Me avergüenza contarlo, no me siento orgulloso de lo que hice, pero necesito hacerlo salir de una vez. Perdónenme que use en mi provecho este medio, que me coloque en este imaginario diván y les convierta espontáneamente en mi psicoanalista. Perdónenme también la alevosía del anonimato, sé que es cobardía, pero en alguna ocasión escuché que el cementerio está lleno de valientes. Permítanme estas excusas, y todas las que pudieran llegar según voy escribiendo.
Comenzaré por el final: estoy muerto. No se sorprendan, los muertos también pueden escribir, siempre que mantengan sus constantes y órganos vitales en buen estado, el justo para esta tarea. Un muerto bastante saludable, eso es lo que soy.
Mi muerte aconteció en septiembre del año pasado, fue un final súbito, pero premeditado, pensado durante largos meses, un par de años. En realidad, pensé morir al poco tiempo de nacer, porque sabía que mi vida era caduca y que sólo una persona, yo mismo, podía terminar con ella. Me suicidé, si es lo que se están preguntando, pero no se atrevan a pensar que enloquecí, que sufrí un brote esquizofrénico o cualquier otra enfermedad mental que me enajenara, sino todo lo contrario: acabé con mi vida cuando por fin venció la cordura.
Nací, hará ya más de tres años, del modo en que se suele nacer: inconsciente, sin una personalidad definida, curioso ante todo lo que me quedaba por descubrir, partiendo de cero en el devenir de la vida. Nací y, a los pocos días, vi sus ojos, hermosos, chispeantes, limpios, cristalinos, sinceros, como dos imanes de una fuerza superior que me atrajeron mágicamente hacia otro mundo, su mundo, que la flaqueza de mi ser quiso enseguida convertir en nuestro, en mío, mío, mío, porque soy egoísta y lo sé. No pido que exculpen mi egoísmo, reprobable cualidad, pero cuídense mucho al juzgarme, que entre la lluvia de piedras aún sería capaz de distinguir si acaso alguna fuera arrojada por mano inocente.
No estoy loco, ya lo he dicho, nunca lo estuve y siempre fui capaz de discernir que sus ojos no fueron culpables, ni siquiera su sonrisa (cuya descripción pasaré por alto porque hasta a un muerto le duele recordar). Ellos fueron la causa, por existir, por mostrarse, pero el único culpable, sin duda alguna, fui yo. Admitirlo no es algo que me honre, es simplemente una realidad que sólo un ciego podría obviar.
Pero volvamos a esos días en los que todo empezó. Nada estaba escrito, fue un encuentro casual, que llevó a otros planificados en los que ella me deslumbró como al niño que era. Entonces quise crecer, y tuve que hacerlo a pasos agigantados, porque la vida no espera y ella era demasiado bella para dejarla pasar. Forjé de inmediato una personalidad que me encajaba muy bien, íntegra, locuaz, coherente, llena de valores, de solidez mental e inteligencia emocional. No resultaba perfecto, no podía serlo tratándose de vida humana, pero funcionaba, conseguía despertar su interés, mantenerla a mi lado un día, y otro, y muchos más. Me gané su simpatía, incluso su confianza, y entonces llegó su voz. ¡Ah, su voz!. Salió por el auricular, penetró en mi tímpano y se reprodujo en mil estímulos nerviosos que inundaron mi cerebro como una poderosa droga que iba allanando cada órgano, cada partícula sensible de mi cuerpo. Ese día no fui del todo consciente, en absoluto lo era ella, pero ahora puedo decir que mi muerte se escribió en ese preciso instante. No quiero decir que no hubiera tenido que morir de no haberla escuchado, quién podría eternizarse, sino que la presunción de larga vida para el recién nacido, o la indeterminación del día final, dejaron paso al anuncio de una muerte a corto plazo, como la del reo en el corredor, condenado a la pena capital. Así comprenderán mejor cómo se agarra uno a la vida, con uñas y dientes, con argucias y artimañas que no hay tiempo de juzgar, porque el reloj corre tan deprisa y a la contra que cómo hubiera podido plantearme los medios cuando no era el fin alcanzar el objetivo, sino que no lograrlo suponía el propio final.
