183- En una esquina. Por Hanumana

 Mi destino está marcado por las esquinas. Recuerdo cuando me  enamoré. Un viernes el reloj marcaba las 3 de la tarde, caminaba hacia el norte por la avenida 19 con 126, al voltear por la esquina de la 127 tropecé con una mujer de tez ligeramente acaramelada y sonrisa cautivadora. 

—Disculpe, estaba distraída— dijo, sin dejar de sonreír. Su mirada se clavó en mis ojos por un instante, luego, mientras volteaba la cabeza para seguir su camino, miró de soslayo mis labios temblorosos.

     El destino con sus paradojas se burló cruelmente de mí: deseaba hablarle, conocerla, saber a qué se dedicaba; pero su belleza intensificó mi  timidez dejando mi boca paralizada. Cuando reaccioné ya no estaba ni su sombra. En ese instante quise tener el olfato prodigioso de Jean-Baptiste Grenoville para encontrarla por su aroma.

     En la cama no logré conciliar el sueño, el rostro de aquella desconocida reforzó mi sentimiento de culpa. Sí, me sentí culpable por no haber sido capaz de hablarle. En medio de mi tribulación y de mi torpeza habitual, algunas neuronas intensificaron su sinapsis y una idea nació.  No era muy brillante, pero no resultaba del todo descabellada. La esperé todos los días a la misma hora en la esquina donde la vi. Funcionaría si ella trabajaba o vivía en el sector.

     Como un celador vigilé la esquina de 2 a 4 de la tarde. Pensé si ella se acordaría de mí o si me había olvidado al cruzar la esquina. La esperé religiosamente por un mes. Pero la caprichosa suerte no quiso aparecer. Me pregunté si era normal este sentimiento o si se estaba convirtiendo en una obsesión.

     Un viernes, cinco meses después, crucé con nostalgia por la esquina de la calle 127. Una llamada a mi celular me aterrizó. Era Ana, me invitó a escuchar música a un bar de Usaquen, ubicado en la esquina de la carrera 3 con 118. Llegamos a las once de la noche, el lugar estaba repleto.  A eso de la una de la madrugada los acordes de un bandoneón, evocando a Aníbal Troilo con su composición Margarita Goutier, nos hizo voltear la cabeza hacia el escenario. Minutos después se apagó la luz y un silencio expectante envolvió la taberna. Se escuchó el primer acorde de “volver” de Gardel y el reflector  iluminó a una pareja de baile.

    Los hombres quedamos pasmados ante la belleza de aquella mujer. El traje negro, con un escote profundo en la espalda, resaltaba irresistiblemente su feminidad. Es inefable describir la cadencia y la sincronización de aquella pareja. Sus movimientos, si se quiere, provocativos, me hicieron pensar en lo difícil que puede llegar a ser para sus esposos o novios no sentir celos. Observé el rostro de la mujer, quedé boquiabierto, era la chica que estuve buscando.

     Al terminar el baile, un estruendoso aplauso hizo sonreír a los bailarines y los invitó a una segunda presentación. Yo me paré de la mesa, seguí uno a uno los movimientos  de ella. Esperé con impaciencia el final de la presentación para lanzarme veloz como un leopardo a su lado y conocerla. Pero el destino construyó en las tinieblas un muro: aplausos, risas, brindis. Cuando prendieron la luz no había rastro de ella. Con frustración me acerqué a la barra y  pregunté al barman por el espectáculo, conseguí datos relevantes: se volverían a presentar el próximo viernes y el  nombre de la bailarina era Mónica, por fin, se desvaneció el  fantasma. Aquel nombre le daba una existencia real, tangible, y aunque suene a pleonasmo dejó de ser un sueño para volverse  mi ensueño.

      Pensé: una mujer que baila con esos movimientos felinos debe dejarse seducir por la poesía. Pasé toda la semana releyendo y memorizando algunas poesías de Wallace Stevens, Salvador Díaz Mirón y  Benedetti.

