97. El homenaje

 

Siempre presumí de la estrecha amistad que me unía a D.Luís Soler Hidalgo. Hombre juicioso y de recto proceder. Perseverante, sobrio y metódico en sus costumbres; de cuello duro sería una expresión apropiada para definirlo.
En más de una ocasión tuve que salir en su defensa, ante las injustas críticas de las que era víctima dentro del exiguo círculo de nuestras amistades, que reprobaba clandestinamente su estricto comportamiento en ocasiones puntuales.
– << Algún día comprobará que la gran admiración que siente por él, le impide juzgarlo con imparcialidad >> –me decía D. Julián, el más áspero de sus críticos cada vez que esto ocurría.
Aunque nunca ignoré que su rancio carácter resultaba algo anacrónico en los tiempos que vivimos, yo admiraba profundamente a D. Luís por sus cualidades humanas.
– <> -le escuché defender con énfasis, una ocasión, cuando debatíamos sobre la frivolidad en el comportamiento de nuestros jóvenes hoy en día.
– <>

D. Luís enviudó joven y vivía con su único hijo, Marcos, al que se entregó en cuerpo y alma desde el fallecimiento de su esposa.
Físicamente era un hombre alto, de voluminosa corpulencia y aspecto distinguido. Llamaban en él poderosamente la atención, sus marcados rasgos árabes; sobre todo el tono cetrino de su piel y la carnosidad de su labio inferior.
A pesar de su edad -59 años- mantenía el cabello poblado y prieto, y nunca le vi una sola cana. Usaba lentes graduadas montadas en un grueso armazón de carey, y era difícil imaginarlo sin su mostacho de granadero, su americana gris marengo de doble botonadura, y un bastón de iroko torneado, que le ayudaba a ocultar la leve cojera que padecía como secuela de un disparo de las filas enemigas durante su intervención en la guerra civil.
Era corresponsal de prensa en Villapuertos, y dirigía irreprochablemente la delegación del periódico La Voz Popular desde hacia treinta años.
Lo conocí con motivo de un acontecimiento que convulsionó la Villa en 1.962, cuando la explosión de unas calderas en la factoría de neumáticos ocasionó decenas de muertos.
Presuroso, irrumpió en mi estudio fotográfico rogándome que tomara algunas instantáneas del espantoso suceso para ilustrar la noticia en el diario.
Atendiendo su petición, preparé el equipo necesario y, me encaminé al lugar del siniestro.
El espectáculo que contemplaron mis ojos jamás podré olvidarlo.
Entre alaridos espeluznantes, cadáveres destrozados y horripilantes escenas de hombres y mujeres mutilados, soporté impotente, inmerso en una atmósfera indescriptible de angustia y pavor, aquella dantesca estampida de seres desesperados en busca de auxilio.
Con las manos temblorosas y sin apenas fuerzas para mantenerme erguido, apoyé mi cuerpo sobre los restos de un muro a medio derribar y, desde allí, sin moverme, pude conseguir varias fotografías que una vez reveladas entregué a D. Luís.
– Nunca olvidaré el favor que me ha hecho –prometió.
Y es que D. Luís también era generoso, o al menos, eso creía yo.

Marcos, su hijo, siempre fue un chico avispado y ágil de mente. Desde muy pequeño se le adivinaban los extraordinarios atributos con que estaba facultado para triunfar en la vida. Había heredado de su padre la locuacidad en la expresión y el porte de elegancia que lo distinguía. Pero a diferencia de aquel, poseía una genuina simpatía de la que D. Luís carecía.
Joven inteligente, de mirada clara, jovial en el trato y conversador ameno. Erudito y lector empedernido, su carrera como estudiante estuvo marcada por la brillantez de sus calificaciones y no encontró dificultad alguna para obtener el número uno de su promoción en la Facultad de Ciencias Económicas de la capital, con una tesis sobre La revolución de la economía industrial, que los propios catedráticos, fascinados, no dudaron en juzgar, como:
<< Un magnífico trabajo vanguardista, sobre el aprovechamiento de los recursos naturales >>
Había crecido bajo la celosa tutela de su progenitor, al que profesaba un profundo respeto. Con él, compartía, siempre que sus estudios lo permitían, largas charlas, en las que el patriarca evangelizaba sobre la trayectoria por la que debería caminar en la vida.
-Perseverancia y fuerza de voluntad, Marcos; esas son las claves del éxito.
La vida es un inmenso huerto, en el que sólo los triunfadores obtienen el privilegio de deleitarse con sus frutos. Recuérdalo siempre, hijo mío –apuntillaba.

Con motivo de su graduación, D. Luís invitó a familiares, amigos, y colegas de la prensa, a una cena-homenaje en un acreditado restaurante de la zona. En ella, según advertía la tarjeta conmemorativa, asombraría a todos los asistentes con el obsequio que tenía preparado para su hijo:
¡Una sorpresa monumental a la que había dedicado más de 25 años!
Conociéndolo, resultaba difícil pensar que se tratara de una burla, pues nadie lo había visto jamás gastar broma alguna.