Así fue, no me gustó nada tener que hacerlo, pero tuve que mentir. La primera vez resultó fácil pero, con las sucesivas, se fue formando una cadena de engaños que crecía de tamaño y aumentaba en complejidad, que debía sujetar día a día en mil puntos interconexos para no caer en contradicciones que la hicieran desconfiar de mí. Y no desconfió, principalmente, porque fui leal a mi persona y, sobre todo, a mis sentimientos. Sí, me enamoré, y según profundizaba en mi conocimiento sobre ella, me iba enamorando más, convirtiéndose mi comportamiento en fiel reflejo de ese amor, sin matiz alguno, sin sombras, siempre a pecho descubierto. ¿Mentiras?, ¡bah!, mentirijillas, inventos banales de minúscula trascendencia en comparación con la fidelidad de mi corazón. Eso era lo realmente importante, pues a cada día que mi amor le entregaba, ella me correspondía y, cuanto más le daba, más también obtenía. No se equivoquen al pensar que saben de lo que hablo, que también se han sentido enamorados y han vivido una experiencia similar. No, no tienen ni idea, y lo digo con rotundidad. Nadie, repito, nadie puede siquiera imaginar lo que nosotros vivimos en ese tiempo, pues esa experiencia única me tocó vivirla a mí: tenerla como yo la tuve es privilegio exclusivamente mío.
Por tanto, mi corta vida se divide en tres capítulos:
· Capítulo I: Los Días Felices.
· Capítulo II: La Indecisión.
· Capítulo III: La Muerte.
No les voy a relatar el Capítulo I, ya he dicho que no alcanzarían ni a imaginarlo, y esa incapacidad no les permitiría comprender su magnitud. Por tanto, paso directamente al Capítulo II, que no es sino la consecuencia de mi muerte anunciada. Sí, porque siendo consciente de que había de morir más pronto que tarde, la embriaguez de Los Días Felices me llevaba a posponer mi finiquito cada día al día posterior, y el postrero al ulterior. Dios sabe cuántas veces lo intenté, las mismas que fracasé para volver a cobijarme en su dulce refugio. “Mañana, mañana he de morir, a ella se lo debo”, me decía cada noche. Hasta que, siendo incapaz de hacerlo por la vía natural, me armé de sangre fría para hacerle tanto daño que jamás pudiera perdonarme, que mi muerte significara un alivio para ella, y no una condena de eterna pena.
Yo provoqué el encuentro, hice que se lanzara, tirando por la borda su organizada vida, rompiendo todos sus esquemas, los morales, los sociales, los racionales… La hice venir a mi encuentro, la hice recorrer cientos de kilómetros, vestirse para mi, dibujar sus labios, desquiciar sus nervios, revolucionar sus hormonas, explosionar mil ilusiones… La cité en una playa, su destino más deseado, la llamé antes de salir, me aseguré de que me esperaba, le dije que estaba ya de camino y… la planté. Sí, así como suena, la dejé plantada, sola en esa tarde de verano, perdiendo las esperanzas a medida que el tiempo pasaba, preguntándose por qué tardaba, por qué aún no había llegado, por qué no aparecía, por qué seguía esperándome si todo apuntaba a que yo ya no iría, por qué le hacía eso, por qué…
No sé si ella lloró. Yo derramé mares. Había apagado el teléfono, conducía en otra dirección y agonizaba con mil punzadas clavándose en mis entrañas. Ya estaba hecho, en cuestión de segundos estaría muerto, y no es asunto de muertos autoflagelarse con un demoledor sentimiento de culpabilidad. ¡Muere ya!. ¡Muere!. ¡Muere por ti y por ella!. Eso creí pero, milagrosamente, sobreviví. Ella me rescató, mas nunca debió hacerlo.
La muerte es así de caprichosa, nunca llega cuando la deseamos, tampoco cuando la esperamos. Ella no me dejó morir cuando debí hacerlo, pero bien sabía yo que moriría de todas formas. Me buscó, quería todas las respuestas. Mas sólo había una, la única válida que desmontara la tela de mentiras, esas banalidades que ahora se convertirían en cuestiones esenciales al sacar la verdad a la luz. Me suplicó, me imploró con los ojos empañados:
– Dime por qué, qué ocultas.
