45. Comida para peces

Imagina una enorme pecera, con un fondo de piedras negras, cuevas blancas, corales retorcidos y surtidores de burbujas.
Imagina que dentro yace el cuerpo de una mujer desnuda, cubierto por un centenar de peces de colores que lentamente, sin pausa, van devorando su piel sin escamas.
Tienes que romper el cristal, es la única solución posible.

Cuando Sofía se encontró con una pecera gigante en la entrada de la tienda, suspiró amargamente por el trabajo extra que le iba a tocar.
Bichos absurdos, dando vueltas todo el día, sin parar jamás. Otra porquería más que limpiar, eso le parecieron.
– Hola bonitos, bienvenidos a la tienda más cutre de toda la costa. ¿Tenéis hambre?
Un escalofrío recorrió su espinazo, fue un instante muy breve, tanto como para no darle importancia, pero los peces se giraron todos a la vez para mirarla, cuando hizo esa pregunta. Solo unos segundos, el tiempo de pestañear. No podía estar segura.

Y si yo te dijera que esos animales se alimentan de sueños. ¿Me creerías?

El primero fue Carlitos de siete años, le apasionaban los barcos, de mayor quería ser pescador, como su padre. Una mañana rompió su hucha con forma de faro y se encaminó a la tienda dispuesto a comprar la mejor nave de su colección, pero nunca llegó a hacerlo.

Cuando entró los peces le llamaron inmediatamente la atención, Sofía vio como los observaba largo rato, asintiendo con la cabeza. Después sonrió y se marchó mirando el suelo, sin decir nada.
No recordaba porque había entrado a la tienda, nada de lo que había allí le interesaba, pero el dinero que llevaba todavía en su pequeña mano si, era bonito, le gustaba contarlo, sacarle brillo, a partir de ese momento fue lo único que le importó.

Nadie se dio cuenta, pero unos segundos después los peces habían aumentado de tamaño.

Roberto, el novio de Sofía, trabajaba de camarero. Los dos ahorraban para poder montar algún día su propio negocio, una especie de bar de copas donde escogerían la música, los horarios, la decoración, todo, y donde Sofía podría exponer sus cuadros. Una forma de sentirse un poco más libres.
Sofía atendía unos clientes, y él se entretenía contando los peces tras el cristal, ensimismado, proyectando en el agua su futuro en común.
Cuando por fin apartó la vista de la pecera sus ojos parecían muy cansados, en verdad se sentía agotado. Algo tenía muy claro, le parecía absurdo complicarse tanto la vida.
Esa misma noche se subió en un tren a Zaragoza, sin avisar a nadie y unos días después ya trabajaba en la empresa de su padre.
Allí no se le exigía ningún esfuerzo desmesurado, solo obedecer, pisar, olvidar, seguir ascendiendo.

¿Qué pasa con Sofía? Quieren jugar con ella, es divertido, a ver cuánto aguanta.

Sofía olvidó dar de comer a los peces, pero al día siguiente se dio cuenta de que habían crecido de manera considerable. No entendía que veía la gente en ellos, muchos entraban solo para mirarlos y luego no compraban nada.
Les tiró unas cucharaditas de una especie de polvos que apestaban y ni se inmutaron, como si no los vieran. Dejaron que se posaran en las piedras, en sus aletas, en las conchas. Está bien, pensó, ya os lo comeréis después.

Roberto llevaba un par de días sin llamarla, en el bar no sabían nada de él, no quería preocupar a sus padres, así que decidió esperar un poco más, a veces realmente se comportaba como un niño. Alguna juerga, un amigo de visita… Ya hablarían de todo eso, no estaba dispuesta a empezar un negocio con un irresponsable, las cosas tenían que cambiar, iban a cambiar, seguro.
Llamó a Laura para salir esa noche, aunque sabía donde tendría que ir con ella y no le hacía mucha gracia. Pero Laura no aceptaría cambios, estaba locamente enamorada de un cantante inglés que tocaba en un pub del paseo marítimo, así que irían a verlo. Sofía necesitaba salir, donde fuera, ella también tenía derecho a divertirse, no sólo Roberto.
El cantante parecía bastante tímido pero sonreía a su amiga de reojo alguna vez, la miraba fijamente, mientras acariciaba su guitarra con ternura. Eso bastaba para que Laura temblara como una niña. Dos románticos sin remedio, pensaba Sofía.
Laura vino a buscarla a la tienda, estaba guapísima, como siempre. Sofía fue a dejar algunas cosas al almacén antes de cerrar, tardó apenas unos minutos.
Cuando salió la encontró muy rara, ausente, parecía que para Laura habían pasado años.
Se había soltado el pelo y tenía en los ojos un brillo desconocido, ebrio. Se había mordido los labios, hasta hacerse sangre.
Lo más extraño de todo, es que no quiso ni oír hablar del músico y se empeñó en llevarla a una de las discotecas más caras de la zona.
Esa noche Sofía se quedó sola, mientras Laura se dejaba montar a cuatro patas por un director de televisión local, que le prometía la luna. Evidentemente éste nunca cumplió su promesa.

Mientras, totalmente a oscuras, los peces siguen dando vueltas, hambrientos, nunca tienen bastante.

Julián era un viejo lobo de mar, de los de antes. Conocía a Sofía desde que era una niña. Se había pasado toda una vida trabajando para otros y por fin tenía su barca, su pequeña Lola, así que se encaminó a la tienda con una botella de cava, dispuesto a pedirle a Sofía que la bautizara, por algo su padre había sido uno de sus mejores amigos. Pero nunca llegó a entrar. Desde fuera vio aquel pequeño fondo marino acristalado y se quedó hipnotizado. Sofía lo saludó desde dentro, pero él no se dio cuenta. A los pocos minutos había olvidado porque estaba allí de pie. Giró sobre sus talones y comenzó a andar.

