98. Molinos en el viento

El caballero sufría el agobio del sol de julio que, avanzada la mañana, se aproximaba al cenit. Cabalgaba en silencio por la árida meseta, sumido en pensamientos vagarosos. Ráfagas de recuerdos y locas esperanzas acompañaban su incierta derrota, e imágenes fugaces de aventuras -pasadas o soñadas- danzaban a su alrededor como llevadas por el viento del estío.Se balanceaba al ritmo incómodo del paso cansino de su flaco rocín, flojas las riendas, los ojos entornados y la cabeza erguida como desafiando al camino que se extendía sin mesura más allá de donde alcanzaba su ansiosa mirada. Ni venta ni caserío alguno se avistaban en aquella vastedad sin rumores de frondas ni murmullos de arroyos. El viento, cálido y premonitorio de tormenta, arremolinaba zumbón el tenue polvo de la meseta castellana y únicamente el pausado sobrevuelo de un alcotán parecía acompañar la ruta que su capricho había trazado. El peto le oprimía el costal y bajo éste, el corazón le latía dolorosamente, sin que él supiese por qué… si era debido a la emoción de estar acercándose a una meta o a la angustia de alejarse de ésta… pues había transcurrido ya tanto tiempo desde su partida… demasiado… que no podía recordar si aún se estaba yendo o si, desahuciado, había emprendido el camino de regreso. El mellado espadón que pendía de la montura le rememoraba su pretendida condición guerrera y el bruñido yelmo que cubría su sesera se caldeaba bajo los rayos inclementes, escociéndole la testa de ralos cabellos que habían comenzado a encanecer muy pronto. Las cejas pobladas enmarcaban sus ojos vivaces; los bigotes enhiestos y la barba puntiaguda caracterizaban un rostro donde convivían la difusa nobleza del linaje y la preclara limpieza del espíritu; sus manos sarmentosas parecían más propicias a la caricia que a la batalla; y su piel, curtida por nómada deambular, denotaba que había llegado el tiempo propicio para retornar al hogar y a menesteres menos rudos que el anticuado oficio de caballero andante. Detrás le seguían, acólitos impertérritos, su fiel escudero y un galgo famélico de pelaje pardo (que bien concordaba con su flaca cabalgadura de flancos hundido y cruz filosa); el uno vacilante sobre el incansable asno que lo transportaba -caviloso y preocupado- abrumado por aventuras que superaban sus entendederas, y el otro –infatigable- trotando con el rabo flameante, el hocico husmeando la improbable presa y las fauces abiertas como bebiéndose el aire del verano.

Al cabo de un tiempo de cabalgar indiferente, el caballero avistó un obstáculo que ocluía la senda por la que avanzaban. La calima difuminaba sus contornos y le dificultaba reconocerlo, pero al acercarse distinguió que se trataba de un gigante de blanca indumentaria y fea catadura que agitaba los brazos cerrándoles el paso. Una cota de malla cubríale el torso y sus manos asían sendas porras, enormes y amenazadoras. Nuestro héroe requirió de buen modo que les dejase expedito el paso, pero el otro, impertérrito, hizo oídos sordos al reclamo y continuó indiferente, moviendo las extremidades como si su interlocutor no existiese. Ordenole entonces el hidalgo, con imperiosa voz y enojado talante (pues poca paciencia se le daba cuando a su valía se otorgaba menor precio), que se apartara a la vera del sendero y librase la huella de una buena vez, advirtiéndole que de no hacerlo de inmediato se atuviera a las consecuencias de desafiar a un noble caballero de tamaña valía e indubitable arrojo. Empero el gigante no se dignó tampoco responder a esta requisitoria, permaneciendo inmóvil sobre el altozano y manteniendo extendidos sus brazos como las aspas de un molino. No cabía más dudar: para continuar la marcha debería luchar… y además, vencerlo.

