes.

No era la primera vez que Nando presenciaba escenas semejantes, pero presintió que ésta era distinta. En lugar de ir a encerrarse a su habitación se fue a un rincón de la galería abierta al comedor. Desde allí, junto a Perla temblorosa y dolorida, lo presenció todo. Su padre, desnudo ante la plancha amenazadora y herido en su orgullo, en cuatro zancadas se plantó en la galería, cogió de una caja larga la escopeta de caza y un cartucho que, de tan temblón, no acertaba a introducir. Remedios corrió despavorida a la habitación donde había engendrado y parido a sus dos últimos hijos. Cuando Manuel consiguió introducir el cartucho y, a traspiés, llegó hasta la puerta tras la que su mujer se había encerrado con balda, la pateó con el firme ánimo de hacer valer sus derechos de hombre y ahogó en insultos los gritos de su mujer. Nando seguía desde el rincón el acontecimiento, inmóvil y rabiosamente mordido por la impotencia.

El perro de un almacén de curtidos empezó a ladrar y a saltar contra la tapia en dirección a la galería. Perla, refugiada entre las piernas de Nando, tiritaba.

Todo parecía ponerse en contra de aquel hombre. Los ladridos del mastín los tomó como una queja a su proceder. Dejó a su mujer que gritase cuanto quisiera y volvió a la galería. Amenazó con la escopeta al vecindario que curioseaba desde los balcones y los patios. Apuntó al mastín ladrador; lo apremió a callarse, mas el perro siguió ladrando. Perla se acercó a su amo, renca por la patada, se envalentonó y contestó con tímidos ladridos que, a poco, se transformaron en más vivos, resueltos y sonoros, hasta librar una ensordecedora batalla con el poderoso mastín. Su amo le ordenó varias veces que se callase, pero Perla siguió ladrando sin apercibirse del cañón de la escopeta que le apuntaba justo a la cabeza. Fue breve. Un solo tiro. Perla rodó por la galería, se estremeció varias veces y quedó de costado con los ojos abiertos y desencajados. Manuel, todavía  enardecido, miró desafiante a los vecinos ya en retirada hacia el interior de sus casas. Se produjo un profundo y frío silencio, sólo roto por los aullidos  lastimeros del mastín. Por un instante los ojos de Perla recobraron la placidez que la caracterizaba cuando con la cabeza sobre sus patas delanteras se disponía a sestear en la galería. Manuel se dio cuenta de que su perra lo abandonaba, que la mirada de Perla se oscurecía sin un solo reproche. ¡Maldita seas!, dijo apretando la escopeta con fuerza y abrazándola como un amante posesivo. ¡Maldita…seas!, exclamó de nuevo. Se agarró a la baranda y de espaldas a la pared fue deslizándose hasta quedar sentado, con la mirada perdida. Fue entonces cuando Nando rompió el silencio deshaciéndose en un llanto quedo y prolongado y penetrado hasta sus más íntimas entrañas por los ojos ya apagados de Perla. Se irguió impulsado por una rabia desconocida hasta entonces hacia el hombre que había matado a Perla, hacia todo y hacia él mismo por no haber tenido arrestos… Sintió deseos de insultarlo, darle patadas, morderlo, arañarlo, reducirlo a pedazos y, correr y correr… Apretó los dientes, gruñó para sí y estampó el puño en la jaula del canario, dio un puntapié a una silla y desapareció tras la puerta del cuarto que compartía con tres hermanos más.

Más tarde, cuando Nando salió de la habitación encontró a su madre trajinando como de costumbre y a Francisco, su hermano mayor. Éste había metido la perra en un cubo, entre papel de periódicos.El canario revoleaba despavorido cada vez que pasaban por delante de la maltrecha jaula. Una alfombra de plumas finas en desorden cubría el fondo de la misma. 

Parecía que nada hubiese ocurrido, pero la muerte de Perla había desatado en Nando una tempestad en el adormecido mar de sus adentros, un oleaje incontenible que iba y venía arrojando recuerdos difíciles de entender y difíciles de olvidar.Francisco le dijo: ¡Vamos!