     Después de un esfuerzo titánico recordé cómo iba vestido ese viernes. Con solemnidad, con movimientos casi litúrgicos, me puse una a una las prendas,  cuidé del más mínimo detalle: loción, zapatos, mancuernas, gomina, pañuelo perfumado…

     Llegué a la taberna a las diez de la noche, me senté en la esquina izquierda de la barra de modo que quedé mirando hacia la puerta. La ansiedad me hacia  dar una ojeada a todos los que entraban y tomé varios cócteles para vencerla. A eso de las once y treinta llegaron y el destino, quizás queriendo compensar lo que pasó cuando la conocí, hizo que ella se sentara a mi lado. Saludó al barman  y pidió una cerveza.  Una de las ventajas de haber bebido es que estaba entonado, no mucho, pero sí lo suficiente para atreverme a hablarle.

     —Imagino que a pesar de ser bailarina profesional debe dar algo de nervios una nueva presentación— le dije sonriendo.

     Aunque sorprendida por la pregunta me miró con cierta familiaridad  y sin dejar de sonreír me dijo:

     —No, no es por nervios, la verdad es que me moría de la sed. No es frecuente que beba pero hoy sentí ese capricho.

     — ¿Sabes?,  el tango no era ni mi música, ni mi baile preferido, pero desde el viernes pasado después de observar tu espectáculo ya no puedo pensar en nada diferente al tango.  Hay mujeres que tienen un magnetismo especial y tú eres la reina de ellas—. Sin dejarla reaccionar agregué —Te va parecer algo atrevido, pero me voy a arriesgar, ¿te puedo invitar a beber algo cuando concluya tu presentación?

     —OK,  nos vemos más tarde— terminó la cerveza y se fue al camerino para ponerse el vestido de baile.

Al apagarse la luz, sentí su perfume -El Beso del Dragón-.  Al encenderse los reflectores ella estaba abrazada a su compañero de danza. Su presentación fue fantástica.  Separé una mesa y no perdí un solo detalle. Media hora más tarde ella  se sentó a mi lado, en poco tiempo estábamos hablando de nuestras vidas: me enteré que había terminado una relación amorosa por los celos obsesivos de su novio; supe que vivía en un apartamento con sus padres y que en un par de meses viviría sola,  parecíamos viejos amigos. Su presencia me elevó a otro mundo, el mundo que anhelé desde que la vi por primera vez, el mundo que sueña todo aquel que desea vencer la soledad, que desea amar. Tal fue la atracción que nos besamos con pasión.  Dos horas después salimos abrazados de la taberna rumbo a mi apartamento. Al cambiar de acera para sacar el carro del parqueadero un disparo nos estremeció. Las personas a nuestro alrededor empezaron a gritar, corrían de un lado para otro. Mónica lloraba y gritaba, su blusa estaba salpicada con sangre fresca, caliente. Una mezcla de rabia, miedo y frustración me hicieron correr directo al hombre que vestía un gabán oscuro. Las piernas las sentí pesadas, entumidas, tal vez por el frío de la noche. Él también corrió al verme. En cuestión de segundos  quedé extenuado, me apoyé en el poste de la esquina del parqueadero y lentamente me dejé caer. Sentía ganas de trasbocar pero no podía. Quería gritar pero las palabras no salían, permanecían prisioneras por mis labios estériles. El frió era intenso y la soledad  abrumadora. Las palabras de Mónica se ahogaron con el ruido de una sirena de  ambulancia, su imagen se tornó difusa, el brillo de sus ojos se alejaba, se apagaba.  Ella me tomó entre sus brazos y me besó en los labios… el calor de su piel hizo que se esfumara por un instante el frío del pavimento y de la misma  muerte.

3 comentarios

  1. Extraordinario de principio a fin. Te felicito.

  2. Un local repleto, una hermosa bailarina de tango, un amor imposible y la muerte apazapada en una esquina. ¿Se puede pedir más? Suerte.

  3. Un hermoso y descriptivo relato «negro». Te felicito Hanumana, mientras lo leía lo visualicé perfectamente. Gracias

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