Cientos de barcos volvían de la guerra, con miles de hombres deseosos de ver a sus familias. Desde la cubierta se veía la costa y se escuchaba a la multitud que vitoreaba a sus héroes. Los pájaros observaban y hacían piruetas mientras los fuegos artificiales, a pesar de que era día, coloreaban el cielo. En un momento Pierre vio su nombre, hecho con infinitos colores que pronto se esfumaron en el aire. Sus ojos bajaron y buscaron en la multitud hasta que se detuvieron en caras esperadas. Su padre, su madre y su hermana le gritaban y lo saludaban efusivamente. Su novia lo miraba con dulzura, y simplemente sonreía. No quiso esperar más y se tiró por la borda, cayendo en las aguas transparentes. Una vez sumergido se olvidó de respirar, pero no necesitó hacerlo. Comenzó a nadar bajo el agua naturalmente, sin dificultad, mientras los peces lo saludaban. Peces rojos, verdes, amarillos, azules, de todo tipo y color lo saludaban y le marcaban el camino. Se aferró a la aleta de un delfín que lo llevó a la superficie. Vio a sus seres queridos, sus caras iluminadas, y le dieron ganas de abrazarlos a todos. Se soltó del delfín, que se sumergió rápidamente, y comenzó a correr sobre el agua. Llegó a la costa y siguió corriendo, buscando aquellas caras. Abrazó a su padre, a su madre y a su hermana apretándolos con fuerza. Llorando vio como sus compañeros también se encontraban con sus familias. Preguntó por su novia, y le dijeron que estaba en la casa, en la cima de la colina. A pesar del esfuerzo no sentía cansancio, por lo que enfiló hacia la casa corriendo. En el camino encontró una margarita, y la arrancó para regalársela a su novia. Al ser arrancada, la margarita miró sorprendida a Pierre. Éste detuvo su marcha y se percató de lo que estaba haciendo; de que la estaba matando. Al advertirlo la flor lo consoló, diciéndole que no se pusiera triste, puesto que ella no lo estaba; que ella estaba feliz, porque no moriría en vano, sino que moriría por un lindo acto, por un acto de amor, y que ésta era la muerte más noble y feliz que podía haber. Pierre le agradeció aliviado y continuó su ascenso. Pronto vio la casa y el sol detrás, iluminando todo. Sintió que estaba en el Edén. Llegó y abrió la puerta. Allí la vio, de espaldas. Pensó en sorprenderla, en cubrirle con las manos los ojos y que ella adivinara que era él, como tantas veces lo había hecho. Pensó también en regalarle la margarita, e incluso en susurrarle al oído aquel poema, ese que había escrito en las distantes noches de frío y soledad. En puntas de pie se le acercó, tratando de no hacer ningún ruido. Escuchó, como un tenue fondo musical, su canción favorita viniendo de lejos. Un paso más y una tabla floja en el piso crujió levemente, pero con suficiente fuerza como para que ella se diera vuelta. Allí estaba, su novia, mirándolo con dulzura, sonriendo, apuntándolo con el calibre 38. Disparando el calibre 38.
El tiempo se dilató. La bala comenzó su recto camino lentamente. Trató de escapar, de evitar el impacto, pero se percató de que él tampoco podía moverse con rapidez, de que su cuerpo estaba atado a las mismas leyes que la bala, y que lo que ahora no respetaba las leyes del tiempo era su mente. La bala seguía, sin prisa pero sin pausa. En el momento en que ésta penetró el cráneo, Pierre se despertó.
Levantarse y despertarse son cosas diferentes, siempre y cuando uno no tenga una pesadilla como ésta. Entonces, despertarse y levantarse sobresaltado difieren en tan escaso margen de tiempo que son casi el mismo acto. En este caso, Pierre se despertó e inmediatamente se levantó, golpeándose la cabeza con una tabla de la parte superior de la cucheta. En ese momento el teniente entró a la habitación. Los demás soldados no dormían, estaban listos para el ataque. Ante la orden del teniente se pusieron de pie. La puerta lateral del barco se abrió, y todos se metieron en el agua.