Volviose el caballero hacia su escudero y le interrogó prudentemente “¿Será éste otro molino como lo eran aquellos aciagos que tan malos recuerdos me traen por haberlos confundido con portentos?… a mí me parece que semeja un Titán. El palafrenero se encogió de hombros y le respondió: “señor, los gigantes no existen, pero sí los molinos, lo que me consta, y aunque el presente parece tener las formas de un hombre fortísimo y de elevada estatura, debe estar jugándonos nuevamente una broma la imaginación; y esta vez es a ambos a quienes coge, pues yo le veo como persona fornida, de faz torva e intención aviesa.”

Meditó el hijodalgo: “Si se tratase de un molino, con la ventolina que sopla me alcanzarían las aspas apenas me pusiese a su alcance… no debiera tropezar nuevamente con la misma piedra…y ridículo sería embestir una construcción hecha para moler el trigo… empero, más deplorable se vería aún que un caballero como yo, armado como tal y no de alarde, eludiese el desafío de un gigante, si es que lo fuese, y se negase a singular combate que se le propusiera, por lo que, ante la duda, no dicta a mi criterio mejor razón que el intentar abatirlo.” Calzó la lanza en ristre el errante caballero y acometió al orgulloso gigante, o al arrogante cíclope, o al temible minotauro, o a la diabólica bestia, desmedida criatura, inocuo molino, o lo que en realidad fuese aquello que se le alzaba delante, dado que su destino era tanto el de abatir gigantes como cuanto se atreviera interponerse a su sino. Con él cabalgaban Amadís de Gaula y Espladián, Lanzarote y Platir, el Cid y Parsifal, y una cohorte de literarios caballeros, campeones y paladines, ignorantes todos de que serían derrotados sin piedad por el tiempo y el olvido, el desdén de las virtudes y el auge de la banalidad.

Un solo manotazo bastó al gigante, que en verdad lo era, para derribar a su temerario rival. La maza que empuñaba en la diestra abolló el precario yelmo y el cráneo que ésta aparentaba proteger. El colosal sujeto, cuya existencia en tal lugar no sabemos ni intentamos comprender, miró con desdén al vencido y luego se encaminó hacia la cima de un monte cercano sin preocuparse por el derrotado. Quizás su destino fuese el de derrumbar caballeros, tal como el del vencido el enfrentar colosos. Sobre el suelo de Castilla quedó, descalabrado, nuestro malhadado aventurero. De su casco maltrecho goteaba roja sangre, que de gules tiñó las hierbas sobre las que su testa reposaba.

Corrió el ganapán a prestarle auxilio… empero, ya no era posible salvar al amo, pues el hidalgo agonizaba sin remedio. Abrió los ojos hacia el cielo de intenso azul, queriendo fijarlo en sus pupilas, procurando atesorar una luz que le sería al poco negada. Acarició al perro que se le había arrimado y aullaba lastimero. Su mano exangüe se deslizó sobre el áspero lomo, y el can, con el rabo hundido entre las patas, apoyó su cabeza sobre la oxidada coraza como si así pudiese retener la vida que escapaba del pecho. El broquelero, arrodillado a su lado, sollozaba inconsolable, sabiéndose impotente para restañar la herida. Con su aliento menguado, el caballero alcanzó a decir al servidor: “gracias a este golpe he recobrado la lucidez y además ahora sé, al fin, cual es el sentido secreto de nuestra existencia. Te lo transmitiré a ti, como recompensa de tu conmovedora fidelidad y templada paciencia… acércate, porque acaban mis fuerzas”… y prosiguió: “Los gigantes y los molinos, no siempre son lo que parecen ser, son,…”… y se esforzó explicándole aquello que todos deseamos saber y nunca logramos comprender hasta que es demasiado tarde, prodigando generoso, como cristalino manantial, con los restos de su vitalidad que se extinguía, la recién alcanzada sabiduría… Las palabras fluyeron de su boca como la misma sangre que escurrió por la abierta herida hasta agotarse, pero ¡ay!, en voz tan baja e ininteligible, que este cronista -que pasó casualmente por allí- no pudo recogerlas para la posteridad y, por inaudibles, es como si nunca hubieran sido dichas.