
Tuve la gran suerte de tener acceso desde pequeño a una gran biblioteca, la de mi abuelo, don Agustín Buenaventura, un hombre inteligente, vivaz como un ave de rapiña, sin profesión definida, y que había hecho una fortuna con el contrabando de volframio o algo parecido, en la época de la guerra civil española. Tengo cierta inseguridad en este dato pues siempre fue un gran secreto familiar, es una conclusión personal que saqué después de oír algunas conversaciones a los mayores. Aquella fortuna le permitió adquirir la enorme mansión de un catedrático de filosofía que había muerto fusilado por sus ideas comunistas. Posteriormente, cuando mi abuelo murió, justo antes de que yo naciera, mi padre heredó dicha casa.
Aquella casa que parecía un laberinto concebido para jugar al escondite, con habitaciones que se comunicaban con otras habitaciones y pasillos que conducían a otros pasillos, no era desde luego la mansión de Canterville, pero si se le parecía en una cosa: tenía una enorme biblioteca. Una enorme habitación rectangular, y la pared del fondo, que era la única desprovista de estantes llenos de libros, estaba presidida por el retrato de una señora muy pálida, toda vestida de negro, con el pelo plateado recogido hacía atrás en un moño. Parecía un espectro y era mi fantasma particular, no arrastraba cadenas pero llevaba colgando de su cuello un enorme camafeo que parecía tener vida propia dentro del cuadro. Justamente debajo del fantasma, había un aparador estilo Luis XV, con dos candelabros de bronce a los que faltaban las velas, y entre ambos, un enorme reloj en forma de pez, sin ojos, y que siempre marcaba las tres.
Aquella señora, por supuesto no era mi abuela, ni mi bisabuela, ni nadie de mi familia, era la señora que se había quedado a vivir en aquella pared de la biblioteca y que podía ser familia del catedrático, su madre o su abuela, o quizás tampoco. Seguramente era un antepasado de los dueños de la casa anteriores al catedrático, pues aquella casa tenía más de cien años y por allí debían haber pasado un montón de familias que se la fueron vendiendo unas a otras. Fuera quién fuera, yo le puse un nombre: doña Agonía, me costó un montón encontrar ese nombre tan feo, pero era el que mejor le encajaba.
En aquella habitación llena de libros presidida por doña Agonía, encontré lo que necesitaba: mis auténticos maestros. El primero de todos fue Tom, él hizo que soñara con encontrar los tesoros que se escondían en mi casa embrujada, pero Tom tenia a su amigo Huck y yo estaba solo, bueno tenía a mi hermano, Manolo, del que todavía no os he hablado, pero mi hermano seis años menor que yo, no podía ser mi amigo, no podía seguirme a mi mundo y no podía contarle mis planes. Mi hermano había nacido con una terrible enfermedad, era como decían los mayores plurideficiente, es decir que le faltaban muchas cosas en su cerebro o algo parecido. Yo lo veía normal, sólo que tenía la cabeza un poco pequeña, las manos también y las piernas un poco arqueadas. No era muy guapo, pero desde luego tampoco era el hombre elefante. El problema era que Manolo no podía hacer nada, no sabía caminar, ni hablar, ni lo más fácil que pudierais imaginaros como por ejemplo guiñar un ojo, nada, pero lo que se dice nada, a pesar de que tenía ya cuatro años y a mi madre dedicada a él día y noche. Esta era la principal razón de mi soledad en aquella casa, con lo cual yo tenía que ser mucho más valiente que Tom Sawyer.
Poco a poco además de explorar todos los rincones de la casa buscando tesoros, que nunca encontré, me fui convirtiendo en una especie de ratón de la biblioteca, a la vez que me fui convirtiendo en un ser cada vez más reacio a exteriorizar mis sentimientos. No tenía un amigo a quién traspasar las conclusiones de mis experiencias, mis compañeros en el colegio seguían el mundo de sus padres y del maestro don Victoriano, y yo había decidido ir por otro camino: el mío.
