114. El olor de las guayabas

 

Hubo magia entre nosotros y ésta desencadenó, como no podía ser de otra manera, una cascada de fantasías. Soñadas con alevosía para romper los estrechos marcos de la prosaica y limitada “realidad”. Fantasías tan reales, al fin y al cabo, que inducen estados de ánimo, que entusiasman y liberan, que estremecen y hasta se llegan a somatizar. Y más aún cuando esa indescriptible magia aparece modelada por tantas manos ajenas que frenan y dificultan su natural crecimiento. Si bien, el obstáculo, la prohibición, lo hacen al mismo tiempo más sugerente e irresistible.
En el umbral de la locura más deseada y arrebatadora. Ahí me dejaste. Ser capaz de esperar treinta ó cuarenta años, toda una vida, por ti. Por amor, como en las grandes novelas mágicas de los mejores autores latinoamericanos. Y vivir solo por ti. Y no vivir solo por ti. Sostenido únicamente por el abstracto deseo de un amor inventado. Etéreo. Platónico.
Feliz, no obstante, en mi desdichada espera. Inseparables, separados por el fortuito destino. Tan lejos, inalcanzable, pero impulsada mi existencia por esa lánguida ilusión de estar juntos.
Imaginando el gran día, juego a ser Dios y me proyecto al infinito mientras floto entre lágrimas y vapores de alegría. Te conocí de niña y saborearé siempre, como hoy, esos primeros recuerdos. Cómo olvidar los baños en el río y los juegos a todas horas, las incipientes orografías de tu cuerpo adolescente, el vicio de chupar limones con sal y la expresiva chispa del placer que desbordan esos ojos infantiles, tus sonrisas que iluminaban el día, tus misteriosas melancolías…
Esperarte. Como si el tiempo fuera una pura ficción y no algo implacable, como si no curara heridas ni allanara rencores, como si no fuera capaz de apagar cualquier fuego por intenso que éste sea. Como si nada.
En la despedida entendí un poco más qué es la muerte, me sentí desgarrado por dentro, como si una enorme herida se hubiera abierto en lo más profundo de mi alma. Supe, entonces, porqué tememos nuestro final.

La muerte es una nostalgia que nunca será realidad pero que sufrimos al prever nuestra marcha de lo único que conocemos y amamos.
En el amor, como en los sueños, todo puede ser, y mientras espero que el destino vuelva a cruzar nuestros caminos allí donde caprichosamente disponga, te escribo una y mil veces, aunque intuyo que no me entenderás hasta que por lo menos hayas leído Cien años de soledad y estés preparada para ganarme al ajedrez.
Que seas muy feliz en esta vida, tú que me ayudaste, sin saberlo, a encontrar la ilusión que había perdido. Ten presente, mi niña, que el único pecado que podemos cometer es no intentar ser felices por todos los medios. Esa es la verdadera y exclusiva negación de Dios.
Quisiera nada más poder compartir estos sentimientos que me estriñen y condenan a una soledad que es mayor de la que habitualmente solía reservar para mí. No me queda más salida que zambullirme de nuevo en la oscura laguna encantada que llevas en tu alma y confiar en que alguna de las olas que envío hacia las orillas de tu consciencia, mojen esta noche los sueños en que me sueñas, justo en ese preciso instante en que yo estaré soñando que estás junto a mí.
A veces, sin embargo, he de reconocer que un escalofrío me recorre el espinazo y la pesadilla que me envuelve y me hace desear poder cerrar los ojos y olvidarlo todo, es la de mi propio ahogamiento en esas sombrías y agitadas aguas de tu insondable existencia; mientras te veo caminar a lo lejos, ajena a mi sufrimiento, con el gesto indolente de quien no necesita administrar sus días y no sabe existir de otra manera que no sea absorbiendo despreocupadamente cada instante regalado por la vida.

Tu nombre es mi contraseña secreta, y tú eres la etérea sustancia de mis más secretas fantasías. Tus ojos negros se revelan como la indiscutible prueba del embrujo que me doblegó, que me domina y me impide olvidarte ni un momento. Unas veces apareces de improviso en el instante más insospechado y ya no me abandonas en todo el día, otras te echo de menos y soy yo el que te busco en cada movimiento y en cada idea bajo cualquier pretexto. En una canción, en una anécdota que parecía ajena, en un verso que me estremece, en las tostadas y el zumo de naranja de las mañanas, en las películas y en los autobuses. Te asomas desde las páginas de un libro, te contemplo, lloro, ladro, me quedo en silencio y ya sólo me importas tú; me bajo en la siguiente parada y no llego al trabajo pues me alejo en sentido contrario y vago solitario entre gentíos que no existen, sueño despierto hasta la noche y cuando ya en casa comienzan a aflorar síntomas de agotamiento y de locura y de un preocupante masoquismo, me fumo un porro, descargo un poco mi energía sub-umbilical, engullo chocolate y me miro al espejo sin conocerme, incapaz de comprender esa cara extraviada y esos ojos azules de inestables relampagueos, justo antes de emprender de nuevo la insensata tortura que me llevará a seguir encontrándote en una fuente de patatas fritas recién hechas, en una risa callejera que me hace saltar a la ventana y a la que no descubro ningún rostro que no sea el tuyo, homenajeándote en cada línea y en cada verso que plagio para imaginar que son míos.

Eres mi chochito y el tímido refugio al que acudo en los momentos más pusilánimes. Te busco, entonces, niña-mujer-madre y me acurruco a tu vera para sentir la calidez que tu feminidad en desarrollo desprende, y derretir así este congelador, que se ha abierto dentro de mí con patológico oportunismo en un inevitable descuido motivado, intuyo, por el cansancio. Un pequeño resquicio de pálida luminosidad en este templo de amor fue suficiente para que irrumpiera en el coso de mis ilusiones y se instalara entre ellas como gélida nube invernal. Por eso te invoco, que se pare el viento y que salga el sol, y venga a mí el verano del trópico, caliente, húmedo, cargado del intenso olor de las guayabas y del dulce aroma de las piñas.

Si. Recuerdo la tierra. Sus olores, su presencia imposible de someter, la luz que arrebata y devora, los extensos páramos que anuncian las soledades del alma, los hilillos de agua que serpentean entre los cantos y siguen siempre el camino más sencillo, al tiempo que alzan su honda voz indígena. La exuberancia de la selva y la austera altiplanicie andina, juntas, revueltas, de igual manera que tus singulares emociones, deseos y furias.
Para llegar a tu cálida esencia era menester cruzar las ásperas regiones de tus más ocultas tempestades. Una vez las atravesé, tuve el privilegio de descubrir el paraíso y quise quedarme.

Y sigo hablándote todo el día aunque no puedas oírme y escribiendo cartas que nunca leerás, imaginando escenas que nunca podría reconocer públicamente, debatiendo con mi conciencia sobre la improcedente impureza de mis repetitivos y acalorados sueños. Quizá algún día volvamos a vernos y entonces ya seas mujer de pleno derecho para el resto del mundo y yo no tenga que pagar tan alto precio por mi amor. La libertad no me la van a quitar, simplemente la ejerceré de otra manera pero sí me corroe la incómoda sensación de estar perdiéndome algo, de inventar un mundo que a la vez se me escapa por entre los dedos, consciente de que nadie esperará o dejará de vivir porque yo no esté allí fuera, sospechando a cada minuto que el mundo continúa su incesante curso y que en su etérea corriente se lleva también mi tiempo. Irrecuperable. Para siempre. Y yo ya no tengo 15 años.