62. Doce metros cuadrados

Hace un mes vino a verme vestida con un modelo color berenjena de Karl Lagerfeld. Fue una visita glacial que duró menos de un minuto.
-No me envíes ninguna carta, la tiraré a la basura sin abrirla.
No he tenido más visitas, excepto la de mi nueva abogada.
-Me llamo Clara Montes. Vengo en lugar del Pedro Clavero.
Es la tercera leguleya de oficio que he conocido en estos dos meses en los que espero juicio, otra ansiosa por estrenarse en un caso de asesinato: “El crimen casi perfecto”. Así titularon, como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos periódicos locales. Los otros dos abogaduchos abandonaron el caso, no pudieron soportar los silencios ni mi mirada y no eran capaces de disimular la repugnancia que les provocaba.
Clara tiene una expresión en la cara que me recuerda a un convento de monjas, pero me ha dejado la impresión de que será la que me notifique, después del juicio, que aún podemos apelar.
-El parricidio es un crimen execrable. Haré lo que pueda- comentó.
Esta chica de pelo lacio, mirada esquiva y falda tobillera ha sentido, como los otros, miedo y rabia en mi presencia. Y eso que con ésta puse mis ojos más tiernos, mi tono más íntimo y medí mis gestos mientras ella no dejaba de revolverse en la silla.
Señorita, le dije, no se lo conté a los otros abogados. Pensé que no serviría para nada. Se ha escrito mucho sobre la coartada “casi perfecta”, pero a nadie le conté los motivos.
Tan sólo fue un acto de justicia en la que yo fui víctima, juez y verdugo.
Decidí envenenarla con gas, una muerte dulce, una tarde sentado en el banco de la plaza que hay junto al club 69, abochornado por una insufrible vergüenza. Acababa de salir, después de haber estado tres cuartos de hora en la suite Torquemada, apenas a doscientos metros de aquel banco en el que tuve que sentarme porque me sentía mareado. Entre niños que se perseguían y viejos de mirada amable que daban de comer a las palomas, me recordé de rodillas, eyaculando sobre la punta de su zapato de charol negro, como me había retorcido los pezones y como me había ordenado lamer mi propio semen del suelo y me sentí proscrito de este mundo una vez más.
Debí haberla matado hace mucho tiempo, aquella misma tarde, cuando yo aún no había cumplido los 16. Fue un día en la que me sentía con fiebre y la profe me dio permiso para irme a casa. Algo debía sospechar mi inconsciente para que esa vez abriera la puerta con un extremado sigilo. Oí un murmullo. Mi madre no estaba sola. Quieto, en el zaguán, sin saber qué hacer, los cuchicheos dieron paso a los jadeos. Los vi a través de la rendija de la puerta de la sala; ella arrodillada, con el falo de Juan en la boca; él tenía los ojos cerrados con fuerza, la cara apuntando al techo. El dolor que sentí al observarlos no evitó una erección y eyaculé mientras ella tenía en alto sus piernas desnudas y abiertas.
Aquel día no sólo mi madre dejó de ser mi madre y Juan mi amigo, desde aquel día, para mí, la lealtad no es más que una farsa y el amor una apariencia. Desde aquel día sólo las pasiones enfermizas, como las que vi a través de la rendija, despiertan mi interés sexual.

Dejé que el silencio hiciera compañía a la repugnancia.
La abogada siguió sin levantar la vista del cuadernillo en el que tomaba notas.

