177- Dos caras ocultas. Por Silvestre

 “La noche, como hacía ya antes de que algunos que no voy a juzgar (si no lo hice aún) explicasen su ejecutoria, porque es la noche petulante en su misterio, intenta robar las formas , pero no aquista su voluntad en la ciudad ataráxica, ajena a qué le baña. O es el triunfo de la ingenuidad frente a lo innecesario, o es la neutralidad o…”

 

    Rodrigo tachaba otra vez con calma lo que escribía en su cuaderno mientras miraba Madrid, y era una ciudad al cabo, y le parecía que dormía escupiendo los insomnios y negando los oídos a las quejas de los resistentes al sueño. Rodrigo chasquea la lengua porque lo que escribe le  araña, lo gratuito de las formas; demasiado buen lector, un genio leyendo como para no saber sopesarse. Él, que ha paseado por sueños y ansiolíticas líneas de genios atormentados y que está familiarizado con los protocolos. Detrás, en el mismo salón de velas derretidas, restos de comida, botellas de vino y olor a besos y a semen, duerme Matilde, con una sonrisa en la boca.

 

    “Qué idiota es. Ella sí es petulante, y cree que petulante significa exquisito, pedantismo, y se arma con una cultura desafilada y escupe con su Cortázar, con su Platón, con su Herman Hesse, con su Unamuno, su Nietzsche y su Borges sin atención, y con sus adornos, y luego confunde petulancia con presunción, y lo usa con filo, y con su presunción de saber amar, de ser un ejemplo (pragmático, odiaría esa palabra aquí), de disfrutar sin cansarse de él y sus sonrisas. Baila y se mueve con comodidad  entre la trascendencia y sus solicitudes de cariño, entre lo banal y la sus frases lapidarias sobre la belleza de lo parvo. Es una tierra de nadie y no se cansa de besarme, es inquieta, pero siempre duerme bien, la muy oscura.

    Conoce las armas de la gente, y las mías. Y sin embargo, sé que no me va a atacar y la muy gilipollas me quiere y yo la quiero con pasividad, con accesos de intolerancia a su voz y a su anatomía.

    Y el otro día me llenó la cama de comida y de rosas, y me colgó un beso en la pared. Cuando hace cosas así me hace llorar y se esconde. Y me habla del arte que sale sin pensar, como un latido incontenible, y sobre la vida, y de pronto me besa y se va llorando y yo queriéndole hablar de mis sueños infantiles. Y se esconde de nuevo. Y se emborracha cuando está triste y la resaca no le seca esa sonrisa tan idiota, que es la misma que ponía cuando hacíamos el amor las primeras veces. Y cuando yo sueño con la libertad del gallo abandonado solitario y fuerte en el mundo neutro, ella me dice que me quiere más que a su vida, entonces yo doy la vuelta en la cama y pienso en el fútbol y en lo que voy a corregir y en lo que se va a publicar. Y ella se duerme soñando que despierta antes que yo para llevarme el desayuno, y yo quiero llorar en su ombligo y me siento culpable de querer despertarla y sueño con que eso no es el amor. Y, a veces pone un disco de Nina Simone y me grita que canta para nosotros, y que mire como toda la habitación es el mundo y a mí me dan ganas de gritar lo estúpida que es y salir a leer a Descartes y conocer a alguna chica voluptuosa de dieciséis años que me escupa a Nietzsche y a  Heidegger, y que me acuse de racional y que me admire con sinceridad y sin reservas, entonces Matilde, la muy mártir, no se enfada cuando no salgo a bailar y esbozo mi yo-nunca-bailo-porque-no-sé. Ella me tira un beso, me llama gruñón de mierda y me deja solo,  sonriendo.

    E impide mis tormentas, no permite mis encierros,  niega mis accesos de autismo. Me saca de la mano y luego yo le echo en cara que no me deja tiempo a solas y en casa, que es donde sucede lo realmente importante. Y ella me escupe agua en la cara y yo quiero echarla de casa y en lugar de eso no hago nada.

