80. Si cierro los ojos…

Llegamos al pequeño pueblo al anochecer.

Momentos antes había podido apreciar en aquel recodo de la carretera la belleza del lugar sorpresa elegido por Él para pasar el fin de semana.
Una montaña rocosa y de singulares formas, iluminada sutilmente con pequeños focos, parecía ser la guardiana silenciosa de todas aquellas casitas blancas apiñadas a su falda. Y aquella inmensa luna llena… Un decorado perfecto que invitaba a soñar.
Durante el trayecto le había preguntado con insistencia sobre nuestro destino, pero no hubo forma de que me desvelara aquel pequeño misterio que desde hacía un par de semanas, cuando me contó sus planes, me había tentado saber.
Pese a mi curiosidad durante aquellos días no logré que me desvelara nada al respecto, a mis reticentes preguntas solía responderme cuestionándome mi confianza en Él y pidiéndome que simplemente le dejara ocuparse de todo.
Tuve que terminar dándole la razón. Lo verdaderamente importante no era el destino, sino aquel fin de semana compartido, pero he de reconocer que estuve tremendamente intrigada los días previos.
Así que me di por vencida, y tuve que relajarme en mi asiento e ir descubriendo poco a poco hacía qué provincia y ciudad conducía, sin más pistas.
Me había vestido con la ropa que Él me había indicado. Un vestido de gasa, en tonos marrones y verdes, bastante entallado, insinuaba con descaro mis pechos y dejaba mis hombros al descubierto, la falda, por debajo de la rodilla, era más vaporosa .Botas marrones con tacón ultimaban mi atuendo.
Le miraba conducir y a veces no podía reprimir el impulso de besarle escapando un poco de mi cinturón hasta poder llegar a su asiento, mi lengua humedecía ligeramente su cuello, y mis labios se posaban por un instante en su boca…
Su mano derecha a veces buscaba mis manos… Otras veces, de un modo más atrevido, acariciaba mis muslos por encima de las medias con liguero que cubrían mis piernas…
Jugaba ligeramente con mi tanga e invadía sin ningún pudor mi sexo en breves visitas que alimentaban mis deseos de entregarme una vez más a Él y poder sentir esas caricias con toda plenitud…
Tres horas de agradable viaje compartiendo charla y también chucherías y gominolas de fresa que acompañaban a mi mano hasta su boca…, como en un silencioso ritual mi mano buscaba sus labios, que se abrían para recibir cada dulce, y sin retirar la mano esperaba cada nuevo beso al que yo correspondía con una suave caricia, aprendiendo cada vez un trocito más de su piel…, dejando que el deseo siguiera humedeciendo quedamente mi sexo.
Encontramos con facilidad el hotel donde recogimos las llaves de la casa rural que Él había reservado. Esa fue mi segunda sorpresa, ya que también ignoraba dónde nos íbamos a hospedar. Tras las breves indicaciones que nos dieron en recepción, mientras nos sonreíamos con complicidad, partimos hacía nuestro alojamiento.
Tuvimos que dejar el coche aparcado en una pequeña plaza ya que las calles empezaban a ser cada vez más angostas.
Anduvimos el resto de trayecto por una empinada cuesta mientras me sujetaba a su brazo temiendo resbalar en cualquier momento.
Al terminar la calle se iniciaba un estrecho sendero donde los árboles habían dibujado un original arco con sus ramas, enmarcando aquella pequeña verja negra que nos esperaba ligeramente entornada, dándonos paso a un frondoso jardín.
La casa parecía una ilustración de un antiguo cuento.
Era una enorme y pintoresca casona, pintada de color rosa, ventanas de madera, techos de teja color burdeos, insinuando preciosas vistas a sus espaldas
Situada al final de aquel sendero, solitaria, sin más casas alrededor, el silencio se rompía por el tranquilo cauce de un río.
Exploramos cogidos de la mano las terrazas que rodeaban la casa, antes de atravesar el umbral.
Nos envolvió la calidez de la estancia apenas entramos.
