89. Despedida en un lenguaje extraño.

 Siempre hablábamos en un lenguaje extraño, desconocido para el mundo y que solo tú y yo éramos capaces de comprender.

 Recuerdo que te conocí un sábado a las seis y media de la tarde, estaba borracho en aquel rincón del parque donde me intentaba matar todos los fines de semana, arrojaste mi copa al suelo y no me permitiste continuar bebiendo, yo era un alcohólico pero tu belleza me impedía recriminarte haberme robado los últimos tragos. Comenzaste a hablar de ti, de tú vida, termine cambiando el alcohol por el sabor de tus labios azucarados. Tú tenias entonces quince años, no sé cuanto tiempo tarde en enamorarme, un segundo tal vez. Eras la chica más bella que jamás había visto.

 Ese fue el comienzo de nuestra historia de amor. Yo estaba sumergido en un oscuro pozo en el que quería ahogarme, vivía drogándome para no vivir y tú tenías tantos sueños en la cabeza que nunca me atreví a revelarte mi escepticismo ante la vida que soñabas. Me gustabas como amiga, como novia y como amante, siempre atenta a mi. Pero tu prisma era otro y en nuestro acercamiento no imaginaste lo distinto que eran nuestros mundos.

 Mi habitación parecía un lugar acogedor cuando estabas allí, sin embargo, cuando estaba solo, eran los demonios quienes se escondían en sus rincones. Solía emborracharme con la música a todo volumen, o drogarme para bailar con el diablo, pero cuando estabas tú, el baile era otro, hacíamos el amor llenos de pasión, mi habitación desprendía un aroma diferente, era como si toda la magia del mundo se reuniese allí por unas horas y solos tú y yo saboreásemos aquella preciosa sensación.

 Recuerdo con nostalgia aquellos cálidos momentos que pasábamos en la playa, los dos abrazados, siempre eternos en la fina arena en la que la que el verano nos envolvía. La suavidad de aquel momento me hacía sentir vivo, parecía una persona normal, pero siempre había un final en la historia, y entonces volvía a mi realidad, a la realidad de estar solo, de saber que mis amigos no eran más que una cuestión del juego en que vivía y eran tan falsos como todas las piezas de las que se componía. Creías que conocía a mucha gente, y así era, pero no los conocía como tú pensabas, tú eras mi única amiga, la única persona que en realidad conocía, y sin embargo, tú jamás llegaste a conocerme.

 Una vez viste el horror, llegue a tu lado desencajando la mandíbula. Habíamos quedado a no recuerdo que hora y no me atreví a romper la cita aunque mi estado fuese el peor. Estaba drogado como nunca, como siempre, bajaba aquellas calles llenas de gente ocupada, casi ciego, llevaba las pupilas tan dilatadas que en mis ojos solo se veían dos grandes puntos negros. No era capaz de pensar nada, pero a medida que me acercaba a tu encuentro se me venia a la cabeza tu imagen y un halo de luz asomaba por ella. Estaba sudando, mi corazón galopaba raudo queriendo morir y pensé en que dirías al verme envenenado con el rostro del diablo. No hubiese acudido a la cita, alegando cualquier estúpida excusa como había hecho en otras ocasiones, pero estaba seguro de que me moriría y tú eras la única persona capaz de salvarme, te necesitaba tanto que no me importaba que ese momento fuese el fin de lo nuestro.

 Al llegar a tu lado te echaste a mis brazos, me pediste que me sentase, y empezaste a acariciar mi cara con ternura, decías que me querías, que qué me pasaba, querías ayudarme, estuvimos juntos un par de horas, luego te acompañe a casa y te dije que me iría a dormir, que estaba bien. Esa noche te llame para tranquilizarte, eras la única persona que se preocupaba por mi. Después de llamarte salí de casa, te había mentido, lo hacía con frecuencia, pero espero que entiendas que era por tú bien, no quería hacerte daño, te merecías lo mejor del mundo y no entendía como podías quererme, a mi, que era lo peor del mundo. Nunca me abandonaste y, ahora comprendo que eras un regalo de Dios, de ese Dios en el que nunca creí y que a veces parecía odiarme.

 Pasaron los meses y mi vida se fue deshaciendo en una brutal catarata. Te llame otra vez, eran las dos de la madrugada, me habían echado de casa, estaba en la calle, me recogiste, me guardaste en tu casa.

 En unos meses conseguimos alquilar un piso, tu padre te daba algo de dinero y yo encontré un trabajo como repartidor, eras muy joven, tenías diecinueve años, pero habías decidido cambiar tu vida por mi. Yo comencé a vender droga para poder consumir más y más, era un adicto a la cocaína, tú querías que la dejase, pero yo me ponía violento cada vez que mencionabas el tema y poco a poco fuiste asumiendo lo que soy y lo que era.

 Fui perdiendo a mis amigos, hasta el punto de que ya no podía salir de casa, tampoco te dejaba salir a ti con tus amigas, te pedía siempre que te quedases conmigo, te necesitaba a mi lado, y poco a poco fui absorbiendo tu vida e introduciéndola en el pozo negro junto a la mía. Tus amigas dejaron de llamarte, estaban hartas de que nunca pudieses quedar. Yo me iba hundiendo cada vez más, mi aspecto ya no era el de una persona, mi rostro se iba consumiendo a medida que pasaban los meses, pero a pesar de todo tú seguías a mi lado, te iba a buscar al instituto todos los días, tenía miedo de perderte, no te dejaba hablar con ningún chico.

 Recuerdo el día en que te vi llorando en el baño, en esa soledad en la que te encontrabas, descalza sobre las frías baldosas de ese cuarto, débil y muy triste. Me di cuenta de todo lo que estaba haciéndote sufrir, de como estaba usando tu amor para destruirte. Yo era un egoísta, quería hundirte conmigo, y eso no podía ser. Mucha gente se lo merecía, pero tú no.

 Al día siguiente te lo dije, te dije que me iba de la ciudad, que no volveríamos a vernos. Comenzaste a llorar, tu inocente corazón no entendía aquello. ¿Cómo iba a abandonarte si lo habías dado todo por mi?. Tu vida me la habías entregado, y yo te la estaba devolviendo, no quería destrozarla, al menos no más de lo que ya lo había hecho. Te abandone sabiendo que encontrarías a alguien con el que serías feliz, también sabía que jamás me olvidarías. Me marche llorando de aquella casa, nuestra casa. Me marche sabiendo que jamás volvería a verte. Y así fue.

 Quiero despedirme de ti en ese lenguaje extraño en el que siempre hablábamos y darte las gracias por ser la droga más sana. Quiero pedirte perdón por el daño que te cause y por esos años que no me atreveré a decir que perdiste, porque creo que aprendimos mucho juntos, pero en que de alguna forma te prive de la libertad que te correspondía, sin embargo ya tienes la lección aprendida.

 Para ti que me entiendes; Dulce aroma de la noche, me voy, ya no busco la superficie, he aprendido a vivir en las profundidades. Tú y yo, ansiado tesoro, siempre nosotros, poetas de delicadas miradas, vanguardia imaginaria del futuro que soñamos juntos, dejo escrito el amor en las paredes de una calle, de una ciudad, de un mundo. Lucho por ti, prometí que moriría en la pelea por nosotros. En mi maleta llevo siete días de verano, cuatro recuerdos de tus azucarados labios, dos palabras y una mirada. Estoy listo para el viaje, te espero a las seis y media de la tarde, volveré a encontrarte, y te encontrarás con un hombre nuevo, con el hombre que siempre desee entregarte, con el que siempre mereciste encontrarte. Un beso.