113. El último cliente

En homenaje a mi padre y a mi abuelo Santiago.

Me encuentro al comienzo de redactar esta carta sentado en mi lecho de muerte, con la sesera pegada a la empapelada pared, como si me hubieran pegado un brochazo de cola celulósica y una corriente que pasa fría por detrás de mi pescuezo que a veces lleva tal voltaje que es capaz de masajearme las espinas. En la mano derecha he cambiado la tijera por la pluma, tengo las piernas flexionadas a modo de improvisada mesa de delineante y en mis riñones he situado la almohada, varias veces doblada hasta ser convertida en una pequeña concha de caracol.

Mi nombre es Andrés, mi profesión la de barbero, tengo cincuenta y nueve años y es la primera vez en mi bregada vida que escribo algo sin saber si mi cabeza funciona como el día anterior, y por mi bien espero estar completamente chalado porque si no, con casi toda seguridad, será la primera y la última. Soy viudo, mis hijos vienen a visitarme normalmente un par de veces al mes, pero a la barbería, porque claro, ya aprovechan la ocasión y lo hacen todo de una tacada. Pero no les culpo, yo a su edad supongo que hubiera echo lo mismo con mi padre, y digo hubiera porque nunca pude comprobarlo.

Esa mañana estaba en la barbería de mi padre emulando a Picasso, tendría yo unos 14 años y era aprendiz. El maestro Santiago, como le llamaban los clientes, me había mandado pintar en la puerta del establecimiento tres franjas de colores, una azul otra blanca y la roja. Según le oí a mi padre decir una vez, esta costumbre venía de cuando Napoleón invadió España. A las barberías que pensaban que el barbero daba información a los franceses, se les ponían estos colores para que la gente no entrara, y con el paso de los años todas las barberías tomaron este distintivo.
Era una peluquería pequeña pero repleta, en las estanterías no faltaban los masajes para después de afeitar como el Aqua Velva, Geniol, Floid o la mentolada Lucky Tiger, jabón y brochas de afeitar, navajas barberas, y la piedra afiladora que se usaba para dar filo a la navaja cuando ya no cortaba ni el arroz con leche, y cuando ya podía se pasaba entonces por el suavizador o correa de cuero curado para afinarla. La bacía de hojalata se encontraba como siempre, dispuesta a remojar cualquier barba, con su escotadura adaptable a cualquier cuello, casi tan relumbrante como la de oro, que no era sino de azófar, que arrebató el ingenioso hidalgo don Quijote un día de lluvia a un humilde barbero.

Mi padre era un hombre adicto a la sin hueso, me atrevería a decir que su lengua acabó más cansada que sus piernas, y eso que tenía dos hiedras, una en cada pata, por las que alguna vez que otra tuvo que guardar reposo y darse cremas. A veces cuando mi padre inclinaba el antiguo sillón peluquero, ya que yo le daba mucho a la imaginación pues mi trabajo era un poco rutinario, veía la barbería como la consulta de un exitoso psiquiatra, y yo su mano derecha, pues muchas de las inquietudes y problemas de la gente del pueblo pasaban por los tímpanos del maestro y los míos.

El cielo estaba encapotado en esos momentos, antes los destellos del sol habían secado la pintura de la puerta en un sanseacabó, cuando entro un viejo de avanzada edad, pero corpulento, la cabeza bien poblada de pelo canoso, repeinado y con una barba muy bien cuidada, pensé que vendría a saludar a mi padre, pero no, venía a retocarse. Debía de ser un hombre pudiente pues no le hacia falta ir al barbero, yo era aprendiz, pero no bobo.

– ¡Hola don Luis me alegro de volver a verle! ¿Cómo está? Hace mucho que no le veía por el pueblo.

-Hola maestro Santiago, he venido porque tengo mañana un compromiso laboral y como usted ya sabe debo de estar impecable para estar a la altura del evento.

– ¡Por supuesto don Luis! Y aquí estoy yo para que mañana pueda lucir mi trabajo. Por cierto, su traje me sigue demostrando que es la persona mas elegante del pueblo.

Según me dijo mi padre ese día, don Luis venía contadas veces al pueblo porque tenía muchas reuniones y era un hombre muy importante. El maestro sabía que ese hombre no necesitaba ningún retoque, pero como me dijo una vez, y esa es una de las razones por las que nunca olvidé a ese tipo canoso, el cliente siempre tiene la razón y hay que hacer lo que te pide. Cuando vi a don Luis por primera vez me pareció tan exquisito su bigote, que estaba seguro que dormía con bigotera aunque eso ya no se usaba.
Estuvieron hablando de la vida de uno y del otro, mi padre hablaba más para variar y el viejo era más de escuchar, parecía un buen hombre pero era muy serio, no recuerdo haberle visto reír. Cuando acabo el lavatorio y la charla, y don Luis fue secado y masajeado, empezó la despedida deseándose los dos lo mejor para el próximo encuentro.

– ¡Bueno don Luis, un placer volver a verle, espero que tenga un buen día!

– ¡Muchas gracias maestro! Permítame un consejo, hace un maravilloso día, no es normal que haga tanto sol como hoy, cierre la barbería antes de tiempo y disfrute de este día, si le veo por el pueblo nos tomaremos unos chatos de vino a su salud.

