“Los meses y los días son viajeros de la eternidad”
Matsuo Basho.
A mi hijo le gustaba ver unos dibujos animados cuyo protagonista es un pequeño ninja llamado Hattori, a mí aún me entretiene leer los haikús de Basho, que era hijo de un samurai, qué diferencia puede existir entre un ninja y un samurai, parece claro que ambos son guerreros japoneses y aunque debe haber matices de discrepancia entre uno y otro, yo no estoy dispuesto a profundizar más en el tema. Sólo quiero cerrar los ojos y recordar a mi hijo echado en la cama deshecha y arrugada de la habitación del hotel de Fuengirola en el que veraneamos hace unos meses: tiene su pequeño bañador rojo puesto y ha decidido quedarse conmigo para ver sus dibujos preferidos mientras yo sesteo, mi mujer se ha bajado a la piscina enfadada, pues no entiende que el niño prefiera ver la televisión en la habitación a disfrutar de los servicios del hotel. Los meses y los días son viajeros de la eternidad, han pasado ocho meses desde esa tarde de cortinas echadas en la habitación del hotel y ahora me acuerdo del zumbido del aire acondicionado, la voz de mi hijo cantando la letra de la sintonía de su programa preferido, han pasado doscientos cuarenta días y seguirán viajando los meses y los días que me resten por vivir, qué más me da a mí la eternidad cuando la muerte me da un fuerte empellón, me agrede por la espalda como una cruel terrorista. Cuando regresábamos a casa montados en nuestro Ford Mondeo recién adquirido, yo estaba por probar su aceleración por una autovía derretida por un sol omnipotente e inmisericorde, hoy entro en Internet y visito la página web del automóvil con el que perecieron mi mujer y mi hijo, el ambiente nocturno que presenta el spot donde se ve el vehículo desde diferentes perspectivas y la música chillout que le acompaña me confunden.
Desde hace doce años soy un tramitador de siniestros, el colmo de un tramitador de siniestros es que tenga que tramitar el suyo propio en el cual han perecido su mujer y su hijo porque no supo mantener el control de un vehículo que había estrenado sólo unas semanas antes, por fortuna, no tuve que tramitar mi propio siniestro, sino que me encuentro de baja psiquiátrica desde entonces; aunque ya pienso volver a mi vida normal, qué gano yo enclaustrado todo el día en este piso de ochenta metros cuadrados, escribiendo en mi ordenador este diario o este monólogo que no me va a sacar nunca del atolladero, presintiendo que por la noche, y sólo por la noche, es curioso, se van a producir teleplastias de las caras de mi mujer y mi hijo en el gotelé, como si esto fuera posible, como si yo creyera en algo, como si; aunque creyera, tal locura pudiera producirse y aunque se produjese, si realmente floreciesen las caras grises y de ultratumba de mi mujer y de mi hijo, en mitad del pasillo, qué. Lo importante es buscar un principio y a partir de ahí seguir el hilo para encontrar un sentido, ahora no sabría por dónde empezar, porque no confío en mi memoria, eso es lo malo de la memoria, estamos tan acostumbrados a los videos, a los deuvedés, a las pantallas de cine, a la televisión y a Internet, que la memoria nos falla y nos cuesta horrores enfocar con claridad un recuerdo.
Me enciendo un cigarrillo y me lo pongo en los labios, es una de esas tardes de invierno que se confunden pronto con la noche. Empiezo de nuevo en mi ordenador: Nací en mil novecientos sesenta y ocho, año clave de la historia mundial reciente. Llaman por teléfono. Lo cojo y es Pedro, un compañero del trabajo que llama para interesarse por mí, como tengo confianza con él le digo lo que estoy haciendo y me contesta que todo el mundo debe de pensar igual, si le preguntásemos a un ermitaño del siglo tercero, dice, también aseguraría que su época es el ombligo de la historia. Me fumo el cigarrillo de tres caladas mientras hablo con mi amigo, creo que lo puedo llamar amigo, es uno de los pocos que me ha llamado en estos meses. Yo mismo, continúa, que he nacido el seis de abril de mil novecientos cincuenta y cinco puedo afirmar que he vivido en una etapa interesantísima de este país como es la postguerra. Creo que tiene razón; pero que se confunde, cuelgo el teléfono, quizás podría poner en orden toda mi vida y ponerla en relación con la historia reciente de este país, por otro lado me parece algo absurdo y además está la jodida falta de memoria. Me resulta llamativo no poder acordarme de lo que hacía con cinco años, que no pueda traspasar esa frontera de sombra. Mi hijo murió con tan sólo cinco años. Es ya noche cerrada cuando me pregunto si podría ir hacia atrás día a día, seguro que eso reactivaría mi memoria.
Lo importante es decidir si creo o no creo; aunque también podría creer sin creer, como un bálsamo eficaz, como decía Ramón, el testigo de Jehová que regentaba el melancólico taller de automóviles en uno de los bajos comerciales del barrio, después le cerraron el taller por no cumplir la normativa municipal; pero él no se amilanó y se dedicó a vender libros de puerta en puerta, con el mismo traje que vestía los domingos para hacer apostolado y repartir esos folletos de colores en los que se representaba la tierra nueva, en la que los leones y las hienas se tumbaban con confianza junto a los humanos en amplias zonas verdes. Yo tendría unos diez u once años. Los niños jugábamos a la puerta de su taller y él se limpiaba las manos negras de grasa y aceite para acariciar nuestras cabezas y hablarnos de los grandes cambios que a nuestro barrio iba a traer pronto Jesucristo.
Hace días, meses que no salgo a la calle, hago la compra por Internet, le he pedido a mi hermano que acerque los partes de baja a la oficina, como tengo confianza con el médico lo telefoneo y le cuento lo que estoy haciendo, le digo que escribo mucho en mi portátil y él me dice que algún día quiere leerlo. Mi hermano me compra las medicinas y me las trae, lo normal es que nos tomemos una cerveza juntos, luego se marcha antes de aconsejarme que salga pronto a la calle. Yo me tomo las pastillas con otra cerveza y me pongo a ver la televisión, veo un documental sobre el cambio climático, desde el espacio y a través de los satélites se ven los enormes incendios, como heridas sangrantes, que asolan el planeta. Luego me pongo a escribir un rato en mi ordenador, ya acostado en la cama, tengo libros esparcidos sobre la colcha, elijo uno al azar y escojo una cita: «Los meses y los días son viajeros de la eternidad.» Pienso que cuando tenga bastante material puedo intentar que alguien lo lea, quizás Don Arturo, mi médico de cabecera, quizás mi hermano o quizás cree un blog en Internet para compartirlo con más gente, remitirlo a un concurso literario me parece poco ético, sería como ganar dinero, si me dan el premio, claro, con mi propio sufrimiento.
Bufonati.
Me gusta la forma en que planteas el argumento, aunque me da la impresión de que el relato va poco a poco perdiendo fuelle para apagarse discretamente al final. A mi juicio le falta acción una vez que sabemos la tragedia que ha acontecido con el protagonista.
En cualquier caso, hay que reconocer que tienes soltura escribiendo y estilisticamente el relato es muy aceptable.
Te deseo suerte en el concurso.
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