No quiero mentirle, continué, hay algo de razón en lo que los periodistas contaron: mi madre era el obstáculo para la herencia y yo estaba acuciado por las deudas de juego. Pero he tenido que vivir con el recuerdo de mi madre puta irrumpiendo en mi vida en cualquier momento. Su muerte me ha liberado de aquel recuerdo.
Fui un adolescente huraño y solitario, un mal estudiante que no llegó a terminar los estudios secundarios. Como mal menor, mi madre me enchufó a través de un concejal amigo. Me pasé veintidós años siendo ordenanza. Veintidós años, casi trescientos meses de mi vida dedicados a decir “sí señor” y llevar sobres de un sitio para otro.
En mi tiempo libre jugaba al póquer o iba de putas. Mi madre siempre pensó que era un inútil y nunca tuvo intención de que me hiciera cargo de la zapatería, el tesoro que sería mío algún día, cuando ella muriera y que sólo visitaba dos veces al año, a principios de temporada, cuando me decía que fuera a escoger los zapatos que necesitase.
Ahora, en esta celda en la que apenas puedo dar tres pasos sin más mobiliario que la cama y el pequeño cajón que hace de mesita de noche me doy cuenta de que no ha servido para nada.
En toda la conversación, Clara, no ha dejado de mirar el cuadernillo y ha engañado mis silencios con la vista fija en la quieta punta del bolígrafo sobre el papel.
El día que la maté, proseguí, sentí la misma repugnancia que la que había sentido por mí en la suite Torquemada.

Ella dormitaba en la mecedora. No era más que una pellejuda piltrafa con más de setenta años cumplidos. Las manos quietas, largas y huesudas, descansaban sobre su regazo. Su moño impecable, moreno azabache, ensartado con una docena de horquillas. Diluí los somníferos en la taza de valeriana que le preparaba cada tarde, esperé una hora hasta oír sus ronquidos, arrastré la mecedora hasta la cocina, abrí la espita del gas y cerré las ventanas. Bandadas de estorninos trazaban figuras en el cielo.
Regresé tres horas después, la casa no había volado por los aires. Abrí las ventanas y llamé al 061.
-Debió quedarse el gas abierto, concluyeron.
Era tan evidente que ni siquiera le hicieron la autopsia.
El mortuorio era como todos, frío y limpio. No habían encontrado mejor sitio para enfriar las lágrimas y las penas que rodearlas de mármoles y flores. Vinieron todas las dependientas, excepto Marta, la encargada, que estaba de viaje en Cuba. Tres horas después me dieron la hornacina con las cenizas. Aquella misma noche, sin emoción alguna, las tiré al mar.
Cerré el negocio unos días, hasta que Marta regresara. Había entrado a trabajar siendo casi una niña y con el tiempo se había convertido en la gerente fiel que hacía los pedidos y que nunca tuvo un no para mi madre. Era una mujer elegante y sofisticada que esculpía su cuerpo a base de gimnasio, dietas y abdominales y que ya tenía que disimular las patas de gallo.
A su vuelta le notifiqué una pequeña subida en su sueldo.
-Quiero que sigas al frente. El negocio funciona bien.
Llevaba una falda negra con cremallera abierta hasta medio muslo, medias negras y botas de cuero –tacón de punta fina- de media caña, el pelo rizado y teñido y los párpados pintados en el mismo tono que el anillo, la hebilla del cinturón y sus uñas. Soportó mi mirada con descaro, casi puedo asegurar que le gustó que me la comiera con los ojos.
-¿Que tal por Cuba?- le pregunté.
Con una sonrisa maliciosa contestó
-Cuba es la tierra de los cuerpos y de los ojos más bonitos del mundo.