Una tarde, detrás del reloj del pez encontré una llave de bronce pequeña, y que por el tamaño podía corresponder con la puerta del aparador. Probé y encajaba perfectamente, le di dos vueltas y la puerta se abrió. Allí había un montón de libros llenos de polvo, y apoyado encima de ellos un extraño bloc encuadernado en piel negra. Lo cogí y lo limpié frotando con la manga de mi camisa, lo abrí despacio, fisgoneando, por el centro para ojearlo y me quedé atrapado en su perfecta caligrafía. Eran unas cien páginas escritas a mano, con una letra tan perfecta que parecía de imprenta. Comencé a leerlo al azar y mi corazón aumentaba de ritmo en la medida que su contenido me encandilaba a pesar de no entender nada. Busqué la primer página para ver de que se trataba, allí, en letra muy grande, encontré su título: “Resumen del tratado de hipnosis del doctor Liébeault” y debajo, una fecha: Nancy 1860. Me quedé electrizado, mi estómago se convirtió en un puño, me entraron ganas de mear, de cagar, de todo, pero no podía moverme de la silla, aquello era un tesoro, el mayor tesoro que yo podía soñar en aquel momento. Tuve que respirar varias veces, y reanudé su lectura con tal estado de euforia que mis ojos se saltaban las líneas de dos en dos, de tres en tres. Total que seguía sin entender nada. No lograba concentrarme, la palabra hipnosis había ocupado de tal forma mi cerebro que no había sitio para nada más, mis prisas por adentrarme en aquellas páginas y destripar su interior me producían el efecto contrario, no avanzaba, tenía que volver a releer y seguía sin enterarme. Lo cerré, cogí aire, cerré los ojos durante un rato y volví a intentarlo, había cosas que seguía sin comprender, pero no estaba dispuesto a abandonar. Durante varias semanas, el contenido de aquel prodigioso bloc fue mi única obsesión, y poco a poco logré sacar mis propias conclusiones en la medida de que logré llegar a su final.
Un mes después, decidí que era el momento de poner en práctica mis conocimientos. Era de vital importancia mirar fijamente un objeto durante mucho tiempo para producir una modificación profunda de todo mi ser que me dejara predispuesto para la autosugestión hipnótica. Siempre tuve claro cual era el objeto que debía mirar durante todo el tiempo: el camafeo que colgaba del cuello de doña Agonía. Me fui relajando, poco a poco, procurando no pensar en nada, manteniendo mi mente en blanco, aquello funcionaba, mis ojos se iban fatigando, mis párpados pesaban cada vez más y por fin sucedió lo que esperaba: Me quedé dormido.
Me sentía encantado con mis experiencias y cómo no quería que los efectos pasaran, todos los días renovaba mí sesión de auto-hipnosis, para no perder mi nueva fuerza. No estaba preocupado por las consecuencias que aquello pudiera tener, al contrario “¡Menuda suerte tengo!”−me decía a mí mismo. En ningún momento me pregunté “¿Me habré vuelto loco?”, que hubiera sido lo que probablemente os hubierais preguntado vosotros. No, yo estaba feliz con mi “locura” si eso era lo que me ocurría.
