III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


8 marzo - 2006

43- «HISTORIAS DE UN CAFÉ» Por JAY HARLAND

– Sé lo que estás pensando. Pero te aseguro que esta vez no lo vas a conseguir.
– ¿Estás seguro?
– Puedes apostar lo que quieras.  


– ¿Seguro?
– Lo que quieras.
– En ese caso empecemos.
– Ya estás tardando.
– ¿Seguro que estás preparado?
– Mira… o empiezas ya o…
– Está bien… tranquilo gallito… sin amenazas… olvidas la apuesta…
– El perdedor se paga una cena.
– ¿Dónde diga el ganador?
– Donde diga el ganador.
Sin mediar una palabra más se levantó de la mesa y se dirigió hacia la máquina de tabaco que se encontraba en el otro extremo del café. No tardó más que unos minutos en volver a ocupar la silla vacía frente al amigo. Completamente serio. Las mandíbulas apretadas. Cubriendo una mortaja de carne, marfil y huesos cualquier resto de sonrisa que sobre sus labios pudiera aún quedar. El paquete de tabaco fuertemente aferrado, casi con saña neurasténica, en su mano derecha. Descansando, la mano izquierda, sobre el mechero que dejase olvidado al levantarse, en la mesa de aquel café del centro, donde mataban los dos el tiempo, día sí y día también, al salir del ministerio en el que trabajaban y antes de dejarse arrastrar, como cada noche, hasta la soledad de sus respectivas colmenas.
Diez segundos.
La mirada fija en la del amigo, cuyo rostro reflejaba una frustrante serenidad. Mientras que a él, una finísima gotita de sudor comenzaba ya a bajarle por la frente. Aunque, dentro del bar, no hiciese, ni mucho menos, calor.
– ¿Qué van a tomar?
Veinte segundos.
Un mechón de fino pelo rubio cayó delicadamente sobre la aguileña nariz del amigo a causa de la ligerísima brisa que levantó la camarera al aproximarse a su mesa. Ni hablar, hombre. Aquello era demasiado. Cualquier otro en sus mismas circunstancias habría, cuanto menos, parpadeado. Además, seguro que le estaba haciendo cosquillas. Aunque permaneciese en sus trece. Imperturbable y digno tras su máscara de piel. Resuelto, como sólo el podía, a no moverse. ¿Cómo era capaz? Pero también podía él. Tampoco él estaba dispuesto a hacerlo. No esta vez. No. Esta vez no iba a darle el gusto. Pese a que, así se le antojaba a él, la gotita de sudor había aumentado exageradamente de tamaño y, alcanzando la altura de uno de sus párpados, pendía ya de sus largas pestañas. Eso, por no hablar del irritante picor que había hecho aparatosamente su aparición sobre el escenario que era el lóbulo de su oreja izquierda. Justo debajo del pendiente. Tan intenso era. Tan penetrante. Que casi podía decirse que la sentía palpitar con furia al lado de su cráneo. Como si se quejara, pobrecita, de la falta de cortesía que mostraba para con ella al ignorarla. Era, ciertamente, insoportable. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Y si sólo…? Maldito picor, ¿ por qué tenía que aparecer justo ahora? Era enloquecedor. Y en su mano estaba hacerlo desaparecer. Sólo un leve movimiento bastaba. ¿Qué importaba? Lo mandaría todo al cuerno. Total, sólo era una estúpida cena. La tercera, en lo que iba de mes. No. Aguarda. Un momento. No, esta vez. Esta vez parecía que no todo estaba perdido. Se había cobrado una clara ventaja respecto al amigo. Debía aprovecharla. Iba a aprovecharla. Aún cuando sólo desease arrancarse la oreja de un manotazo para desembarazarse del molesto picor. Aguantaría. Como aguantaba, frente a él, el amigo. El amigo. La gravedad de que hacía gala su rostro le resultaba flagrante. Era casi antinatural. Como si no estuviera hecho de carne y sí de pura roca. ¿Cómo lo hacía? Aunque, el cómo, importaba poco aquella vez. Porque la ventaja era suya. Lo tenía todo a su favor. Elegiría el sitio más caro. Esta vez, no se iba a dejar avasallar. No le iba a dejar que se saliera con la suya. Le iba a bajar los humos a Don Perfecto. Capearía, con gallarda maestría, el temporal desatado en el interior del café. No se dejaría hollar por menudeces tales como una gota de sudor inoportuna (.. te vas a enterar… te vas a enterar cuando termine con Don Perfecto… te aseguro que no vas a ser capaz de volver del lugar donde pienso mandarte…) Era capaz. Podía hacerlo. Podía aguantar. Él no era menos que el amigo. Pero, ¿por qué se empecinaba el tiempo en su castradora lentitud? Ningún tic tac llegaba a sus oídos. Iba a aguantar. Aún cuando las palmas de las manos empezaban a exudar una delgada capita de sudor: sobre el paquete de cigarrillos, una; sobre el mechero, la otra; y dibujasen, sobre la superficie de la mesa, las yemas de sus dedos, cinco pequeños círculos de vaho. ¿Por qué no se habría aflojado el nudo de la corbata?
