12. El día que el gallo cacareó
El origen de esta historia se remonta a un día muy caluroso, en la ciudad de El Cairo. Había acudido allí en un viaje de estudios, ya que siempre he sido muy aficionado a las culturas egipcia y mesopotámica. El mismo día en que volvía a España me pasé por una tienda de recuerdos situada frente al hotel. Buscaba un regalo de última hora para una tía mía, gracias a cuya generosidad pude emprender dicho viaje. Confieso que nunca se me ha dado bien el hecho de comprar regalos, así que sin mucho entusiasmo, me detuve frente a un jarrón fino y alargado de cerámica barata. Preguntado el precio, el vendedor me dijo que me lo dejaba en 4 dólares. Siguiendo los consejos de nuestro guía, de que nunca hay que hacer caso al primer precio que te den, no sé cómo lo hice, que tras terminar el regateo me sorprendí pagando 7 dólares. Me dirigí al hotel a hacer la maleta, con mi jarrón en la mano, envuelto de cualquier forma en papel de periódico. El vendedor, me dijo, en un inglés bien aprendido, que por ese precio no me lo iba a envolver en papel de regalo. No sé cómo lo conseguí, pero finalmente pude cerrar la maleta aunque sobresalía un poco la forma del jarrón.
Al llegar a casa abrí la maleta y algunos trozos del jarrón se desparramaron por la cama. Las pocas cuidadas maneras del aduanero al cerrar la maleta había provocado su rotura. Cogí los trozos para tirarlo a la basura, entonces noté enrollado en su interior un pergamino muy fino de aspecto antiguo que antes había estado oculto en su estrecha boca. Tenía escrito multitud de signos extraños. A pesar de mi conocimiento de la escritura jeroglífica egipcia y de otras lenguas antiguas no pude identificar aquellos signos. Recordé que tenía un compañero de estudios que era un verdadero experto en cultura antigua y le llevé el papiro. Cuando llegué a su casa estaba muy ocupado datando unas piezas y me dijo que le dejara el papiro en su despacho para poder estudiarlo.
Al día siguiente, muy temprano, me llamó muy excitado, diciéndome que tenía que verme. Al saludarme lo noté sin afeitar y con grandes ojeras. Entrando en su despacho, percibí un ambiente de muchas horas de trabajo: varias tazas de café se amontonaban, sin orden, sobre la mesa y un olor rancio, proveniente de un cenicero lleno de colillas a medio fumar, impregnaba toda la estancia. Me dijo, señalando el papiro, que cuando lo vio, le sorprendió el hecho de que no se trataba de ninguna escritura conocida. Había usado un nuevo programa informático y tras muchas horas, con la ayuda de algunas similitudes había conseguido traducirlo. Era un verdadero hallazgo arqueológico ya que se trataba de una escritura anterior a cualquier otra anteriormente conocida. Aparte de ese hecho lo que en él se relataba también era un hecho de primera magnitud en el campo de la biología. Paso a transcribir la traducción tal como él me la dictó:
“Yo Magog, hijo de Jafet, hijo a su vez de Noé, único superviviente de los que viajaron en el Arca ya casi ciego y notando cercano el fin de mis días, quiero dejar constancia de un hecho que allí tuvo lugar y que he silenciado hasta hoy. Lo hago por medio de estos signos sobre papiro, para narrar fielmente los hechos tal como los conservo en mi memoria. El paso del tiempo, tras los más de 70 años transcurridos desde entonces, puede haber modificado algunos de mis recuerdos pero garantizo que lo esencial es totalmente cierto y sucedió tal como lo voy a relatar.