Una vieja chimenea presidía la estancia. Un trabajado capazo lleno de troncos de leña y ramas. Dos pequeñas alacenas a cada lado del hallar, con pequeñas puntillas y viejas vasijas de barro. Dos sofás de color azul oscuro, una sobria mesa de cerezo y cuatro sillas al lado de una pequeña librería. Conjunción de estilos que aunaban la comodidad con aquel sabor rústico que destilaban las paredes de piedra.
Recorrimos todas las habitaciones de aquella amplia casa.
Al lado del salón estaba la cocina, de forma alargada y con una escalerilla al final que conducía a una salita triangular, sin ninguna aparente utilidad dado lo reducido del espacio. Él bromeó con usarlo como celda donde castigarme y recluirme y yo le pedí con voz mimosa que tuviera clemencia, dado el helado ambiente en aquel rincón.
Nuestra siguiente visita fue otra habitación, contigua al salón, con dos camas y sendos armarios de color madera y verde, con dibujos de lazos y flores. Había un balcón desde donde se podía divisar con toda su magnitud el valle trasero y las montañas de enfrente, que aún se perfilaban en el cielo a pesar de la oscuridad presidiendo aquella noche estrellada.
En el cuarto de baño la bañera estaba incrustada en las paredes de roca, y tanto el espejo como la lámpara que adornaba el techo eran de forja.
Me gustó la habitación principal. Una enorme cama con el cabecero de hierro forjado era la protagonista de aquellas paredes pintadas de blanco. Creo que a Él también le gusto porque su sonrisa le delataba.
Tras aquel recorrido volvimos al coche para recoger el equipaje, aunque sólo tuve que hacer un viaje porque Él se encargó de traer la mayoría de las cosas, supongo que tras darse cuenta de que con mis tacones me resultaba difícil andar por aquellas calles.
Llevábamos, además de las maletas, un pequeño equipo de música, alimentos y otros “utensilios” que en aquel momento yo ignoraba que Él había cogido de su casa.
Una vez instalados se dispuso a encender el fuego, pronto el crepitar de las llamas creó un ambiente aún más agradable en aquella estancia.
Me cambié para cenar y me puse la ropa que Él me indicó.
Un vestido negro, tipo túnica, ceñido a mi cuerpo, y con un hombro totalmente al descubierto, sujetador y tanga de raso negro y medias de rejilla, con liguero también del mismo color. Botas negras de fino tacón .
Bebimos vino en la cena y brindamos por aquel fin de semana que acababa de empezar. Sonreímos tras el tintineo de las copas y nos besamos tras sorber aquel delicado sabor afrutado que empezaba a enturbiar mis pensamientos y a privarme de mis frenos, nublando toda mi voluntad, empapándome de deseo por fundirme en Él.
Me desnudó al lado de la chimenea. Recuerdo la escena. Él sentado en un sillón y yo allí de pie mientras mi vestido se deslizaba hasta el suelo. Tras el vestido me despojó del sujetador y del tanga y quedé sólo con las medias y las botas frente a Él.
Música de Frank Sinatra como fondo de aquella actuación sólo para dos.
Casi sin darme cuenta mis brazos se cruzaron delante de mis pechos, intentando ocultar mi pudor le sonreí.
No era la primera vez que Él me veía desnuda pero no podía evitar sentir aquella extraña sensación que me hacía parecer tan pequeña y vulnerable a sus ojos.
Apartó mis brazos y acarició suavemente mis senos, sus dedos jugaban con mis pezones, avanzando en pequeños trazos que me sumergían en una elipsis de placer, envuelta en aquel dulce silencio.
Sus manos dibujando mi cintura, palpando la humedad de mi sexo, sus manos acariciando mi espalda, jugando con mi pelo, posándose en mis nalgas…, sus manos…
Desee acercarme más a Él, fundir todo mi cuerpo en su cuerpo, desee que me abrazara y suspender el tiempo en aquel momento, y fue entonces cuando Él se levantó de su sillón y me hizo reclinarme apoyando mis manos en aquel asiento.