Centenares de barcos descargaban miles de soldados con órdenes de matar. Desde el agua Pierre escuchaba las ráfagas de balas zumbando en el aire. En el cielo, los aviones lanzaban bombas, y cientos de paracaidistas caían para reforzar el ataque, mientras las explosiones iluminaban la noche. En un momento escuchó que alguien gritaba su nombre, y al darse vuelta vio a su amigo flotando en sangre, muerto. Pierre tropezó y quedó casi totalmente sumergido. Sólo su brazo quedó fuera del agua, sosteniendo la metralleta. El agua marrón se le metió en los pulmones, lo que le hizo toser. Se levantó y se dio cuenta de que hacía pie. El fondo, aunque algo fangoso, permitía caminar, no sin alguna dificultad. Continuó caminando hacia adelante mientras cangrejos grises de todo tamaño y fealdad le cortaban el pantalón y las carnes, por encima de las botas. Se topó con el cuerpo de otro amigo que flotaba, ya sin vida, sobre el agua, y lo corrió para avanzar. Al empujarlo, el cuerpo se dio vuelta y comenzó a sumergirse lentamente. Un destello iluminó la cara ensangrentada del muerto que desaparecía en el agua. Vio cientos de enemigos gritando, disparando sin cesar, y le dieron ganas de matarlos a todos. Llegó a la orilla y se arrojó al suelo. Disparó la metralleta pensando que mataba con frialdad y que tenía mucho calor, y que esta situación le causaba gracia en la desgracia, dos oxímoron en un mismo pensamiento. Apretaba con fuerza el gatillo. Reptando y llorando vio como muchos de sus compañeros perdían la vida cuando las bombas caían sobre ellos. Continuó su avance hasta que llegó al bosque, en donde se sintió más protegido. Tomar la colina era la misión del sexto batallón de la marina, que a esta altura había perdido casi un tercio de sus hombres. Su metralleta se trancó, por lo que se deshizo de ella. Vio un grupo de enemigos y les arrojó una granada. Éstos estallaron en pedazos, junto con unas flores y un poco de tierra. La noche parecía día con los centenares de fogonazos que alumbraban ese infierno. Vio a un enemigo de espaldas disparando. Pensó acercarse lentamente, sin hacer ruido, y degollarlo con la cuchilla sin que se diera cuenta, como tantas veces lo había hecho. Tenía incluso una frase, que había visto en una película, para decirle a su enemigo antes de matarlo. Un paso más y una ramita crujió levemente, pero con suficiente fuerza para que, a pesar de la banda de ametralladoras que generaban el esquizofrénico fondo musical, el soldado se diera vuelta. Allí estaba, el enemigo, mirándolo con miedo, llorando, apuntándolo con la ametralladora. Disparando.
El tiempo se dilató. La bala comenzó su recto camino lentamente. Trató de escapar, de evitar el impacto, pero se percató de que él tampoco podía moverse con rapidez, de que su cuerpo estaba atado a las mismas leyes que la bala, y que lo que ahora no respetaba las leyes del tiempo era su mente. La bala seguía, sin prisa pero sin pausa. Sólo entonces se percató de las semejanzas. Sólo entonces vio que el sueño era una especie de profecía invertida. Razonó que, si el sueño era la antítesis de su vida real, si el sueño era una profecía invertida, la bala no impactaría contra su cráneo, sino que seguiría por un costado, a lo sumo raspándole la cara. Cuando miró por más de un momento la bala y su movimiento, intuitivamente cayó en la cuenta de que la bala iba derecho hacía él. El tiempo dilatado le hizo pensar el error que cometemos los humanos al medirlo. Recordó aquella frase que decía que “no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora.” Y tal vez cada segundo, agregó mentalmente y no dijo, puesto que no podía casi mover la boca ni las cuerdas vocales. Pensó en dios, y recordó que no creía en él. Imaginó que existía, que había vida después de la muerte y que la muerte en esta vida implicaría un despertarse en el cielo; que la vida era un sueño de la real vida del cielo. Le divirtió que a la muerte le llamaran el sueño eterno, cuando lo que llamamos vida sería, en efecto, un sueño de la verdadera vida eterna del cielo. Recordó nuevamente que no creía en dios, ni en la vida después de la muerte, y que todo eso era una lástima, porque la creencia le daría algo a que aferrarse, una idea de que esto que llamaba vida no terminaba ahí, una opción para morir menos triste. Una razón incluso para morir feliz. Iba a recordar a la margarita de su sueño, aquella que había muerto feliz porque su muerte era por un lindo acto, por un acto de amor. Iba a pensar que morir por lo que creía, por tratar de hacer del mundo un mejor lugar, era una buena forma de morir, una forma feliz de morir. Iba a pensar esto cuando la bala le destrozó el cerebro.
Pierre Dumont murió triste el 6 de junio de 1944.
Un buen relato que se lee de un tirón y mantiene la intriga hasta e final.
Me ha gustado como engarza los diferentes episodios, cuando empiezas a no encontrar el sentido, te devuelve a la acción otra vez.
A mi me llama la atención el que casi todas las frases tienen aproximadamente la misma longitud (no mas de un renglón y medio) y terminan con un punto y seguido, lo que le da un ritmo peculiar a la narración, un ritmo rápido que contrasta con esas imágenes a cámara lenta que en realidad son las que transcurren en un espacio de tiempo brevísimo.
Ter deseo suerte en el certamen.
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