Nunca tuve suerte con los autónomos. Soporto con resignación la tendencia a que me timen sin abrir la boca. Da igual que sean fontaneros, pintores o mozos de carga, como era el caso. Luisa no estaba cerca para acudir al rescate, ni Carla, mi hija, ni el listo de su novio, ni tan siquiera mi otro hijo, el Idiota. Yo era un pobre solitario en mitad de una mudanza pavorosa, bajo un diluvio donde flotaban mis muebles y mi entereza para negociar.
A pesar de todo me sentía feliz, ya que alcanzábamos nuestro sueño: Al fin teníamos una casa, sin vecinos de arriba ni reuniones de la Comunidad, sin repartidores de propaganda ni ascensores ruidosos. Valoré unos instantes mi nueva dicha y me pareció bien, así que saqué la cartera y le pagué el diez por ciento adicional al indio que patroneaba la cuadrilla, como él pedía, sin entrar a discutir si el presupuesto se había hecho sobre menos bultos, que era lo que aseguraban ellos con vehemencia quechua. Al fin y al cabo, los muchachos del altiplano sólo habían roto una lámpara y el Lladró, una horripilancia de cristal regalo de mi suegra. Merecían el dinero.
Luisa y los niños se habían marchado a Gandía todo el fin de semana, y una vez desaparecieron Atahualpa y sus secuaces sentí una extraña liberación. Lo primero que hice fue descalzarme y poner música a volumen considerable, después abrí una cerveza y me la bebí en dos tragos. Aún con lágrimas en los ojos, por el gas, me tiré un eructo considerable, decibélico. Avergonzado y riéndome a un tiempo, caí en la cuenta de que hacía años que no me sentía tan bien. Bailé con un perchero y toqué la guitarra con el jamón, me comí una bolsa de patatas fritas con la segunda cerveza, y después, me eché la siesta en el tresillo.
El resto del fin de semana fue un poco así, como volver a los veinte años, pero sin pelo: Bebía, escuchaba música, fumaba más de lo habitual, desembalaba y colocaba trastos, bebía, dormía, era feliz. No quiero decir con esto que no quiera a mi familia, que no esté a gusto con ellos. Luisa, aunque un poco ausente, es una buena mujer. Carla es mi ojito derecho, y por ella aguanto al jeta de su novio, Samuel. Del Idiota qué decir; el Idiota es el Idiota, mi Idiota, y como es mío pues lo quiero y lo acepto, con sus ropas de rapero y su Playstation incluida, porque todos no podemos ser iguales.
El domingo por la noche volvieron todos, incluido Samuel, que se acopló a dormir en casa para pegarle un polvo a mi hija debajo de mis barbas, y lo cierto es que por una vez, no me importó demasiado. La cerveza, la música y la libertad recobrada, no necesariamente por este orden, obraron el milagro de la tolerancia, y hasta las dos horas de partidas en la Play que se marcó el Idiota después de cenar me resultaron inocuas. Comenzaba una nueva época en nuestra vida.
Ya las primeras noches noté que algo no iba bien. Primero fue una corriente repentina de frío en un cuarto cerrado, luego un tintineo lejano de botellas en la bodega del sótano, donde no había nadie. Otra de las veces, cuando empecé a preocuparme de verdad, se trató de un arrastrar de pies por el pasillo del salón, a las dos de la mañana. En un principio pensé si no sería Samuel, huyendo cobarde de la casa después de zumbarse a Carla, pero no era; y el Idiota tampoco podía ser, porque el Idiota cuando se duerme cae como un melón para nueve o diez horas, así que a las dos de la mañana era imposible (de hecho se orinó en la cama hasta los seis años, de lo profundo que dormía) No pude por menos que comentárselo a Luisa.
-¿Tú qué crees Luisa?
-Creo que trabajas demasiado, que te preocupas demasiado, y que si a las dos de la mañana estás pendiente de los ruidos de la casa tienes un problema de insomnio, cariño… ¿Trajiste la leche?- Mi querida Luisa, descreída y ausente, tan racional ella.