    Y no encuentro tormentas en ella. No las hay. No existen esas tormentas que yo soñaba surcar en los ojos que no existían. Sobre qué voy a escribir. Y luego Matilde me dice que tiene una sorpresa y me lleva al metro y me cuenta que todos los días, a la misma hora, unos chicos se despiden y que están enamorados, y que él no se atreve a besarla y que si voy yo con ella y les espiamos como hace ella todos los días (y me lo dice a mí), entonces se besarán, ella le besará. Y mientras el sudor atávico de Kirkegaard se va secando sin que yo lo lama, me tiene viendo a la chica con la camiseta de Britney Spears, que sólo sirve para echar un polvo, con un mocoso arrogante de zapatillas carísimas. Y ellos dos, con sus catorce años tan vacíos e inconscientes. y Matilde emocionándose allí. Joder, entonces me doy cuenta de dónde debería estar y seguro que ella ni si quiera tiene ganas de verlos y le habrá recordado a algo que habrá visto en alguna mediocre película sobre la magia de lo cotidiano, o en algún relato de Galeano o en algún lugar que ella ha considerado autoritario-argumental y me agarra de la mano, y tengo ganas de decirle que se vaya al teatro y le digo sin embargo que es mágico, que fíjate que él no se atrevía a besarla, y la muy subnormal fan de Britney (ojalá sólo supiera escribirlo mal) le besa como si hubiera sido cómplice de Matilde, que vuela otra vez a océanos sin tiempo, y a mí me duele la úlcera y quiero irme a casa o a algún café.

    Cuando el aire y los latidos de la gente en los trenes y en las calles me provocan náuseas, cuando recuerdo por qué se mudó mi voz, y otra guerra en mis entrañas deja pistas en mi frente (sin tregua para la paz con los hombres), ¿cómo se besa entonces?, ¿cómo se olvida provisionalmente lo aprehendido?  Yo que he nacido para (teleología deja de restarme aire) estar solo. De hoy no pasa. Lo primero que hago mañana por la mañana es decirle a Matilde que se vaya. O mejor ahora mismo.

    Matilde me regala dibujos con corazones y me reclama concesiones de frivolidad. Matilde huele tan bien. Yo empecé a fumar porque olía mal, y a beber porque sabía horrible. Pienso si sellar la puerta, en la soledad, todo coincide, se ordena, soy dueño. Matilde me subraya, y creo que no debo suponerle ironía (ya dudo cuánta a los autores, ¿cuántas corazas tendrían?) una cita de Kafka en un libro de Salinger : “la felicidad de estar con la gente”.

    Matilde, te odio. Te odio y tú no sabes. Otra taquicardia y la tripa a centrifugar. Por favor Matilde, no me hables al despertar. Déjame odiarte a gusto. Matilde, te miro, despiértate para que te abrace, eres la vida. Eres la vida, ¡qué horror!, no quiero ver mi trampa, la noche aprovecha su ventaja, siempre lo hace. Concesión, Matilde, te necesito, te amo. Horror de literatura, relato tosco, a mí no, no a mí, a mí. Que los espejos se alejen de mí, creo que llegaron las lágrimas. Voy a despertarte cariño, para que veas que lloro. Ahora sé que te amo, mañana se me olvida, ¿es más verdad ahora?, nunca te diré que no te aguanto, Matilde te miro con trascendencia. “

 

    El día se resistía a despuntar. Rodrigo doblaba y arrugaba tres hojas escritas en su puño con la mirada perdida. A la papelera y a bostezar. Matilde abre un ojo, se levanta y abraza a Rodrigo por detrás. Rodrigo se quita las gafas.

 

    -¿Cómo te fue esta noche, mi escritor  maldito?

    -Normal.

3 comentarios

  1. El odio, el amor, el recuerdo, el olvido.. La confusión de las sensaciones en la noche. La borrachera de ideas en la cabeza del creador. Suerte.

  2. No te va tan mal, «mi escritor maldito, sólamente tenías el comentario del generoso Hóskar y ahora tienes el mío, pero ya tienes 9 votos, lo cual no es poca cosa. Felicidades Silvestre

  3. Lo he leído con interés hasta el final, me resulta una confusión «normal» en noches de insomnio.
    Como dicen algunos aquí hay madera de escritor,
    Enhorabuena y suerte:)))

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