III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


6 marzo - 2006

34- Abriendo puertas. Por Hera

Lágrimas inundaron mis ojos y te abracé sabiendo que a partir de entonces, podría hacerlo siempre.Sentada en un banco con mi billete en la mano, bajo la luz cálida del mediodía que lo envolvía todo, ansiaba el momento de subir al tren. Estaba nerviosa, como si de ese viaje dependiera mi futuro, o al menos, alguna parte importante de mi vida.

Crucé mis piernas y me recosté sobre el respaldo. Los pensamientos se sucedían en mi mente como fotografías: infancia, adolescencia, juventud… Gran cantidad de recuerdos brotaban como impulsos eléctricos desde el cajón de mi memoria. Pensaba en el largo camino recorrido hasta llegar a esa estación, hasta llegar a tomar la decisión de abandonarlo todo, y me dio un vuelco el corazón, ¿o quizás era la razón lo que me oprimía el pecho en ese momento? De pronto, tenía la certeza de estar cometiendo un error, de algún tipo, algo no encajaba en todo aquello. Una sensación de ingravidez me embargó, por un momento creí caer al vacío desde aquel banco solitario que ofrecía vistas a la vía. En ese mismo instante una torpe maleta tropezó con mi tobillo, y un lo siento de su elegante propietaria me rescató de la caída sin final que estaba experimentando. Viajeros cargados con sus bultos desfilaban delante de mí al compás del ruido que las maletas con ruedas hacían sobre el pavimento. Inmóvil, observé como todos subían al tren, parecía que mi cuerpo no respondiese a las órdenes de mi mente, o quizás mi mente no era lo suficientemente convincente, pensé. El tren partió hacia su destino y pude ver cómo se escapaba ante mis ojos. Mis ojos, llenos de una mezcla salina compuesta esta vez de rabia, duda e incomprensión, se desbordaron. A lo lejos el tren perdido; aquí cerca, tan sólo mis lágrimas y mi maleta. Reuniendo fuerzas, sin comprender mi propia reacción, me puse en pie y recogí la maleta. Algo no encajaba antes en mi mente, sin embargo en este momento algo meramente físico no encajaba en mi brazo, me faltaba la tensión muscular característica de cargar un peso. Como anestesiada por lo sucedido, lentamente deposité la maleta sobre el banco, esa cárcel de metal que conspiró conmigo misma para mantenerme inmóvil, y me apresuré a abrirla. Las cremalleras estaban cuidadosamente aseguradas con un candado. No recordaba haber puesto un candado, pero encontré la llave sin dificultad en el bolsillo de mi abrigo y, en esa atmósfera angustiosa, abrí mi maleta. Nada. No había nada en su interior. Me sentí desorientada por un momento y creí perder el control. ¿Cómo era posible que mi maleta estuviese vacía? Todo se me antojaba fantasmagórico y gris mirase donde mirase. Quise pensar que todo era mentira, que sólo era una pesadilla y quise despertar. Y, en efecto, desperté, como si sólo por haberlo deseado hubiera ocurrido.