Esperé, siempre en silencio, entrecortada mi respiración por los gemidos de deseo que mis labios dejaban fluir muy despacio, esperé…, hasta que sentí aquel primer azote y cómo la fusta bailaba en mi cuerpo, jugando, hiriendo, gozando…
La fusta…, que recorría muy lentamente mi espalda, deteniéndose caprichosamente a veces, paseando sin pudor por mi sexo mientras el húmedo deseo y el placer pugnaban por aflorar en mi cuerpo…
Y le desee. Desee más caricias, más besos, más azotes. Le desee.
Aquella noche al calor de aquella chimenea, donde los troncos ardían y el fuego danzaba en dibujos añiles y rojos, mi cuerpo se abrasaba de deseo, de ansia por sentirle, de desesperación porque me sintiera.
Y no hubo recoveco alguno en mi ser que no le perteneciera. No hubo rincón sin caricias, ni lugar en la casa donde no me hiciera suya, apenas rozándome, mirándome…
Y jugó con mi cuerpo, me presté a aquel abandono y a sentir cómo sus labios me besaban, cómo las cuerdas me amordazaban y me mordían, y sus manos me recorrían una y otra vez sin darme tregua para recuperar la respiración…
Recuerdo cómo ciñó a mi cuerpo las tobilleras y las muñequeras de negro cuero y en aquella desnudez me sentí por primera vez una esclava.
Esclava de mi Dueño, esclava de mis deseos. Su esclava.
Me ofreció una copa de vino que tomé arrodillada frente a aquella chimenea, sintiéndome observada en cada movimiento.
No quise romper aquella magia , ni levantar mi mirada y cruzarla con la suya.
Él me miraba. Yo era suya.
Y mis labios se acercaban lentamente a la copa y mi lengua jugaba con aquél cristal que ahora dejaba de ser cristal…, eran sus labios en mi boca… Y mi lengua provocándole, esperándole, incitándole…
Aquella escena de la que sólo Él era mudo espectador me hizo navegar en esa perturbadora sensualidad que florecía en mi cuerpo necesitando cada poro de mi piel su contacto, su presencia, sus caricias…
Y entonces, me hizo incorporar, acercándose a mí me tendió su mano…, y bailé desnuda , abrazada a su cuerpo, olvidando todo mi mundo, centrándome en sentir y recordar cada momento grabándolo a fuego en mi piel. Quería tatuar en mis pensamientos aquella noche y aquella danza.
No sé cuanto tiempo permanecimos bailando hasta que me tomó en brazos y me llevó a la habitación, depositándome con exquisito cuidado sobre la cama.
Lenta y dulcemente me ató a la cama con unas cadenas que deslizó por las anillas de mis tobilleras y muñequeras de esclava.
Fantasía y realidad se fundieron aquella noche en la que fui protagonista de los deseos más callados, todo se entremezclaba, sensaciones nuevas, situaciones intensas…
Ver las montañas abrazada a su lado, desnuda bajo una manta desde el balcón de una habitación a la mañana siguiente, pasear por aquellos senderos que conducían a antiguos miradores del pueblo, comer en un típico restaurante comida manchega, bordear el cauce de un pequeño río y esperar que llegara el atardecer para recluirme de nuevo a su lado en aquel secreto refugio donde Él daba rienda suelta a sus deseos y caprichos y donde yo me permitía ser su obediente esclava, dejando que los días fluyeran lentamente, sin perturbar aquella dulce calma que me embargaba.
Nada más existía en aquel tiempo diseñado para los dos, donde ambos perfilábamos nuestro papel y nos diluíamos en ser lo que el otro deseaba.
Quizás sólo fue un sueño, pero si cierro los ojos puedo recordar el crepitar del fuego, la música, sus caricias y la fusta deslizándose suavemente por cada rincón de mi cuerpo.
Puedo sentir las tobilleras de cuero ciñéndome y recordándome que soy su esclava, las ataduras en mis brazos, en mis piernas y mis muñecas adormecidas…, las cuerdas lamiendo mi piel… Puedo aún revivir en mi cuerpo la sensación de andar desnuda por la casa, sintiéndome a su disposición en cualquier momento.
Si cierro los ojos puedo recordar la primera noche durmiendo a su lado, desnuda, atada a la cama perteneciéndole infinitamente.
Puedo bailar otra vez esa danza silenciosa en los brazos de mi Amo, si cierro los ojos…