Nando no entendía nada de lo ocurrido. Pensó que Perla no era mala, que no era como aquellos que mató su padre en la guerra, de la que solo conocía los hechos heroicos por los maestros de la Escuela Nacional, por los pocos que frecuentaban un local de Falange Española donde jugaba al ping-pong, y por boca de su padre cuando se jactaba de que había arrojado a más de uno desde un puente y rematado desde arriba hasta asegurarse de que ya no se movía, y que en las apuestas con los camaradas había llegado a ganar un reloj.  “Mira, le decía a Nando, es bueno, todavía funciona”. Hacía gala de que su puntería era la envidia de todos. Pero Perla no era desobediente; su único pecado fue que no oyó la orden de su padre y por eso siguió ladrando y, ahora estaba enterrada, muerta para siempre. Sintió que su padre no sólo había matado a Perla, a él también le había arrancado de golpe algo que no sabía manifestar. Vio tan de cerca la muerte…, y tan alejada de las historietas del Guerrero Del Antifaz y de las películas americanas donde siempre ganaban los buenos…No sabía el qué, solo sabía que algo se le rompía por dentro. En pocas horas el mundo había girado a velocidad de vértigo arrastrándolo a dimensiones desconcertantes.Después del último adiós a Perla, la única farola en el camino de regreso delató que Nando había llorado. Francisco estuvo tentado de echarle una mano sobre el hombro, pero en la familia las muestras de afecto no eran bien vistas. Recordó que más de una vez su padre le dijo que llorar es de débiles y cobardes, cosas de mujeres, y que el afecto entre hombres es de maricones.

El lugar donde Perla cayó muerta estaba húmedo y desprendía un fuerte olor a lejía. El padre de Nando seguía inmóvil como antes, abrazado a la escopeta y con los ojos gachos. Al ver a su hijo fijó en él sus ojos rojos y desafiantes. La contienda seguía librándose en lo recóndito y fieramente defendido orgullo de aquel hombre que se tenía por un invicto caballero español.

Aquella noche cenaron los cuatro hermanos y la madre sin mediar palabra alguna, en silencio profundo y dominante. Talmente parecía que una presencia muda e invisible presidiera la mesa, mientras aquel hombre seguía fuertemente abrazado a su fidelísima amante con los ojos fijos en el suelo, no muy lejos de donde Perla calló para siempre.

80-La sangre que nos une. Por Sayula
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Participantes

Govani:

¡Qué bonito y conmovedor cuento!

Unos de los mejores que he leído en el concurso. Has sabido captar no solamente la sensibilidad hacia los animales, sino también los sentimientos que practicameente experimentamos todos en la niñez, cuando nuestra mascota muere. Pero la muerte de Perla es totalmente trágica, se entrevee y se aspira, sin llegar a mencionarlo, la profunda tristeza de Nando.

Todo ello, bajo el ambiente de un hogar dominado por un padre déspota, machista y que -se insinua al principio- practica la violencia de genero. Un ser que se aborrece su vida y que lo paga con las personas a más cercanas. Pero todo ello bajo una escena de violencia hacia un animal, que disminuye la insolencia y la fácil conmoción del público, y en cambio aumenta su percepción de unos hechos que despiertan y toca una de las facetas más sensibles de nosotros mismo.
En fin, un encanto de cuento.
Saludos


Pedro Pérez:

Gracias,Govani,por tu comentario tan alentador. Es un gran estímulo para seguir trabajando.


bobdylan:

Precioso relato, que me llega en un momento en el que yo mismo he tenido que sacrificar a un perro -por otras razones-, sintiéndome el ser más miserable del mundo.

Te deseo suerte en el certamen.


Pedro Pérez:

Hola,Bobdylan: No conozco las «otras razones» y creo que no debo entrar en ellas. Mi hija sacrificó a un perro cuando por razones de trabajo y domicilio no tuvo otra opción y, sé que lloró. Fueron unas circunstancias especiales, ya que durante seis meses estuvo buscando perreras, gente que pudiera cuidarse de él y no obtuvo respuesta alguna. No quiso abandonarlo a su suerte, ni quiso que sufriese. Gracias por tu comentario y ojalá algún día nadie escriba sobre hechos tan repugnantes; pero por desgracia, la realidad siempre supera la ficción. Los ególatras y los cobardes siempre se ceban con los más débiles.
Gracias por tu opinión.


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