– Es mejor que no lo sepas, te hará más daño. Déjame ir.
– Necesito saberlo, no puedes pagarme así todo lo que te he dado.
– No estás preparada para la verdad.
– Cualquier verdad no me hará más daño del que ya me has hecho. Me lo debes.
Ella tenía razón, se lo debía. Y se lo di: No fui porque tenía que acabar con esto. No fui porque no soy quien esperabas. Soy yo, soy el mismo corazón, pero no soy el cuerpo que deseabas. Soy yo, pero mi nombre no es de varón. Soy yo, pero mi cuerpo es de mujer…
Y, por fin, inexorable, mi muerte llegó.
Así murió él, exterminado por la mujer que soy, una muerte que tardé en asimilar, como la de los más apegados, esos a los que nos sentimos tan unidos que parece que nunca desaparecen del todo de nuestras vidas. Pero, tal vez, lo que más temí no era el inicio de una vida sin él, sino el de una vida sin ella. Sin ella, que ya no me hablaría de amor con los ojos enternecidos, que ya no suspiraría por tener mi cuerpo entre sus piernas. Sin embargo, la historia no terminó o, más bien, se transformó en otra muy distinta.
Es sorprendente, aún para una mente retorcida como la mía, que ella no desapareciera con él, sino que mantuviera el contacto diario conmigo, envuelta en rabia y confusión, pero también cariño, ese tipo de cariño que, una vez bien instalado, adolece de pereza para marcharse. Ella seguía porque buscaba respuestas, más y más explicaciones que amortiguaran su dolor, que agotaban mis palabras y me dejaban exhausta, porque no le satisfacía ninguna razón, incapaz de ver en mi lo único que siempre fue cierto: la autenticidad de mis sentimientos. En esos días, conocí su cara más dura, me tragué sus reproches y me arrepentí de haber nacido. Pero se lo debía, le debía la dudosa compensación de ponerme a parir, de arrojar su ira contra mí, de utilizar mi propia sangre para curar sus heridas.
Desde entonces, jamás volví a mentirle, salvo cuando le juré que ya no estaba enamorada de ella. Curiosa contradicción, porque mentí justo en lo único en lo que nunca antes le había mentido. En realidad, no sólo fue a ella, también me engañé a mi misma, quizá para ganar unos días, unos meses más, asiéndome de nuevo desesperadamente a la vida.
Sobreviví por un tiempo, con ella a veces cerca, a veces lejos, sorprendiéndome por igual con su afecto o con tormentas de reproches, sin saber si amanecerían sonrisas o broncas, consecutiva, alternativa, intermitentemente.
Una noche soñé que ella me abrazaba, que me apretaba cálidamente entre sus brazos y me acogía ya sin condiciones, sin rencor. A la mañana siguiente, me encontré con su abrazo flojo de despedida:
“Lo siento, no puedo seguir con esto. Necesito que salgas de mi vida”.
Necesito Que Salgas De Mi Vida, seis puñales que se me clavaron directamente en el corazón, que sesgaron la aorta para, finalmente, dejarme morir.
Como dijo él, los muertos pueden escribir, así que no se engañen, yo también morí. Aparentemente, nadie lo diría: soy una muerta que goza de buena salud.
Trepidante narración, imaginativa desdeluego.
Gracias, Enrique. Lo cierto es que había empezado a pensar que mi relato había pasado inadvertido ante los lectores del canal.
De todas formas, no me sorprende mucho, si algo sabía con certeza es que no ganaría el premio del público, simplemente porque entiendo que mi forma de escribir no es para «las masas».
A ver qué pasa con el jurado…
Interesante relato, apasionado desde luego,y a mi me gustan las pasiones.
Por cierto, ¿cuál es la forma de escribir para las masas?. Creo que cada cual se expresa como quiere o puede, más bien como puede. Tú lo haces bien pero no subestimes a los demás.
