III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


8 marzo - 2006

48- Esperanza de barrio. Por Fausto Alegre

A partir de las nueve menos diez, la plaza del Nervio comienza a recibir merodeadores. Mujeres de mediana edad con el carrito de la compra, o madres jóvenes acompañadas de niños aún demasiado pequeños para meterlos en el colegio;tipos con peluquín y traje gastado, señores prejubilados, obreros forofos de equipos deportivos en mitad de tabla; abuelos achacosos, día sí, día también, y con las monedas justas para un café en el centro social del periférico barrio que alberga la plaza del Nervio.
A partir de las nueve menos diez, esperan al ciego.

Las liturgias son poderosas drogas que se nutren de la rutina y el miedo. El temor a lo desconocido alimenta los ritos y, paradójicamente, las esperanzas. Los que mayores y más infundadas ilusiones albergan son los que tienen poco, pero confían rotundamente en que ese poco crecerá. Los que nada tienen, sin embargo, son desesperados, nunca esperanzados, y esa crisis de fe les empuja al cambio, un cambio a peor, la mayoría de las veces. Por tanto, aquellos que tienen poco, caminan, igual, poco a poco. Ni siquiera conciben que el azar ponga el riesgo lo poco que tienen, sino que aspiran a obtener mejoras sin exponerse demasiado. El deseo concreto de nuevas posesiones, nuevos empleos, nuevos cuartos de baño, nuevos zapatos… crece a medida que se va teniendo, hasta que la insatisfacción sustituye a la esperanza, patrimonio de los que poco tienen, que visten sus días de liturgias sin riesgos.
Bili era famoso y esperado en la plaza del Nervio, a partir de las nueve menos diez.

Cuando el reloj ronda las nueve, el gesto de los merodeadores se tensa y se cuenta más de un reojo entre un corro de señoras que comen pipas, aparentemente despreocupadas y atentas a conversaciones domésticas. A esa hora, como si pasase un coche fúnebre, instintivamente, los niños dejan de bramar en la zona del parque infantil. Cada escasos segundos, traviesa la plaza el acuoso silbido de la máquina de café Amazonas.
El encargado del supermercado sube la persiana, pero nadie entra en la tienda.
Aparece un coche verde conducido por una mujer mayor que, con gesto de disgusto, apenas se despide del hombre de corta estatura que baja del vehículo con aspecto aniñado, y que precede sus pasos con un bastón que repiquetea contra la acera.

A Sergio Lopeta le llaman Bili porque, a primera vista, a todo el mundo le parece un crío de doce años con mucho brío. Con más tiempo, el observador se da cuenta de que al chaval una barba le sombrea la cara y unas enormes ojeras malvas le cruzan casi de punta a punta los pómulos. Con el trato, al conversador poco le cuesta entender que ese supuesto niño goza del don de una réplica verbal rápida como un tiro y de un gesto desafiante frente a los que pretenden reírse de él, que siempre hay, porque la adversidad bien llevada provoca la envidia de los que se ahogan en vasos de agua.
Excepto su fluidez verbal, que él mismo reconocía en ocasiones como demasiado hiriente, el resto de razones por las cuales le llamaban Bili -su barba, sus ojeras y su escasa estatura-, eran difícilmente constatables para Sergio Lopeta, ciego de nacimiento.

La gente compra los cupones de Bili con codicia, pero también con prudencia. Quien acumula más de tres o cuatro boletos recibe miradas de censura y reproche. Al fin y al cabo, en el barrio todos se conocen y nadie pretende buscarse enemigos que, además, puedan contar por ahí, en el caso de que se produzca la esperada conversión de Bili, quién es multimillonario y dónde vive. También es cierto que la voz de lo que ocurre con Bili debió de correrse entre personas de los distritos cercanos, pues la cola que se forma frente al ciego se nutre cada vez más de gente desconocida para los residentes en el entorno de la plaza del Nervio.

