V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

8 marzo - 2008

25- La tierra que cura. Por Blanca Lamares

La tierra tomaba su color rojizo de los diferentes tipos de arcilla que la componían. Había caído una tímida lluvia que daba a toda la dehesa un aspecto limpio y luminoso. A la llamada de este frescor salían los animales dispuestos a disfrutarlo. No sólo los caballos y las vacas que pastaban tranquilamente, sino también los espantadizos venados e, incluso, una familia completa de jabalís. El olor que llegaba de la sierra, a jara y romero, abría los pulmones y te oxigenaba el cerebro. Por entre las nubes encendidas, asomaba un gran arco iris, recordándome que una vez más, nos habíamos librado del diluvio. Había llegado de Madrid el dueño de la finca, acompañado por su mujer y una niña. Mi padre, que hacía las labores de guardés, mayordomo y hombre para todo, me había obligado a peinarme y lavarme la cara, antes de ir a dar la bienvenida a la familia. El hombre y su mujer me resultaron muy amables. Se mostraban muy interesados por las respuestas que yo daba a sus preguntas, lo cual me hizo sentirme muy importante. En cambio la niña, que aparentaba unos ocho años, parecía estar muy mimada. Cuando los adultos le dirigían la palabra mantenía los ojos cerrados y no contestaba, tampoco respondió a mi saludo. Al marcharme con mi padre a terminar las distintas faenas del día, le expuse claramente mi opinión sobre esa niña tan maleducada, sintiendo que la diferencia que iba de los diez a los ocho años era un abismo insalvable. Mi padre me hizo callar y me dijo que nunca juzgara a nadie por las apariencias. Me explico que no era la hija de su patrón, sino su sobrina. La pobre acababa de perder a sus padres en un accidente de coche hacía pocos meses. Me quedé sin habla y noté como ardían mis orejas, señal inequívoca de que me sentía completamente avergonzado de mí mismo. Ya no volví a despegar los labios durante el resto del día. Como para castigarme por mi torpeza, procuré trabajar con más energía que habitualmente. Cuando volví a casa hice los deberes, me bañé, cené algo y me fui enseguida a la cama agotado. A pesar del cansancio me costó dormirme. A la mañana siguiente, me fui temprano a llevar la comida a los animales. Habían comenzado las vacaciones de Semana Santa, y no había nada que me gustara más que pasear recién amanecido entre las encinas, pisando los miles de flores amarillas que con la llegada de las primeras lluvias primaverales cubrían todo el prado, mientras que a lo lejos, en la sierra, los últimos jirones de niebla se batían en retirada. Al llegar a lo que desde siempre llamábamos La laguna -un gran bebedero destinado a los animales­- me la encontré ahí, sentada en una roca. Se había puesto un grueso jersey encima del pijama y sólo calzaba unas ligeras zapatillas de dormir. Estaba completamente inmóvil. Fijaba la vista en el vacío, sin parpadear siquiera. Me quedé de pie a su lado, pero hizo como si no se percatara de mi presencia. Me agaché en la orilla y dije: 

-¡Mira!. 

Al principio no se movió, pero luego, de forma casi imperceptible inclinó la cabeza tratando de ver lo que quería enseñarle. Era una salamandra. Permanecía quieta en la orilla del agua dejándose mecer por las casi inexistentes olas que formaba el aire. Su lomo negro salpicado de alegres pintas amarillas apenas destacaba en el entorno que la rodeaba. 

-¡Mira!- repetí. 

La toqué con un palo para tratar de moverla. Súbitamente, por debajo de su cuerpo surgieron nadando dos diminutas crías. La niña no pudo reprimir una exclamación, y una leve sonrisa surcó sus labios.  -Voy a dar de comer a los animales- anuncié como si no me dirigiera a nadie en particular.  Por el rabillo del ojo observé como me seguía, manteniendo todo el rato una distancia prudencial. Se convirtió en una especie de ritual que duraría el resto de las vacaciones. Yo haciendo las tareas que mi padre me encomendaba cada día, y ella siguiéndome como un perrillo, sin hablar nunca y siempre a distancia. Algunas veces, cuando un potro se nos acercaba o un cochinillo la olfateaba curioso, no podía evitar una sonrisa. Poco a poco, los días transcurrían con la impresión de que iban a durar para siempre. Una mañana, nos encontró tratando de arreglar las paredes de una vieja majada de pastores. Ella me ayudaba pasándome lajas de pizarra, que yo colocaba en los muros. Le había enseñado a mover siempre antes las piedras con la bota, para evitar desagradables sorpresas. Al levantar una roca un poco más grande exclamó: 

-¡Qué gusano tan gracioso!.

Horrorizado, pegué un grito que la dejó paralizada, mientras en dos zancadas llegaba a donde ella se encontraba y, como un poseso, me ponía a patear el suelo con mis gruesas botas de campo. Después de lo que me pareció un siglo, me detuve. Ella me miraba en silencio, con cara de susto y sin entender nada. Le hice una seña para que se agachara. Lo que le había parecido un gusano gracioso, era la cola, con el aguijón en ristre, de un alacrán amarillo. Aunque su picadura no era mortal, bastaba para darte un buen disgusto. Ella observaba fascinada lo que quedaba del aplastado escorpión y, de repente, comenzó a reírse a carcajadas. No sé por qué, también a mi se me contagió su risa nerviosa. Permanecimos así, sentados en el suelo un buen rato, con las lágrimas corriendo por nuestras mejillas. Al cabo de unos minutos, nos levantamos y nos dirigimos juntos, ya en silencio, hacia la casa. A la mañana siguiente, se volvieron a Madrid y apenas pude adivinar su gesto de despedida a través del cristal del todo-terreno que se alejaba.     

   

 

24- Los meses y los días. Por Bufonati
26- A lo pecho, hecho. Por Lacrima


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Participantes

Enrique:

Una sencilla historia de encuentro en los detalles. El final se queda un poco cojo.
Suerte de todas formas.
Saludos


Lacrima:

Bonita fotografía de una melancólica historia de título muy acertado. Creo que tienes cualidades para crear atmósferas y ambientes. Me encantan las expresiones: «lajas de pizarra», «jara y romero» y «recién amanecido».
¡Mucha suerte!


Blanca Lamares:

Muchas gracias chic@s por haberos molestado en leer mi relato. Se agradecen los comentarios.


Longinos:

Un relato tierno y conmovedor que nos enseña a valorar las pequeñas cosas. No estoy de acuerdo con Enrique, ya que me parece apropiado ese final abierto. Un bonito elogio a la naturaleza. Que tengas mucha suerte.


bobdylan:

A mi también me ha parecido un relato excelente y comparto la opinión de que el final se queda un poco pobre. No sé, quizá se podía esperar un remate algo más poético, o más brillante.

En cualquier caso, te felicito por la excelente recreación de ese ambiente rural en el que se desenvuelve la historia.

Te deseo suerte en el concurso.


Blanca Lamares:

Muchas gracias Bobdylan, agradezco las críticas, sean como sean, creo que sirven para darte pistas del camino a seguir en futuros relatos.


jimena duerme en su jardín:

Vaya colorido despliegas. Te envío mi voto


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