Suerte en el certamen
Delgadina, que no se me entienda mal. Cuando digo escribir «para las masas» (nótese el entrecomillado) no quiero decir otra cosa que un tipo de escritura que pueda llegar a mucha gente, que sea claro, fácil de seguir y/o entender y que pueda gustar a la mayoría de la gente. En ningún caso es subestimación, pues esos escritores consiguen la fórmula para gustar a un público muy amplio, cosa que también tiene su mérito.
Sin embargo, soy consciente de que mi estilo no atiende a esos cánones, y como prueba los 5 votos que he recibido, algo que para mi era previsible.
Como bien dices, me expreso como puedo y como quiero. Me gustaría poder hacerlo mejor, pero sin duda, dentro de mi capacidad, lo hago como quiero, aunque eso implique quedarme fuera del premio del público e, incluso, del premio del jurado.
Gracias por tu comentario. A mi también me gustan las pasiones y la gente a la que le gustan las pasiones.
Alejandría, los votos del público no prueban nada, a veces hasta pienso que puede ser contraproducente y que un relato muy votado pierde «prestigio» ante el jurado y el resto de los participantes. El que tengas cinco votos es más por la posición del texto en el concurso, justo en la mitad, yo lo leí porque decidí empezar por el 100, para darle una oportunidad a esta zona centro.
Como te dije antes, a mi parecer, escribes bien; el relato se lee con soltura, tampoco creo que sea una escritura elitista, considero que puede llegar a cualquier persona, que puede emocionar y de eso se trata ¿no?.
Yo hablo de escribir como se puede porque creo que cada cual posee una voz, que es la que sale sola, sin forzarla. A mi me han criticado la sencillez con la que escribo y tambien me lo han alabado. Pero cuando me pongo a escribir yo no pienso en el estilo, para mí solo existe la historia que, la mayoría de las veces, tiene vida propia. Desde luego después hay un proceso de corrección, una mirada con otros ojos, para hacerla más legible.
Vaya parrafada he soltado!
Por cierto ¿qué sería la vida sin pasiones?
Aunque el estilo no es excesivamente depurado, el relato me ha gustado en lineas generales, sobre todo al comienzo y al final.
Es cierto lo que comentas de que hay cierto tipo de relatos que por su temática, su técnica narrativa o alguna otra peculiaridad se sabe de antemano que no van a ser del agrado del ‘gran’ público.(Y digo lo de gran en cuanto a su número, no en cuanto a otros factores). Pero estoy de acuerdo en que, aun siendo importante que guste a todo tipo de lectores, lo más valioso en este certamen es el reconocimiento por parte de los miembros del jurado.
Así que te deseo suerte en el concurso.
Bobdylan, me agrada especialmente que las partes que más te hayan gustado sean el principio y el final, pues considero que son las más importantes en un relato: un principio que interese, que anime a seguir leyendo, y un final que haga redondo el relato, le de sentido y deje un buen sabor de boca al terminar.
También que digas que el estilo no es excesivamente depurado, pues lleva a entender que es depurado, pero no excesivamente. En el estilo me he permitido jugar con el ritmo y la cadencia, incluyendo dentro de la prosa rimas asonantes o consonantes, sonoridad a veces un poco tajante que marcaran la pauta de la lectura. En cierto modo, he pretendido que el lector leyera al ritmo que yo iba marcando sin que apenas pudiera darse cuenta hasta bien avanzado el relato. En algunos párrafos o frases, ese ritmo está roto para que no resultara cansado o para separar lo que debía estar separado. Así, en general, los párrafos del principio y los del final tienen un ritmo diferente a los centrales, permitiendo una lectura más libre. Tal vez también por eso, querido Bob, son los que te han gustado más. O tal vez me equivoque, porque lo que un escritor pretende al escribir no siempre tiene fiel reflejo en las sensaciones del lector al leerlo.
Gracias por tu comentario y por desearme suerte.
Pues parece que yo no pertenezco a «la masa» de lectores que no iban a entender o a disfrutar con tu relato, porque me ha pasado todo lo contrario. Suerte.
Por cierto, “cuasi que no” te cambies el seudónimo, Alejandría es perfecto!
Cuasiqueno es el hermano travieso de Alejandría, descarado y un poco descarrilado. Pero es divertido verle meter las narices por aquí y por allá mientras llega el veredicto.
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