Pero la prueba de fuego estaba por llegar. En cierta ocasión, en uno de esos sábados de ventisca y palomitas que nos regala el otoño, me dispuse a ver un partido de fútbol. Preparé una ginebra con cola, llené un bol de pistachos y llamé a Luisa a la Puebla de Sanabria, a casa de su amiga Ángela, para asegurarme de que ella no me llamaría a mí con el partido empezado. Por lo demás, Carla y Samuel estaban en un albergue en Navacerrada, a lo suyo imagino, y el Idiota hibernaba en su cuarto con la última versión de Tomb Raider. La tarde pintaba fantástica.
Cuando colgué el teléfono y me disponía a descalzarme en el sillón, me pareció escuchar un murmullo gutural al final del pasillo, junto al baño de la planta baja.
-Hijo mío ¿eres tú?- Ni flores. El Idiota no era.
Apenas me adentré dos pasos por el corredor pude verlo. Era pequeño y de huesos frágiles, como de pájaro, y desaparecía bajo numerosas capas de ropa sin color, con una bufanda medio rota caída a un lado. Pero en su expresión y en sus ojitos arrugados había algo inquebrantable. De su boca colgaba un cigarrillo a menudo consumir, aunque apagado. Alzaba las cejas con vehemencia como una llamada muda.
-¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
-¡Unnnnnnnh… Unnnnnnnh….!- Y volvía a elevar las cejas.
En ese momento mi hijo entró en el pasillo por el lado donde estaba el extraño, ensimismado en su Gameboy, y al llegar al punto de chocar con aquel tipo lo atravesó limpiamente, como el que camina entre la bruma.
Me volví al comedor y me bebí la ginebra de un trago, me preparé otra, esta vez sola, y me la volví a beber de un trago. Cogí el cuchillo jamonero y abrí la puerta del pasillo. Se había ido. Mi hijo jugaba a la consola sentado en el sillón pequeño, sin enterarse de nada de lo sucedido, el Idiota.
-¿Lo has visto hijo mío?
-¿Eh?
-Que si lo has visto.
-¿El qué?
-Nada, es igual.
Aquella noche no volví a verlo, pero aún así no pegué ojo, y fumé y bebí mucho más de lo normal. Huelga decir que no me enteré de cómo quedó el fútbol. El domingo por la noche le referí el asunto a Luisa, a su regreso.
-¿Tú qué opinas?
-Que ves demasiadas películas. La próxima vez que me vaya con Ángela tú te vienes. Su marido, Jorge, puede enseñarte a pescar… Esta mañana, sin ir mas lejos, ha traído ¡cuatro truchas! Por cierto ¿nos quedan besugos?- Estuve a punto de decirle que sí, que su hijo, pero prudentemente me callé.
La semana posterior al contacto viví con los nervios de punta, pero no se apareció ninguna vez. A la siguiente sí. Una ráfaga de viento repentina movió la antena, y me tocó encaramarme por una de las terrazas al tejado, a intentar enderezarla. Sentado en el alero que da al jardín, a la intemperie, con su desastrosa bufanda y sus ojitos abrasados por años de oscuridad, soldado a su inseparable cigarro a medias se encontraba de nuevo aquel loquefuera.
-¡Unnnnnnnh… Unnnnnnnh….!- Y subía las cejas.
Ni que decir tiene que casi me mato bajándome de allí a la velocidad del rayo. Al día siguiente vino el antenista, autónomo él. Y me dio un palo, claro.
En otra ocasión, mientras me encontraba preparando la ensalada se apareció en el quicio de la puerta de la cocina. Le apunté ligeramente con el cuchillo y traté de intimidarlo, pero no se daba por aludido.
-¡Largo de aquí o no respondo!
-¡Unnnnnnnh… Unnnnnnnh….!- Y subía las cejas sin retroceder ni un centímetro.
Después, cuando oyó a Carla y Samuel abrir la puerta de entrada, se retiró muy suavemente, como si las capas de ropa macilenta que gastaba se deslizaran sobre el piso sin hacer ruido. Lo último que vi de él fue la punta del cigarro desapareciendo en la penumbra, como el mástil de un velero al final de un naufragio.
-¡Qué tal Papi! ¡Te veo muy lívido!
Samuel siempre ha sabido sacarme de mis casillas.