En unos pasos más despertaba, o eso creía. Decidió que era una pena malgastar un trago tan bueno, sí, una verdadera lástima. Sin pensarlo más se bebió la botella entera de camino al puerto. Después compró otra, y otra más, y otra. Se sintió liberado de muchas cargas pesadas. Volvieron a acecharle antiguos rencores, que daba por muertos. Todo sucedía como en una nebulosa, sus manos, la gasolina, la rabia, ¿qué estaba haciendo? No podía parar de reír mientras contemplaba como ardía la barca.
Desde entonces no ha dejado de reírse a carcajadas, solo, aullando. De beber tampoco.

Sofía se sentía cada vez más angustiada. Decidió trasladar sus utensilios de pintura a la tienda, ya que prácticamente no tenía trabajo. No podía entender que estaba pasando, pero notaba cambios, ausencias, una tristeza densa que la iba abrazando poco a poco.
Sus cuadros siempre habían sido muy alegres, pero ahora de sus manos sólo nacían figuras siniestras.
Comenzó a pintar la pecera, buscando algo colorido, brillante, un consuelo. Tenía todo el tiempo del mundo.

¿Has soñado alguna vez que te sumerges en el fondo del mar y al intentar salir ya no puedes hacerlo?
¿Te falta el aire?

Carolina solo llevaba unas horas en el pueblo, estaba realmente ilusionada, por fin iba a disfrutar de unas largas y merecidas vacaciones.
Entró en la tienda para comprar un pareo, pensaba que estrenar algo era la mejor forma de empezar el día.
Le sorprendió encontrar a la dependienta pintando un cuadro. Una pecera, la que había visto en la entrada. Se acercó sorprendida por su gran tamaño, seducida por el vaivén de los peces meciéndose en sus pupilas.
De pronto empezó a marearse, ligeramente. Mientras cerraba los ojos, confundida, sintió todo el tedio que le esperaba en los días siguientes.
Salió de allí con un nudo en la garganta, consciente de que nunca tendría a nadie con quien compartir los momentos felices. Aquí o allá, vacaciones, pareos, mentiras, espejismos ¿Qué importaba todo eso? Se sentía sola, necesitaba un hombre, nada más, y no le importó dejar de ser libre, incluso dejar de ser persona, para retener uno. Un hombre que conoció unos días después y que nunca la quiso. Un hombre que le dejó dos hijos, muchas deudas y una úlcera sangrante como recuerdo.

Pobre Sofía, el círculo se cierra, es cada vez más pequeño.

La playa vacía al atardecer, los bares cada vez más llenos, atestados de personas incompletas, huecas, pero de algún modo, satisfechas de sí mismas. No necesitaban, no deseaban, no esperaban nada.
Teresa paró de escribir, Miguel de cantar en las fiestas, las adolescentes dejaron de suspirar por los italianos playeros, los niños ya no volvieron a hacer castillos de arena, los abuelos abandonaron los bancos en el paseo, las parejas no volvieron a hablarse, el vendedor de cometas se murió de hambre, Lucía se borró de sus clases de teatro, los pescadores no regresaron al mar, Pablo vendió su telescopio…
Autómatas, títeres, dóciles marionetas, vagaban de un lado para otro, dando vueltas sin parar. Nada tenía sentido, pero eso no parecía molestar a nadie.

Cuando todo el mundo es diferente a ti, es muy difícil no creer que estás loco.

Sofía se entregó a ese cuadro, totalmente ajena al resto del mundo, estaba segura de que ya nada podría volver a ser como antes. Roberto desaparecido, los amigos irreconocibles, el aire enrarecido y la pintura quemando. La pintura como única válvula de escape.
En cada pincelada sentía que dejaba algo, no sabía qué exactamente, pero si que era algo valioso y suyo. Y seguía mezclando colores, como en una especie de fiebre, olvidando los horarios, solo le importaba acabar, ver el resultado, llegar al final de todo aquello, fuera lo que fuera.

El juego está muy bien, es muy entretenido, pero el hambre acecha y ya solo queda una.

Todavía exhausta, Sofía contempló su obra acabada, y un escalofrío la sacudió por dentro.
No entendía como había podido pintar aquello, estaba horrorizada, perpleja, inundada por el miedo. No vio peces en el cuadro, solo ojos, atemorizados, heridos, apagados, desesperados, suplicantes. Ojos vagando en un enorme charco de sangre, flotando a la deriva, como pequeñas embarcaciones.
Pudo reconocer en esos ojos la angustia de todos. La soledad, el abandono, los sueños perdidos. Mientras que de los suyos comenzaron a brotar unas lágrimas calientes y espesas que le abrasaron las mejillas. Comprendió lo que estaba pasando, pero ya era demasiado tarde, solo era capaz de sentir una pena inmensa.
Un dolor tan pesado que apenas le permitía encogerse de hombros. Y un frío dulce en los huesos, un abrazo mortífero que aprisionaba su cuerpo y su alma.
Los peces la reclamaban, pero no estaba dispuesta a acabar como los demás, eligió perderlo todo cuando ya estaba todo perdido. Se desnudó, se sumergió en la gigantesca pecera, y abandonó el juego con dos cortes limpios en las muñecas. Alcanzó a ver como el agua empezaba a teñirse de rojo. Alcanzó a pensar, ojalá sirva para algo.
Después nada.

Ya has llegado hasta aquí, estás de vuelta en el principio, aunque ahora si sabes lo que tienes que hacer.
Rompe la pecera.
¿Lo harás? Todo depende del valor que le concedas a tus sueños.