Me entró la risa, esa que no se ve pero que se siente, en que mundo vivía ese hombre que podía dejar de trabajar cuando quisiera, en ese momento quise ser como él, más tarde me daría cuenta de la barbaridad que había pensado. Mi padre le dijo lo que yo pensé, que era imposible que las cosas no andaban bien y que no podía hacerlo, ciertamente no recuerdo a mi padre cerrando la barbería sino era por una causa mayor como el malestar que le daban sus enraizadas varices. El viejo se marchó, pero antes de irse me miró a los ojos, más que mirarme me paralizó, nunca había visto a un hombre con la tez tan pálida y el pelo tan nevado con unos ojos tan profundamente negros, eran brillantes como dos gotas de aceite.

Mi padre falleció aquella noche, me di cuenta de que algo no iba bien cuando nadie me había cortado mi placentero sueño para ir a la barbería. Mi madre me despertó sollozando y no hizo falta nada más, lo entendí todo a los dos segundos de abrir los ojos.
Esa misma mañana pienso que casi todo el pueblo paso por el velatorio, mi padre era muy querido en el pueblo pues llevaba toda su vida allí, y los que no pasaron por la mañana lo hicieron por la tarde. Se acercó hasta don Luis, impecable, un traje que no creo que vendieran en ninguna tienda del pueblo y que no era el mismo que el del día anterior, se notaba que había venido de su reunión de negocios, se acercó a nosotros y nos dio el pésame a todos. Mi madre, mis hermanos y yo nos mudamos a la ciudad unos años más tarde, pues mis hermanos mayores querían estudiar para ser abogados, médicos o ingenieros, querían seguir el consejo que les dio mi padre:”Usa la cabeza para que cuando seas mayor no tengas que usar las manos”.

Se me cierran los ojos, tengo mucho sueño, hoy ha sido el día más agitado de mi vida, he tenido que hacer todo lo que tenía pensado hacer en los próximos años, me duele la espalda ya de estar sentado en la que dentro de poco será mi circunstancial tumba.

Me levanté como cada mañana y fui a mi lugar de trabajo como de costumbre, después de haber afeitado a tres clientes y cortado el pelo a los mismos tres y uno más, entró en la peluquería un sombrero que llevaba a un hombre debajo. Hasta que no se lo quitó y lo dejó en la percha no pude verle ni saber si tenia pelo en la cabeza donde poder hacer mi trabajo. Se sentó en el sillón y después de darle los buenos días empezó a lavarle la cabeza, pues ese hombre ya venia recortado y afeitado, fue como si hubiera pasado por otra barbería un par de horas antes. Era un viejo que se notaba mayor, pelo blanquecino y peinado hacia atrás, de este modo empecé mi ritual diario una vez más. No me quiso decir la edad que tenía, pero empezó a sincerarse conmigo, me dijo que estaba cansado de su trabajo, que no le gustaba, que siempre estaba viajando y que la gente lo hacía trabajar mucho, yo le dije que no se preocupara que tiempos mejores vendrían, en mi labor de guarda secretos y pequeño consejero de la gente que acudía a mi local. Después de enjugarle el pelo con el secador, le entregué el sombrero en mano y me dispuse a despedirme de él.

-Bueno señor espero volver a verle por aquí, hasta la próxima.

-No creo que vuelva maestro, la verdad que tengo mucho trabajo y si hoy me he metido aquí es porque mañana tengo en esta zona asuntos que liquidar. Le daré un consejo, hace un maravilloso día, no es normal que haga tanto sol como hoy, cierre la barbería antes de tiempo y disfrute de este día. Me marcho ya, encantado de haberle conocido caballero.

Creí que mi alma iba a salir disparada hacia la atmósfera como un cohete espacial, mi corazón estaba sufriendo movimientos sísmicos de todas las escalas, no pude moverme hasta que el viejo dejo de clavarme esos ojos negros que seguían ahí, brillantes como el resplandor del mar, ese que te ciega. Todo lo malo tiene algo bueno, así que cerré la barbería y le hice caso, él iba a ser mi último cliente. Muchos hombres hay poderosos en la Tierra, pero quien me iba a decir a mi que yo pude acabar con el mal con una estocada de mi navaja barbera. Tengo un poco de miedo, hoy he visitado a todos mis seres queridos, a mis hijos, a mis amigos pero no he dicho nada, no quiero que me tomen por chiflado.

Dice la mitología griega que Midas, rey de Frigia, fue maldecido por Apolo con unas orejas como las de un burro, así que Midas las tapaba con un sombrero que sólo su barbero conocía y tal era el peso de este secreto que el barbero lo confesó a un agujero, que a su vez conto a los juncos que a su vez a las plantas y de las plantas a los pájaros. Todo el mundo al final lo supo y el barbero fue ejecutado y más tarde Midas se dio muerte, asimismo. Ahora ya saben porque escribo esta carta, sé que de nada servirá, pero será mi último intento nunca mejor dicho, tal vez cuando sepa todo el mundo que Lucifer no es malvado sino que la gente es la que provoca ese mal, y dejen de tenerle miedo quizás la maldad de las personas desaparezca para siempre.

Me despido ya de quien vaya a leer esta carta, yo la dejaré en mi mesilla de noche, ya le he dicho a unos amigos que si mañana no aparezco en la barbería que entren en mi casa. Me voy feliz de este mundo en el que los barberos hemos tenido que hacer de todo, de dentistas, de barberos y de hasta psicólogos del mismísimo Satanás.