El salón, decorado con gusto exquisito, estaba presidido por una mesa en forma de herradura, en la que, a la derecha del homenajeado y su padre, se situaban los abuelos maternos de Marcos, y a la izquierda, el Rector de la Universidad y el alcalde de Villapuertos.
A los postres, D. Luís, que estrenaba un elegante terno de alpaca y lucía en la solapa de su chaqueta, la insignia de hijo predilecto que la ciudad le concedió con motivo de sus bodas de plata al frente del diario, se levantó y solicitó la atención de los presentes.
Con voz firme y actitud arrogante, agradeció a todos su asistencia e inició su discurso.
-Hijo mío – se dirigió a Marcos con el pecho inflado de gloria y sonrisa victoriosa. Te felicito en este día tan importante para ambos, en el que yo como padre, siento la enorme satisfacción del deber cumplido y recibo mi merecida recompensa por los esfuerzos realizados en pro de tu educación.
Un breve murmullo recorrió súbitamente la sala, mientras él, egocéntrico, continuó con grandilocuencia…
-Aquí, ante todos los asistentes, quiero hacerte entrega de este regalo que te ruego descubras.
Marcos tomó el paquete en sus manos y lo abrió ante la curiosa mirada de los invitados.
En el interior, encontró un viejo libro de cuentas, con una etiqueta amarillenta raída por los bordes, en la que se podía leer:

Marcos, 12/05/1.953 – 15/07/1.978

–Se encogió de hombros y, perplejo, miró a su padre con gesto asombrado.
-Estaba seguro que el obsequio te sorprendería –se inclinó D. Luís dándole un cariñoso cachete.
En estas hojas – prosiguió, al tiempo que golpeaba suavemente la tapa del libro-, he ido anotando pacientemente cada uno de los gastos que tu crianza y educación me han supuesto. Ahí verás reflejado con todo detalle, desde el importe del taxi que tomamos cuando tu difunta madre se puso de parto, hasta el propio costo de esta celebración, con la que doy por terminada mi labor como tutor y responsable de tu formación.
Como podrás comprobar –continuó inmutable- la cifra total es bastante elevada y solo me ha sido posible costearla a base de mucho sacrificio. Para ello he renunciando a placeres de la vida, que sin duda hubiese podido disfrutar, de no haber sido por mi abnegada entrega en tu adiestramiento. ¡Eso nunca debes olvidarlo! – recalcó con jerarquía, agitando vigorosamente su dedo índice.
-Te deseo en adelante toda la suerte del mundo, y te sugiero que siempre recuerdes el inexcusable agradecimiento que debes profesar hacia tu padre, sin el cual, hubieras estado condenado a vivir como un vulgar asalariado. Sin embargo, gracias a mi inestimable labor, ahora se abre ante ti un futuro lleno de magníficas expectativas.
Miré de soslayo a nuestros habituales contertulios, y adiviné en sus inquisidoras miradas las interrogantes que traslucían.
– << ¿Se convence usted ahora…?. ¿Cree que esto es normal…?. ¿Se va dando cuenta de quién es este hombre…? >>
El resto de los asistentes al acto, incrédulos por lo inaudito de la escena, aplaudían tímidamente las palabras de D. Luís.
Marcos, apesadumbrado por la arenga y la sorpresa recibidas, se levantó desconcertado, abrazó fríamente a su padre, y ya, con el libro en sus manos, cabizbajo balbució: Gracias papá.

Pasaron los años y ante la ausencia de acontecimientos extraordinarios, la vida continuó su monótona cadencia en Villapuertos, mientras Marcos culminó una meteórica carrera en el extranjero.
Se trasladó a un país nórdico, y fue prosperando gradualmente hasta acceder al cargo de director adjunto de la planta de Reciclaje Industrial de una importante empresa multinacional. Allí conoció a Elizabeth, su esposa, una preciosa chica doctorada en Ingeniería Agrónoma, con la que estableció un bufete de asesoramiento para el desarrollo de proyectos ecologistas, que en poco tiempo llegó a alcanzar gran prestigio en la región.
D. Luís, que nunca perdió el contacto con él, alardeaba continuamente ante sus conciudadanos de los éxitos de Marcos, sin dejar de atribuírselos como suyos propios, y esperaba impaciente el día de su retiro, ya próximo, para trasladar su residencia al extranjero y ocuparse de la educación de sus nietos.

En Abril de 1.984 cumplió 65 años y el municipio le ofreció un homenaje con motivo de su jubilación.
En un acto público al que asistieron las autoridades locales, amigos, allegados, y una buena representación del mundo de la prensa, se le hizo entrega de una placa conmemorativa y una copia del acta municipal, donde se recogía el acuerdo tomado por el Pleno del Ayuntamiento, para designar con su nombre una calle de Villapuertos.
Tras las palabras del alcalde, Marcos, que se había desplazado con Elizabeth y sus dos pequeños, tomó la palabra y dirigiéndose a su padre expuso:
-Papá, lamento mucho no poder devolverte la vida que me diste, por no serme esto posible, pero, –le dijo repitiendo sus propias palabras- << aquí, ante todos los asistentes, quiero hacerte entrega de este obsequio que te ruego descubras y leas >>
D. Ernesto abrió reflexivo el sobre, y el moreno de su piel fue palideciendo al tiempo que leía la nota de su interior. Así decía:
<< Con el importe de este cheque que adjunto, te devuelvo la totalidad del dinero que gastaste en mi educación y crianza. Te deseo mucha suerte en el futuro y te pido que nunca olvides que tu hijo Marcos ya no te debe nada >>