Hace muchos años, yo tendría 9 años, noté a mi familia especialmente nerviosa. Sólo entendí que íbamos a construir un gran barco, dirigidos por mi abuelo Noé. Toda mi familia lo tomó con mucho interés y se afanaron en aquel trabajo. Yo en la medida que podía ayudaba con mi diminuto esfuerzo. Terminada la construcción del Arca, así llamó mi abuelo a aquel enorme barco, vino una segunda parte no menos complicada. Tuvimos que reunir parejas de todos los animales existentes en la tierra para ir alojándolos en los distintos compartimentos construidos. Esta labor fue larga y difícil y en ocasiones no exenta de peligros. Recuerdo, por ejemplo, a mis tíos Cam y Set esforzándose para hacer subir al león y a la leona por la rampa del Arca, evitando los zarpazos, que lanzaban al aire. El burro y la burra se resistieron tozudamente a subir pero en este caso fui yo quien con un palo y dos zanahorias colgadas por delante les animé a subir con gran celeridad. La caza de mariposas fue algo más laboriosa y, sin embargo, divertida. Había una gigantesca jaula donde se iban introduciendo todas las parejas de insectos. Así fue como poco a poco, todos los animales ocuparon su lugar en el Arca. El cuidado de los animales nos lo distribuimos. A mí me correspondió el cuidado del gallo, la gallina y la pareja de dinosaurios. Sí he escrito bien, dinosaurios. La lluvia empezó a caer y el Arca se cerró. Aquel encierro involuntario de tantos días con estos animales, me ayudó a conocerlos y a cogerles un especial cariño. Hice buena “amistad” con ellos y llegaron a obedecer mis órdenes de manera rápida, siguiéndome habitualmente por todo el Arca.
El gallo y la gallina, eran unos animales extraños, los había conocido recientemente cuando unos mercaderes fenicios nos lo vendieron al pasar por nuestro campamento. Eran animales no muy grandes, todo lo contrario que los dinosaurios. Destacaba el porte majestuoso del gallo con su enorme cresta roja. Tanto el gallo como la gallina emitían el mismo co-co característico lo que los hacía indistinguibles por el sonido que emitían. Lo del cacareo fue algo posterior, como más adelante contaré.
En cuanto a los dinosaurios, animales que ya no existen, había una pareja en el Arca. Eran de gran tamaño pero mansos, simpáticos y muy juguetones. Yo como era el único niño del Arca me pasaba el día jugando con ellos y la gallina y el gallo, con lo que formamos un grupo inseparable. No era extraño ver al dinosaurio paseando con la gallina en la cabeza a modo de corona o al gallo haciendo cosquillas con el pico a la dinosauria. Otras veces jugábamos al esconder y el gallo y la gallina trataban de esconder bajo sus alas a los dinosaurios, pero siempre los encontraba.
Seguidamente paso a exponer la parte más penosa de esta narración, donde revelaré un secreto que desde entonces me ha pesado y contándolo espero liberar parte de mi conciencia. Debido a la cantidad de lluvia que estuvo cayendo siempre estábamos encerrados bajo techo. Una vez que dejó de llover, tanto mi grupo de animales como yo, que ya teníamos cierto agobio por aquel prolongado encierro, salimos al exterior tras abrir yo la compuerta trasera, que era la única por la que los dinosaurios podían salir al exterior. Una inmensidad de agua plana se extendía ante nuestros ojos perdiéndose hasta el horizonte. Los dinosaurios contemplaron aquel espectáculo con los ojos muy abiertos mientras el gallo y la gallina sobre sus cabezas no dejaban de hacer co-co-co. Así todos los días subíamos a la parte superior del Arca para ver el nivel del agua y de paso correteábamos al aire libre. Hasta que un día…
Aquel día hacía mucho viento, estaba amaneciendo, y el Arca se balanceaba bruscamente de izquierda a derecha. No me gustaba la idea de subir con este vaivén, pero los dinosaurios, que estaban especialmente nerviosos, insistieron golpeando la compuerta con sus colas haciendo un gran ruido y otros animales, en sus jaulas, empezaron a ponerse nerviosos con el ruido. Así que subimos todos. Tuve que bajar por pienso para las aves y como andaban especialmente movidos, até a los dinosaurios uno con otro con una cuerda negra que saqué de la túnica. ¡Nunca debí bajar y dejarlos solos! Cuando llegué al compartimento donde estaba el pienso, el Arca dio un bandazo tan fuerte que me tuve que agarrar para no caer al suelo. Al momento sonó un grito desconocido que resonó por todo el Arca. Subí corriendo y me quedé helado del espectáculo sobrecogedor que se abrió ante mis ojos. El gallo empinado en el borde de la cubierta agitaba las alas mientras emitía ese grito extraño: kikirikiiiiiiiiiii,, y dirigía los ojos hacia dos puntos negros, correspondientes a las cabezas de los dinosaurios, que desaparecían tras las olas. La gallina, a su vez, picoteaba una cáscara de plátano que el chimpancé había tirado sobre cubierta. Comprendí lo que había pasado, el dinosaurio en aquel súbito vaivén había resbalado con la cáscara de plátano arrastrando a la dinosauria en su caida. El viento movió el Arca a gran velocidad, alejándonos de los dinosaurios que se perdieron de vista con rapidez. El gallo, fijos sus ojos en el mar, no dejaba de chillar con ese extraño lamento: kirikiiiiiiiiiiiiiii.