Un día, decidí hacer una prueba con mis nuevos poderes, pero cómo no estaba seguro de los resultados, opté en una primera fase por probar con la experimentación animal, y para mis propósitos capturé una lagartija. Yo quería saber si con mi fuerza mental podía dominar aquella fiera, al fin y al cabo, por su árbol de especie, podría haber sido un cocodrilo. Entonces comencé el experimento. Primero la miré durante mucho rato a los ojos, a la lagartija me refiero, y se quedó cómo dormida. No estaba seguro totalmente de que mi sesión de hipnosis hubiera dado resultado y por si acaso, la coloqué sobre una tabla de madera y sujeté sus patas con cuatro alfileres. No debía de estar dormida del todo, pues se movía, no me refiero a su rabo que ese es cómo independiente de la lagartija misma -todos habréis podido comprobar que cuando se le desprende el rabo, a una lagartija, se sigue moviendo por su cuenta-. Yo creo que si se movía fue, por que le dolieron las alfileres, debido a que no estaba dormida del todo. “¡No importa, volveré a intentarlo!”−me dije, e inicié una nueva sesión de mirarla a los ojos fijamente de por lo menos diez minutos. Se quedó totalmente quieta, pero respiraba porque yo veía como se inflaba su vientre. Entonces pasé a la segunda fase: extraer su corazón. Con una cuchilla de afeitar, la abrí por la mitad y allí estaba, latiendo a toda velocidad. Después, con unas pequeñas tijeras de manicura, lo separé del resto y lo puse en la palma de mi mano. Aquí comenzaba mi experimento. “¡No pares! ¡no pares! ¡no pares!” −le repetí, mentalmente al corazón para que siguiera latiendo, y efectivamente el éxito fue total: la lagartija dejó de respirar y su corazón siguió latiendo en mi mano durante un buen rato, hasta que me cansé y después el corazón también se paró.
Unos meses mas tarde y tras varias experiencias con animales, pensé que había llegado el momento de intentar algo más grande, algo definitivo, pero tenía miedo del posible resultado y no quería que nadie se enterara de lo que iba a hacer.
Una tarde, se presentó la oportunidad que esperaba. Mis padres tenían que ir, no sé, al entierro de alguien, y mi madre me pidió que cuidara de mi hermano Manolo. Sólo tenía que estar a su lado en la habitación, y vigilar que no se cayera de la cama o no se hiciera daño. La verdad cómo ya os he dicho, no es que Manolo se fuera a escapar. Ese fue el momento esperado. Si yo tenía alguna clase de poder mental, debía ponerlo en práctica con mi hermano, el pobre, me daba mucha pena y yo estaba dispuesto a ayudarle.
Comencé mi sesión. Primero me di cuenta enseguida de que era bastante más difícil con Manolo que con la lagartija, pues era prácticamente imposible que me mirara a los ojos: siempre los tenía para un lado. Tuve que ingeniármelas para poder fijar su mirada, por lo que, para él, elegí el método de la luz inteligente. Apagué la luz y le puse enfrente una pequeña linterna. No funcionó, la luz era demasiado potente y le hacia contraer las pupilas, y cerrar los ojos. “¡Una vela!”−pensé, y bajé a la cocina a por ella, a Manolo no le dije nada, ni tan siquiera ¡no te muevas, mientras vuelvo!, sabía que no se iba a mover, pero por si acaso, dejé una silla apoyada en su cama para que hiciera de barrera.
Regresé a la habitación y encendí la vela. ¡Aquello funcionaba! Manolo seguía con sus ojos la pequeña luz en la oscuridad. Esperé unos minutos y cuando me pareció que ya estaba hipnotizado, mediante mi fuerza mental, traspasé toda mi información hacia su mente. Le di todas las instrucciones para que aprendiera a andar, a comer, a reírse, a rascarse cuando le pique algo, a no mearse en la cama, a tirarse pedos. Le repetí muchas veces, que todo eso era muy fácil, que lo intentara sin miedo, que seguro que lo conseguiría. En fin, le enseñe todo lo que yo sabía, bueno hasta los cuatro años, que era la edad que él tenía, tampoco le iba a enseñar cosas de seis años más, no siendo que después saliera más inteligente que yo, y, además porque, me estaba cansando. Pasar toda esa información, aunque seas muy rápido, te lleva más de dos horas, y me daba la impresión de que mis padres estaban a punto de volver.
Yo no dije nada a nadie, ni tampoco a Manolo, pensé decírselo cuando fuéramos mayores.