123-Lucia

 

La siesta se desperezaba bajo un cielo verdiazul de enero. El camino, como un viejo mensajero, traía y llevaba alguno que otro vecino, además de viento.
Era una siesta, calurosa como todas las del norte. Seguramente el perro pensaba lo mismo puesto que dormitaba bajo la mesa del patio.
Fue en ese verano del 1944 que sucedió todo.
Lucía estaba de vacaciones en casa de sus abuelos. Era casi una niña, apenas catorce años plenos de inocencia y credulidad. A pesar de vivir en la ciudad con sus padres y hermano, ignoraba muchas cosas de la vida, esas que se iban aprendiendo con los años y a los tumbos porque nadie explicaba nada, en aquel tiempo eso no se estilaba.
Los días se estiraban, perezosos, como al descuido, y la tarde se empecinaba en quedarse pegada al cielo. Días largos de enero. Cuando llegaba la noche, aparecía el sosiego.
Solo un poco.
El calor era agobiante, y la noche corta como para refrescar la casa y las cabezas.

A Lucía le encantaba subir a la bicicleta y recorrer el camino polvoriento, sentir ese polvo que de tan volátil se le metía entre el pelo, entre los ojos y a veces, entre sus pensamientos. La siesta era su predilecta, sola cabalgaba en su bici como si fuera un potro bien domado, y salía bajo el sol irreverente, que le mostraba toda su ferocidad. No importaba, con un sombrero de paja, un cono amarillo como un gran dedal sobre su cabeza, desafiándolo, le demostraba que no tenía miedo. Presentía que no era prudente salir a esa hora, sin saber muy bien por qué, pero algo en el aire le sugería que tuviera cuidado.
La abuela, siguiendo las viejas costumbres de la familia, calló. Bueno, es que la abuela nunca hablaba. Pero esta vez calló y calló, como si todo fuera parte de la consigna.

Detrás del granero, donde se guardaban la maquinas de labranza y el sulky, había un galpón en el que se almacenaba el forraje. Allí, Lucía guardaba su bicicleta.
Era un sitio seco, sin goteras por el forraje, y por eso la chica colocaba allí su máquina, para que la lluvia no la estropeara.
Cuando caía la tarde y volvía con los cachetes rojos de sol y esfuerzo, parecía otra persona. El aire y el verano, cómplices amigos, le regalaban ese tono a su piel asemejándola a un damasco. Lucia volvía, dejaba la bici, y corría hacia la casa a beber un buen vaso de leche fría con alguna galleta o simplemente vainillas.

Después de darse un baño, donde se quitaba el polvo del camino, de las hojas de los eucaliptus o de las briznas del pasto, Lucía también se desprendía de sus deseos. Los dejaba junto a la bañera, colgados en la percha del baño, donde estaba su ropa de “trabajo”, la que se calzaría al otro día, y junto con ella, se calzaría nuevamente sobre los hombros todos sus sueños.
Lucía tenía ilusiones como cualquier chica de su edad: conocer mundo, conocer el mar, conocer el amor.

Ese verano Lucía creció de golpe.
La abuela calló.

Cuando volvió esa tarde de su paseo habitual, fue a guardar su bicicleta. El cielo, con francos signos de pena, preparaba la tormenta.

Ella no se dio cuenta, pero en el galpón cerealero la esperaba el huracán que cambiaría su vida para siempre.

La encontraron ya entrada la noche, con su ropa desgarrada y manchas de sangre. Solo atinaba a llorar. Nadie pudo sacarle una palabra de aquello tan brutal que le había pasado.

La abuela siguió callando.

El abuelo, pulcro y recién bañado, fumaba su pipa de todos los días leyendo las noticias. Él tampoco se inmutó.

No era la primera vez que, luego de revisar los galpones, con un vaso de whisky y su pipa se sentaba a leer como de costumbre, sin pensar en otra cosa.

Lucía jamás pudo soportar el olor a tabaco.