– ¿Qué va a ser?
Silencio.
La camarera, cansada y aburrida, optó por abrir sus libretita, a la espera de que alguno de los dos imbéciles que tenía delante se decidiera a hablar. Aquel insignificante gesto tuvo, no obstante, tamañas consecuencias. Y es que, una servilleta de papel, inició un vuelo raso que, desde una mesa vecina, y describiendo en el aire una curiosa parábola, fue a posarse sobre los labios del amigo.
Veintiséis segundos.
El cabrón ni siquiera parpadeó. Ni un solo músculo de su cara tembló. Aquello resultaba desmoralizante. Ahí seguía. Manteniendo, impertérrito, su posición. La rigidez de su rostro pareció hacerse, si cabe, más pronunciada. Hierático, todo él, en realidad. Como si de una pieza más del mobiliario se tratara. Incomprensiblemente sereno. ¿Y sus ojos? Esos ojos cuyas pupilas tenía clavadas en las propias. ¿Acaso no se estaban riendo? Capaz era. Lo conocía bien.
Veintisiete.
Pero ahí seguía. Con el aplomo que le caracterizaba. Frío. Draconiano. Como si la cosa no fuera como él. Ajeno, en todo momento, a la atónita mirada de la camarera. A los ruidos varios del café. Sus grises pupilas fijas en las pupilas marrones que lo desafiaban. Daba la impresión de que nada más existiese para él. Sólo él, y la profundidad de aquellos ojos vidriosos dentro de los cuales parecía haberse perdido.
Veintiocho.
Y esa maldita servilleta. ¿Cómo olvidarse de ella? Deslizándose, con una suavidad exquisita, casi mística (como el tiempo… como el tiempo… empeñado, el muy canalla, en no avanzar… aliándose con el enemigo… como hechizado por la quietud que emanaba del rostro del amigo…), desde sus carnosos labios, hasta el pronunciado mentón, y quedándose allí, suspendida peligrosamente sobre al abismo que ante ella se abría, como temerosa de caer, agarrada al hoyuelo que partía en dos, graciosamente, la barbilla del amigo, y moviéndose, moviéndose con pasmosa lentitud, como si quisiera, también ella, dejar constancia del letánico gotear de instantes hacia la eternidad. Era como si una mano invisible la acariciara. No podría decirse, por obra de qué prodigio. Y él, presa del sortilegio, se sentía ebrio. Ebrio por la belleza, siempre latente, de las cosas banales y pequeñas. Pese a que no lo ignoraba. Tan hermoso era. Pese a que era consciente de que no existía tal mano. De que lo que hacía moverse a la servilleta no era sino la contenida respiración del amigo. El cual, permanecía aún más serio. Como un reo en espera de sentencia.