Su madre, doña Carmela, lo afilió a la ONCE y se empeñó en que Sergio Lopeta se apuntase a todos los cursos posibles para esquivar uno de los destinos comunes que se presupone a los ciegos: vender cupones. Doña Carmela sufría de prejuicios generalizados y algunos engendrados por ella misma, como era la mala mirada hacia los vendedores de cupones, vaya a saberse porqué. Sin embargo, por las ironías que la fortuna se encarga de poner en el rumbo de los empecinados en caminar hacia una sola dirección, Sergio no logró aficionarse por ninguna de las posibles salidas profesionales que le ofrecían desde la Organización.
La razón de sus fracasos era simple y rotunda: Sergio, desde niño tuvo muy mala suerte para todo. El infortunio que acompañó al ciego desde pequeño le iba poniendo trabas en todo aquello que, a instancias de su madre, se proponía.
-Eres como tu padre, hijo, pobrecito, qué mala suerte tienes, solía comentar ella al ver sumergirse su gozo en un pozo. Víctor Lopeta había muerto tras sufrir una descarga de 200.000 voltios a causa de un rayo caído en la única gran tormenta eléctrica registrada durante el verano de 1970 en Valencia. Tres meses después de dejar viuda a doña Carmela, nació su hijo, huérfano de padre y absolutamente ciego.

Durante las primeras semanas, a nadie extrañó que Bili acudiese a la puerta del supermercado de la plaza del Nervio con un solo número de venta. No le daban más, según decía. Fuera por lo que fuera, el caso es que Bili cada día únicamente vendía cupones de un número, que acostumbraba a ser horroroso, salpicado de ceros a izquierda y derecha de algún triste uno o, aún peor, seis.
Pasaron tres meses y sus clientes comenzaron a preguntarse por qué nunca tocaba ni siquiera el reintegro de los números que vendía Bili.
Los más bondadosos compradores de cupones atribuyeron la situación a una especie de novatada del azar. Sin embargo, fruto de aquellos comentarios iniciales y, en apariencia, inocentes, la clientela de Bili menguó considerablemente. A los seis meses, sin un mísero reintegro en su haber, el ciego apenas lograba vender media docena de cupones diarios.
Bili nunca perdió el buen ánimo, a pesar de que en el bar donde almorzaba, El Amazonas, comenzaron a gastarle bromas gruesas para las que, no obstante, el ciego tenía réplica certera y agresiva. De tal modo contestaba, que entre los parroquianos se comenzó a pensar que la fama de mala leche que se atribuye a los cojos era mucho más apropiada en el caso de los ciegos.
-Dejad al chaval, joder-, apuntillaba siempre desde atrás de la barra Gerardo, dueño del Amazonas y hombre de palabra, aunque de escasas palabras, no se sabe si por ignorancia e incultura, o, precisamente, por lo contrario. Como es habitual en los bares de barrio, entre la clientela abundaban los malintencionados con lengua de acero y mandíbula de cristal, de esos a los que gusta dar pero protestan si reciben.
Hasta que llegó un día, con El Amazonas lleno de gente, en el que a Oliverio Láinez, el cincuentón del peluquín marrón y el bigote blanco, que siempre fingía leer el periódico deportivo a pesar de costarle escribir su nombre correctamente, se le ocurrió una nueva chanza.
-Joder, Bili, el día que des algo, lo vas a dar todo de golpe.
Y Bili, por una vez, calló.
-Dejad al chaval, joder.
Sonrisas hubo muchas. Láinez, envalentonado, continuó con su broma cada vez que Bili aparecía por El Amazonas para almorzar. Y Bili siempre calló.
-Dejad al chaval, joder.
Una mañana de mucho aire, esperando en el semáforo de una mediana muy transitada, un golpe de viento levantó de su sitio el peluquín de Láinez, quien se sobresaltó, hizo un gesto para recuperarlo y, antes de poder decir este peluquín es mío, tropezó con un bordillo y cayó sobre la carretera con tan mala suerte que coincidió con el paso del autobús urbano de la Línea 30.
Ese día, Bili vendió cupones acabados en 30, que, por supuesto, no tocaron.
Desde algún lugar de la filosofía popular, en una mezcla de superstición y fatalismo, comenzó a correrse la voz de que ese ciego con tan mala suerte debía desprenderse de ella en algún momento. Se aconsejaba entre los vecinos estar al tanto para aprovechar la conversión del desdichado en afortunado. Por una lógica algo boba y tremenda, se consideró que Bili tenía mucha suerte,
mala, ciertamente, pero mucha.
Sin que nadie reconozca reuniones vecinales o debates entre residentes durante las semanas posteriores al accidente de Láinez, se extendió la idea de que lo probable era que en algún momento la suerte de Bili cambiase de signo, pero no de cantidad.

Delante de Bili se forma una cola ordenada de vecinos y forasteros.
La plaza del Nervio es un punto de encuentro habitual de merodeadores, obreros que almuerzan en El Amazonas, madres que se reúnen para tomar café y jubilados sin nada mejor que hacer que esperar un golpe de suerte que les convierta en viejos nuevos ricos.