Al abrir los ojos me cegó la luz de mi lámpara de lava, que protegía mis noches de la oscuridad absoluta, y su movimiento me hipnotizó durante unos instantes, seguí con la vista esas bolitas que en su estrecha libertad ascendían hacia la parte superior, para un rato después descender plácidamente hacia el foco de calor. Normalmente, cuando tengo una pesadilla y despierto, la grata sorpresa de la mentira vivida alivia todo terror psicológico, y me secuestra una sensación de incertidumbre que pide como rescate un inventario de lo que es real y lo que ha sido sueño. Y yo se lo entrego, sin más. Después, cuando tú te despiertas, te cuento mis oníricas aventuras, ambos reímos y nos hacemos mil preguntas sobre la complejidad de la mente, el significado y función de los sueños. Pero esa noche no estabas a mi lado. Un vacío colosal inundó la habitación a la vez que un leve escalofrío tomó prestado mi cuerpo para advertirme una vez más de tu ausencia. Eran tan escasos los días en que amanecíamos juntos… De nuevo la soledad, amante ingrata, me acompañaba. Cerré los ojos con la esperanza de que al volver a abrirlos habría despertado de otro sueño, esperanza por los vagos trazos de posibilidad dados por la forma de despertar del anterior. Como era evidente, seguía sola en mi cama, pero continué con los ojos cerrados. Quería volver a ese sueño, retomar el camino a la estación, y ser dueña por un momento del guión que se redacta mientras duermo. Caminaría decidida a la estación en la que tantas veces te abracé y te susurré un yo también justo antes de que pudieses decirme te quiero, simplemente porque sabía que lo dirías. Esto siempre dibujaba la misma sonrisa en tu cara, y tus ojos brillaban como la primera vez que lo hice, a pesar de repetirme en mi hazaña de leer tus pensamientos hasta la saciedad. Muchas veces lo habías intentado tú, con malos resultados, puede ser que mi mente no fuese tan sencilla de leer. Quizás ahora no me sentaría en ese mismo banco, donde hemos discutido la última vez que fui a despedirte, hace ya un mes. Insistías en que fuese contigo, y rechacé la oferta, como tantas otras veces que lo proponías. Simplemente no te acompaño porque no he traído equipaje, bromeé. Pero no te hizo gracia. Sabías que no te acompañaba por mi miedo, para mí justificado, de atarme a tu vida. La dependencia puede llegar a ser muy dolorosa si perdiese la droga que me ofertaban sus besos, me aseguraba a mí misma. Al menos, manteniéndome en mi burbuja plagada de rutinas, podría refugiarme en mi trabajo, o en cualquier otra cosa, por trivial que fuese, si algún día no regresaras a mi vida. Esto te incomodaba, lo sabía, pero lo repetí una vez más para que pudieras entender mi negativa. Tu contraataque fue previsible, y se clavó en mí como se clava la verdad ante una excusa endeble. Nunca serás feliz si vives con miedo, dijiste, el placer de haberlo intentado, aunque fracase finalmente, será probablemente mayor satisfacción que el vivir enjaulada para que el dolor pase de largo. Como una niña caprichosa a la que acaban de negar una nueva muñeca, indignada de puertas afuera, me levanté y caminé hacia la salida. Tan sólo me giré a unos metros de ti para decirte nunca lo entenderás. Tú te levantaste y con un ademán de desagrado terminaste con la situación. Desde entonces no hemos hablado. Decidido, en el nuevo guión, me sentaría en otro banco. Cuando la elegante señora de la maleta se acercase, apartaría cuidadosamente mi pierna cruzada para evitar el tenue dolor del choque, me levantaría y subiría a ese tren, dejando mi maleta vacía a un lado, pues en mi nuevo sueño no necesitaría equipaje que demostrase mi decisión. Todo sería sencillo, tan sólo necesitaba verte de nuevo y desentrañar el amasijo de emociones que me embargan todos estos días desde aquella huída de lo evidente. El tren se pondría en marcha, en uno de sus asientos descansaría una chica que tras haber rajado la cubierta de su burbuja, o tras haber atravesado las rejas de su jaula, habría dejado en tierra orgullo y miedos. Mi orgullo y mis miedos. Quedarían sepultados en la maleta abandonada, asegurados con aquel candado brillante y desconocido de mi sueño. La llave ya no estaría en mi bolsillo, sencillamente porque allí dónde iba, no necesitaría recuperar nada de lo que custodiaba. Por una vez, me alejaría en un horizonte de vías férreas, de esperanzas renovadas, de entrega, de posibilidad, de ti.

Abrí de nuevo los ojos. Me incorporé. No sé si el sueño original tendría algo que ver contigo, o simplemente, como suele suceder, ha sido un producto ambiguo de diferentes pensamientos durante el día, pero la idea de transformarlo a mi gusto e incluirte me sorprendió intentando dormir y soñar. Los recuerdos asaltaron mi mente, entremezclándose con la realidad paralela que estaba creando. Nunca nada se me había revelado tan claro. Ahora siento la necesidad de tenerte cerca, a la que tanto hacías referencia cuando nuestras conversaciones se prolongaban hasta altas horas de la noche después de una cena de despedida, en las que yo solía disponer de tu interminable paciencia restando importancia a nuestros sentimientos, como escudo frente a la temible proposición de acompañarte en un viaje tan sólo de ida. Ahora siento que quiero abrir las puertas de mi vida y dejarte entrar por completo, permitirme pasear por el laberinto de tus ojos, perderme en él y ni siquiera desear dar con la salida. Pasear, bailar y reír como tantas veces hemos hecho, y besarte, pero ya no más como una amarga despedida. No sabes lo que tienes, hasta que lo pierdes, escuché en alguna ocasión. Otro escalofrío sacudió mi cuerpo al recordar esa frase. Ha pasado un largo mes, en el que no he tenido noticias tuyas, después de aquella última discusión a modo de despedida. Al principio pensé que estarías molesto por lo ocurrido, siempre has detestado que te deje con la palabra en la boca, pero confiaba en una llamada telefónica en la que ambos actuaríamos como si no hubiese ocurrido nada. Pasados unos días llegué a ver el teléfono como un despiadado enemigo que sólo sonaba para disparar balas de decepción al no escuchar tu voz. No era propio de ti terminar las cosas así, aunque supuse que al fin la paciencia se había agotado en tu corazón condenado a vivir exiliado del que ama. En mi línea de niña caprichosa ni siquiera me reconocía a mi misma mi error, han sido muchos años evitando esas palabras que en mi interior regurgitaban de la misma forma que tú las pronunciaste, muchos años en que he estado silenciándolas a voluntad. Sé que podría haber telefoneado yo, pero me sedujo más la idea de aplicar mi gran remedio contra el dolor, ponerlo a prueba al fin. Empecé a desconectar de todo lo que me recordase a ti, mi trabajo se convirtió en mi única vida. No funcionó de la forma que yo pensaba, como puedes ver. Tras un largo día de trabajo me acosté y soñé que perdía un tren. Revolución mental.

Y ahí estaba sola, sentada en mi cama, después de soñar dormida, después de soñar despierta, después de divagar sobre el amor y sentir que te había perdido… pensando en que no deseaba nada más en ese momento que decirte lo siento. Fue entonces cuando sonó el timbre de mi puerta y adivinaste por primera vez lo que iba a decirte.