– ¿Hola? Espetó una vez más la camarera. Sin tratar de disimular ahora el creciente malestar que tal situación provocaba en ella. ‘El cliente siempre tiene razón’, dicen. Quien lo dijo, seguro que no había trabajado nunca tras una barra, aguantando y ahuyentando cretinos de todas las raleas, hora tras hora. Día y noche. Ni había hecho turnos dobles, como ella, aquel día. Ni tenía que hacer la caja, como ella, aquella noche. Por no hablar de lo que esperaba en casa. Así que era por esto que habían insistido tanto. Era por esto, que se los habían encasquetado a ella. La nueva. ‘Clientes habituales’, le habían dicho. Inocente. Inocente.
Veintinueve.
Los ojos le escocían tanto o más que la oreja. Como suelen escocer cuando mantienes durante un tiempo la mirada fija en un punto y te empeñas en no parpadear. La gotita de sudor de las pestañas amenazaba con caer, de un momento a otro, en el interior del ojo. Por no hablar de la servilleta. Justo en medio del careto del amigo. Agarrándose, como si en ello le fuera la vida, a los tres tristes pelos de su barba de tres días.
Veintinueve y medio.
Notó un leve temblor en la comisura de la boca. No. Notó que le presión que ejercía sobre su rostro iba cediendo. No. Que la mortaja que sobre él pusiera se deshacía. No. Podía hacerlo. Eres capaz. Notó que caía. Mantén la concentración. Que comenzaba a caer irremisiblemente. Puedes hacerlo. Los sonidos del bar comenzaban a reverberar aquí y allá. Ánimo. Atrayéndolo. Puedes hacerlo. El tin tin de las monedas al caer el la caja. No. El ruido de la máquina de café. No. Las conversaciones de las mesas contiguas. No. El sonido que hacía la camarera al pasar las hojas de su cuaderno mientras mascullaba algo entre dientes. No. La puerta abriéndose. Concéntrate. La puerta cerrándose. Mantén la mirada. Pasos acercándose…
Treint…
La mirada fija en sus oj…
La música… ¿No era….?… Sí… Lou Reed… su voz era inconfundible…. ¿Y la canción?… Sweet Jane… Vaya. No. Aquella música le traía tantos recuerdos. Vuelve. La de juergas que se había corrido con lo colegas de entonces bajo la aterciopelada cadencia de aquellos acordes tan suyos. ¿Qué sería de ellos? Vuelve. Diez años es mucho tiempo. Casi da vértigo pensarlo… Mantén la mira…
Los vasos. El humo. El ambiente viciado. Alguien golpeando la ventana desde fuera…
Demasiado. Era demasiado. Lo supo todo perdido. Era hora de reconocer la derro…
De repente, una sonora carcajada estalló en mitad del café, al tiempo que el amigo, dirigiéndose alternativamente, a la camarera y a él, no sin antes quitarse la servilleta de la cara y retirarse, con un soplido, el molesto mechón de pelo de su ganchuda nariz, decía con suficiencia:
– Tomaré un americano… por cierto… me debes una cena, pringaete… él uno con leche… ah, y ya puedes secarte el sudor… Don No Tardo Ni Medio Minuto En Reírme…
– Vamos… no vale… era imposible no reírse con esa servilleta pegada en medio de la cara… bastante he aguantado…. tú… porque no podías verte… bastante he…
– No dirás que ha sido cosa mía…. lo de la servilleta, digo… también puedes rascarte la oreja, por cierto… y ofrécete un cigarrito, ¿no?… si es que queda alguno entero… qué forma de apretar, chico… con que el sitio más caro….
No pudo evitar fruncir el ceño ante las últimas palabras del amigo. ¿Cómo…? Pero antes de que pudiera siquiera terminar de formularse tal pregunta, que acabó perdiéndose en algún remoto confín de su cabeza, se vio reclamando para sí la atención de la camarera:
– Venga… díselo tú… estarás conmigo en que era imposible… hay que ser de piedra para no reírse con tal…
Ella, se limitó a encogerse de hombros y, dándose la vuelta, se dirigió hacia la barra, mientras pensaba, al tiempo que gritaba, ‘Americano y con leche’, en lo rara que era la gente y las risas de los dos amigos retallaban de nuevo, esta vez, entreveradas con las del resto de los camareros, que habían observado, expectantes, el discurrir de toda la escena, en el interior del café. Faltaban aún muchas horas para el cierre.