El otoño pasó, y también el invierno, y aunque volví a verlo en más ocasiones ningún otro miembro de la familia reparó nunca en él. Llegué a pensar que era producto de mi imaginación, que me estaba volviendo loco de atar, sin remedio, así que resolví comenzar a ignorarlo. Daba igual que me lo encontrara al cerrar la puerta del ropero, a una cuarta escasa de mi cara, o en la cochera sentado sobre el arcón de las herramientas, u observándome cuando miraba el correo del ordenador, con sus ojos como rescoldos agonizantes y su bufanda mugrosa, con su ¡Unnnnnnnh… Unnnnnnnh….! de cejas al cielo. Una vez incluso, lo pasé limpiamente de lado a lado con un paraguas, en el hall, al grito de ¡touché! A ver si así le demostraba que no me importaba un carajo, y se aburría y me dejaba en paz.
Un día sucedió lo inenarrable. El Idiota se plantó en casa con una novia ¡El Idiota con una novia! La muchacha en sí era sencillamente perfecta: Bonita, inteligente, chisposa, sabía estar y además, le caía maravillosamente bien a Luisa, en fin, mi hijo a su lado era el Idiota de siempre, pero hacía que sus bellos ojos refulgieran.
Le quería, quería al Idiota, a nuestro Idiota.
Me fui por el pasillo para que no me vieran llorar (uno es blando pero tiene dignidad) y camino del cuarto de invitados me disponía a encenderme un pitillo cuando una férrea mano me agarró de las solapas. Era él, aquel tipejo frágil y determinado, aunque esta vez corpóreo, y gruñendo más fuerte que nunca su ¡Unnnnnnnh… Unnnnnnnh….! mientras miraba fijamente mi encendedor Zippo. Con un movimiento como de garra me lo arrebató, después se encendió con ansia su costroso cigarrillo y se metió en el baño.
Me asomé por la puerta entreabierta y pude verle sentado en la taza, con los pantalones bajados y la mirada de felicidad perdida en el vacío, haciendo luciérnagas con la punta del cigarro, saboreando el humo con placer. Quería fuego, sólo quería fuego, el bicho.
Cerré la puerta y me encerré en mi cuarto, después me senté en la cama y encendí mi propio cigarrillo. Una furtiva lágrima se me escapó. El Idiota se había hecho mayor y no nos habíamos dado cuenta.
Lapinken,
Lo he pasado bien con tu cuento, que, como tú ya sabes, seguro, no es el peor del mundo, ni mucho menos.
Suerte.
He leido tu cuento porque el título me ha hecho mucha gracia. El final no lo he entendido bien.
Soy libélula
Salve Lapinken,
y gracias por hacerme pasar un buen rato. Tu relato es divertido, la prosa sencilla (se agradece), y el retrato de los personajes tan preciso que no hace falta más para imaginárselos. Destila ironía (fantástico «el idiota») y humor.
Suerte.
Un tono muy divertido y muy suelto tu estilo. Suerte.
Yo lamento discrepar de las opiniones precedentes.
El lenguaje me ha parecido no ya ‘sencillo’, sino bastante tosco y vulgar; el argumento tiene algunas pinceladas de interés, pero lo estropea a mi juicio ciertos detalles de los que perfectamente podrías haber prescindido. En cambio, le falta profundidad al tema central, sobre todo desde el momento en que el espectro se materializa.
En fin, que es como si estuviera simplemente hilvanado, poco trabajado.
No obstante, te deseo suerte en el certamen.
Gracias a todos por los comentarios, el simple hecho de que os hayais molestado en hacerlos ya es un detalle.
Sólo una pequeña puntualización: Con respecto al lenguaje tosco y vulgar que Robert Zimmerman me atribuye, tan sólo decir que soy de la opinión de que hay que escribir como se habla, ya que el lenguaje se hace en la calle y no en las academias.
Así lo creían también Cela, Hemingway, Bukowsky, Fante, Cèline, Henry Miller, Carver y alguno más (bonito ramillete ¿verdad?)
Por cierto, amigo Bob ¿cuál es tu relato? Tal y como te empleas en la crítica de los demás, con todo ese aplomo ortodoxo con el que te adornas, tiene que ser sensacional…
Un saludo del padre del «Idiota».
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