Los dos primeros meses vivía como debe vivirse en el cielo, por las mañanas leía los periódicos mientras desayunaba un café con leche y una ensaimada. Vestía camisas de Versace, Cartier en la muñeca y Mercedes descapotable en el garage. Una vez por semana iba a la peluquería, me hacían la manicura y dejaba diez euros de propina. En esos dos meses nunca me sentí aburrido.
Iba con frecuencia al putiferio de la Susi que está cerca del puerto, al final de una calle sin salida, a veces ni siquiera follaba y me quedaba charlando con las chicas que esperaban clientes. Me gustaba el paseo por aquel barrio húmedo con la cartera llena y sus callejuelas llenas de miedos, sus aceras estrechas o inexistentes, sus fachadas desconchadas por el descuido, destilando orín, con sus viejos asomados al balcón, los churumbeles jugando en la calle, los gritos en el aire de alguna madre llamando a sus hijos y las mujeronas en las esquinas, las cestas en el suelo, mirando de soslayo, sin dejar el chafardeo.
Pero el cielo acabó de golpe el día en el que se cumplían dos meses de su muerte.
Marta estaba esperándome en mi pequeño despacho, sentada en mi silla, la camisa abierta dejando ver su sostén de seda y un brillo en la mirada que me produjo desasosiego.
-¿Por qué no le hicieron la autopsia? No lo puedo entender. Tu madre nunca había estado enferma.
Yo estaba desconcertado por este repentino tuteo. No podía saber nada; pero la siguiente frase fue un mazazo
-Tu madre desconfiaba de ti.
No era nuevo, nunca me mostró su testamento. Es posible que le hubiera contado que me tenía miedo. En los últimos meses, sus negativas a darme dinero me habían obligado a teatralizar dos ataques de furia delante de ella; en el primero hice añicos una botella contra la pared de la cocina y en el otro volqué con furia una mesa camilla en el suelo.
En ese momento aún no imaginaba. Marta no podía saber nada, ella estaba en Cuba “con los hombres más guapos del mundo”.
Rompió de nuevo el silencio con unas frases ensayadas decenas de veces.
-Tu madre instaló una cámara, de esas de banco, en el comedor de tu casa. Se ponía en marcha con el movimiento. Ayer vi la cinta del día de su muerte. Una copia te costará 6000 euros.
Sin decir nada se levantó de la silla y fue hasta la caja. Volvió con el talonario en la mano derecha y un DVD en la izquierda. Firmé. Ni siquiera miré la cantidad. Estaba en sus manos.
Por la noche la llamé.
-¿Cuánto me costarán todas las copias? Ella estalló en una carcajada y respondió
-Nada. Serán el regalo de bodas
-¡Ah! Se me olvidaba. Se acabaron las visitas al puerto.
Nos casamos en el juzgado con dos empleadas como testigos.
Poco puedo contar de esos dos meses. No me negaba el sexo, abría las piernas como una autómata y al final me torturaba con alguna frase como “¿Ya has acabado?” o “venga… termina ya que tengo sueño”. Me trataba aún peor que mi madre, como a un monigote sumiso y alicaído, pendiente del móvil que sonaba cada dos o tres horas con la misma pregunta: “¿Qué estás haciendo? “
Sus besos estaban emponzoñados de apariencia y sus sonrisas llenas de orgullo cuando nos cruzábamos con algún conocido
-Es el hijo de doña Puri. Nos hemos casado en la intimidad. No podíamos celebrar una boda tan pronto.
Y mientras decía esto, me pellizcaba la mejilla como si fuera un niño pequeño
-Somos muy felices.
Poco puedo decir de la tortura a la que fui sometido. Conocí a dos Martas, una pulcra y risueña, otra sucia y huraña.
Viví entre la repugnancia por el olor a farmacia de sus mascarillas, el ruido de la epilady y, sobre todo, cuando tenía la regla y tenía que esquivar los tampax usados esparcidos por el suelo, como ratones muertos decapitados, hasta que viniera la chica de la limpieza.
Un anónimo ciudadano envió el vídeo en el que se me veía cerrar las persianas a las cinco de la tarde, arrastrar la mecedora, salir de casa, y no volver hasta las ocho.
Ahora vivo en este pequeño mundo de menos de doce metros cuadrados, en este universo sin secretos, en este lugar de noches eternas y días vacíos, en esta monotonía que sólo se rompe con el ruido metálico del pestillo que anuncia que va a abrirse la puerta.
Pero, señorita, al fin y al cabo, la cárcel es un purgatorio mucho más llevadero que el infierno.