Como había muchos animales en el Arca y no había una lista completa de ellos, aquella desaparición pasó inadvertida al resto de mi familia. Estaban muy ocupados en sus distintos quehaceres. Yo, para evitarme problemas, no conté nada de lo ocurrido. Mi trabajo, entonces, se redujo bastante. A las dos semanas, cuando ya estaba seguro que no podrían haber sobrevivido los dinosaurios, en medio de tanta agua, tiré al mar toda la comida que había para ellos. Hubo mucho más hueco en nuestro compartimento…y desde entonces también en mi corazón. A mis aves se les notaba cierta tristeza, por aquella ausencia, especialmente al gallo. Todos los días al amanecer lanzaba su grito: kirirkiiiiiiiiiiiiiiiii. Nunca más volvió a hacer co-co y ese grito al que llamé cacareo lo transmitió a todos sus descendientes.
Cuando el nivel del agua bajó, todos los animales salieron del Arca. Yo encontré entre unas piedras la cuerda negra con la que había atado a los dinosaurios, pero ni rastro de ellos. El gallo y la gallina siguieron acompañándome y se fueron reproduciendo. Como una pesada carga al escuchar todas las mañanas el cacareo no podía dejar de pensar que mi descuido era la causa de la extinción de los dinosaurios.
Termino este ejercicio de memoria, mientras me resguardo del sol bajo esta enorme torre, en la ciudad de Babel. Hasta aquí he venido acompañando a mis hijos y nietos empeñados en su construcción. Está habiendo algunas confusiones y conflictos con el lenguaje. Con estos problemas de comunicación, no creo que se llegue nunca a terminar esta torre.”
Aquí acababa la traducción del papiro que me hizo mi amigo y que estuve escribiendo mientras me dictaba. Me solicitó que se lo dejara unos días, pues quería comprobar algunos detalles con más detenimiento. Le dije que sin problemas. A los dos días leí en el periódico que había sido asesinado. Por un amigo policía me enteré que su casa estaba totalmente revuelta y que los asesinos parecían buscar algo con mucho interés. En la chimenea dice que encontraron totalmente convertido en cenizas unos restos de papiro.
Nunca supe exactamente lo que ocurrió. Imagino que mi amigo, tentado por la posibilidad de ganar mucho dinero, intentó vender el papiro debido a su enorme valor arqueológico y biológico. Tal vez no llegara a un acuerdo económico con sus interlocutores o se lo quisieron arrebatar de cualquier forma. Intentaron entrar en su casa y antes de que se lo quitaran lo lanzó al fuego. Ya es conocido el desenlace. Con el papiro destruido, toda esta historia que tenía escrita no vale absolutamente para nada. Así que hasta ahora he preferido callar. Porque ¿quién me creería? ¡Ni siquiera usted que ha leído todo esto se ha tragado una palabra! Hay algo que no puedo evitar, cada vez que oigo cantar un gallo, como le ocurría a Magog, me acuerdo de los dinosaurios ¿por qué será?