88. Esto no es vivir, es durar

Mi vida es una desgracia continua, soy un hombre sin suerte. El otro día, sin ir más lejos, nada más meterme en el autobús que me acortaba el trayecto hasta mi tierra, tuve un percance… Me fue a tocar como compañero de asiento un cachas con dos brazos como las patas de un jamón. Me miró dos veces de arriba abajo y comprendí que íbamos a tener problemas, sobre todo yo. Al cabo de unos pocos kilómetros volvió a mirarme con superioridad y me tosió en todo lo que se llama cara. “¿Qué, que estamos resfriadillos, no?”, le comenté con todo el buen rollo del mundo. “Sí, es que los desgraciados como tú me ponen enfermo”, replicó llenándome de mierda los calzoncillos. “Bueno, hombre”, volví a comentar. Luego pensé: “éste, habrá tenido un mal día y ha decidido que sea yo el que se lo pague. Mejor me sigo haciendo el loco y en la primera parada del bus me apeo, me cambio de sitio con disimulo y que la pele con otro”. “¡Schsssss, ehhhhhh!”, me gritaba el tío con la boca pegada a mi oreja. “¡ehhhhh, sordo!”, insistía llenándome de babas el tímpano. Yo, aguantaba el tipo como podía, miraba al resto de viajeros para ver si alguno me tendía una mano solidaria y continuaba haciéndome el loco. “¡Que te estoy hablando, coño!”, en esta ocasión hasta me metió la nariz en la oreja. Yo, acojonado, comenté, como no dándome por enterado: “Joder, hay que ver el viento que hace… que no se oye nada, eh, es una cosa… ¡Esa ventana!”.

¡Bueno! El tío cachas me agarró de la tabla del pecho, me levantó por los aires aún él sentado y me volvió a bajar golpeándome bien fuerte contra el asiento: “¡Cuando yo te hable, contéstame, ¿estamos?!”. “Ah, vale, bueno venga, buen rollito, háblame ahora que te voy a escuchar. Si estaba de coña, tonto”, yo, en tono conciliador. “¿Cómo has dicho?”, retador, con todas las ganas del mundo de partirme la cara. Yo no me lo explico, pero me había tomado tal coraje y tal asco… Total, que le respondí: “¿Con respecto a qué?”, seguía haciéndome el loco. “Mira, enano, como veas que te meta una “mascá”…”. Ya me estaba hasta enfadando, os lo juro. Gracias a que tengo mucho temple y soy muy tolerante, sino… Bonito soy yo, soy chico y canijo pero tengo un nervio y un genio que asusto, de verdad. Total, que así, medio enfadado, le dije: “Dígame señor, ¿en qué puedo servirle?”, tolerante, educado, pacifista. “¿Tú, me ves la mano, no? Pues mira, tienes dos opciones: o me la llenas de pelas o te la estampo en toda la cara, ¿me explico?”. “¿No me digas que me estás atracando en medio de un autobús?”, me estaba dejando alucinado. Y el tío, con una seguridad en sí mismo envidiable asentía con la cabeza y me golpeaba en el pecho con su pedazo de mano, exigiéndome, sin pudor, la pasta. “¡Qué fuerte, no!”, grité para que se me oyera. “Sí, me he levantado todas las pesas del mundo en el talego. Cinco años, tronco”, con chufla, el tío cachas. Me hartó, me puso negro, me dije: “yo, a éste, lo mato, a mi no me vacila nadie y menos me roban en un autobús”. Envalentonado, me levanté y le dije: “Tronco, yo: toda la vida trabajando en el campo, estoy fuerte como una cancela, y, ¿tú, qué?”. Ya no me levanté más, me metió una hostia en toda la cara, me sentó en el asiento con la cabeza para abajo, me sacó toda la pasta de los bolsillos y, finalmente, me escupió en el rostro. “¡¿Cinco euros?! ¡No tienes ni mierda en las tripas, so desgraciado!”, y de una patada en la boca del estómago me sentó en condiciones.
Yo, con la carita blanca, descompuesto, desubicado… Traté de meterme aire, lo miré compasivo y le dije angustiado: “Eso es lo que hay…”.

Allí, el tío se enfadó de tal manera que me volvió a agarrar, esta vez por los genitales, me levantó por los aires (yo, imaginaros, iba con los ojos fuera de las cuencas y la boca bien abierta) y comenzó a sacudirme como a una estera. ¡Bueno! Me estaba matando vivo, lo recuerdo y se me saltan las lágrimas de la emoción. Comencé a gritar como un niño chico, de verdad. Pedía auxilio pero nadie levantaba un dedo para defenderme. Ya, en un último intento por pedir ayuda, miré a un señor que se sentaba al otro lado del pasillo y le dije, aún por los aires, agarrado por el tío cachas, con un fino hilo de voz: “Gordo, que me está matando, coño, ¿no lo estás viendo? ¿No te da nada?”, las lágrimas me chorreaban por el pecho abajo. “Tranqui, tú, tranqui, sigue aguantando que ahora cuando lo canses le vamos a dar una que se va a cagar”. Eso fue todo lo que se le ocurrió decir. ¡Quién lo parió!

En ese momento, el chófer escuchó mis gritos agonizantes y frenó en seco. ¡Tremendo frenazo! Como a mí, el cachas, me tenía en medio del pasillo y además no tuvo más remedio que soltarme para poder sujetarse, me vi volando por los aires, en plancha, con el rostro por delante, por encima de las cabezas del resto de los viajeros, tal que si fuera superman… y, acabé, estampándome contra el cristal frontal del autobús. Toda la frente me la abrí, me pegué como un sello. Mientras, el chófer, indignado, me miraba y gritaba fuera de sí: “¡¿qué hace usted fuera de su asiento?!”. “Jefe, que me están matando, hombre. ¿No me ve como vengo? Y no me grite usted que estoy muy sensible, por Dios. Jefe, qué le iba a decir yo, ¿el San Cristóbal éste, es de usted?”, mientras me lo sacaba de la boca.
Fue cuando unos pocos viajeros se levantaron y acorralaron al cachas. Yo trataba de despegarme del cristal mientras, desde allí, les animaba: “¡matadlo, matadlo al tío cachas, que me ha roto el esternón!”. Me enfurecí tanto que salí pasillo adelante gritando: “¡dejadme solo, que le quiero pisar la cabeza!”. Al fin, conseguí unirme al grupo, allí, estaban todos bien atareados: torta va, torta viene, torta va, torta viene… yo, seguía con tanta ira, desconocida en mí, que no dejaba de gritar de cuando en cuando: “¡dejadme solo, que lo mate, dejadme solo…!”. Pero la trifulca continuaba ajena a mis gritos: torta va, torta viene, torta va, torta viene… Pero tanto lo grité que acabaron haciéndome caso, los muy groseros: torta va, torta viene, torta va, torta viene, torta viene, torta viene… Si no me apartan me mata. Así que, nuevamente, los compañeros viajeros tomaron partida en la refriega. Momento que aproveché para bajarme del autobús, amargado, y salir corriendo cuneta adelante. Allí, a lo lejos, volví la cara un instante y me dije: “Joder, Rogelio, qué mala suerte tienes, coño. Vayámonos para la casa, anda, porque esto no es vivir, esto es durar”.