64. Al otro lado del cristal

Aquella tarde, en el interior del ascensor, sobre el fondo del espejo, la vi por primera vez, entre la neblina del sucio cristal, mirándome fijamente y con un rictus de amargura en la boca. Intenté sonreír, pero ella pareció no entender mi gesto de cortesía. Giré mi rostro hacia la puerta para olvidarme de su presencia. Las puertas se abrieron, con su eterno y desagradable chirrido, que hizo que mis dientes rechinaran. Al salir, volví la cabeza hacia el interior pero sólo vi el fondo vacío del espejo. Desconcertada, sujeté la puerta antes de que se cerrase, y miré una y otra vez hacia aquel sucio cristal: nada, ni rastro de vida. ¿Y ella? —me pregunte—, la de del rictus amargo ¿Donde había ido, qué le…? Intrigada, me introduje de nuevo en aquel pequeño receptáculo, buscando, absurdamente, entre las esquinas. Choqué mi cara contra el frío cristal, pero nada se reflejaba en él. Ella no estaba. ¿Había salido o, tal vez, estaba escondida en lo más profundo del foso? Decidí olvidarla, aunque su rostro, parecido a mi rostro, y su cuerpo, semejante a mi cuerpo, se habían instalado en mi mente.

Eran ya las ocho de la tarde, los negros nubarrones reflejaban su oscuridad sobre el asfalto de la calle, y el frío había convertido aquellas calles, bulliciosas horas antes, en un desértico lugar, donde ni siquiera a un vagabundo perro, que buscara comida, se veía. Tenía que recorrer la larga avenida antes de llegar a la parada del autobús que me llevaría hasta la consulta del doctor. Había intentando, en vano, cambiar de hora, pues no me apetecía nada andar por las solitarias calles bajo la oscuridad de aquella ennegrecida tarde de invierno. La avenida estaba escasamente iluminada por un par de farolas, cada una situada en un extremo. Aligeré el paso, al tiempo que alrededor de mi boca se formaba una aureola de vaho, creando formas extrañas que se desvanecían entre el aire frío que me azotaba el rostro. Entre el silencio de la calle oí, detrás de mí, unos pasos que acompasaban a los míos. No quise mirar a mi espalda, y aceleré mi caminar en un intento de apartarme de mi inesperado o inesperada acompañante. Sentí cómo aquellos pasos también se aceleraban. Avivé la marcha confiando en coger distancia, y así alejar de mí esos otros pasos, mas seguí sintiéndolos próximos y al mismo ritmo que los míos. En mi cabeza urdí una artimaña y, con la disimulada disculpa de buscar algo en el bolso, me detuve de repente con la intención de que me adelantasen, pero todo fue en vano, nadie pasó a mi lado. Permanecí quieta y atenta unos momentos, y la incertidumbre creció en mi interior al no escuchar sonido alguno. Mis pies comenzaron a temblar, pero no me atreví a mirar atrás, pudiendo más el miedo que la curiosidad. Inicie una suave carrera, con la esperanza de alejarme de aquellos pasos invisibles, mas, de nuevo, oí el golpeteo de otros tacones sobre el suelo que corrían al unísono con los míos. El temor a lo desconocido me hizo lanzarme a una desenfrenada carrera a través de la avenida, mientras mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho. Percibí, siempre a igual distancia, que alguien corría a la misma velocidad y que se mantenía cerca de mi cuerpo. No me era posible volver la vista, atenazada por un inexplicable terror. Mi mirada estaba fija en la farola existente al final de la avenida, justo encima de la parada del autobús. Seguí corriendo, con la esperanza de encontrar entre los cristales de la marquesina de la parada del bus a alguna otra persona en la que poder ampararme. Aquellos pasos seguían detrás de los míos, y al mismo ritmo. Nada más se oía en la avenida: solo mis pasos, y aquellos otros pasos, y una respiración entrecortada. Ya con las fuerzas al límite del agotamiento, pude llegar hasta la parada. Me detuve en seco y, buscando ansiosamente, miré entre las mamparas de cristal: no había nadie más, nadie en quien refugiarme. Apoyé las manos sobre el frío cristal, mientras cerraba los ojos, temerosa de que a mis espaldas se oyese algún chasquido: nada, todo era silencio, el silencio más absoluto; ni un crujido de zapatos, ni siquiera el suave sonido de un aliento se oía a mí alrededor. Lentamente fui dejando que mis parpados se abrieran. A través del sucio cristal de la mampara apareció de nuevo su figura: estaba allí, igual que en el espejo del ascensor, mirándome fijamente y con un rictus de amargura en su boca. Su cuerpo y su rostro parecían los míos. Estaba allí, impasible, inmóvil, silenciosa, al otro lado del oscuro cristal. Un escalofrió hizo tiritar todo mi cuerpo. Volví los ojos hacia la avenida, por ver si entre el pavimento se divisaba alguna otra persona en la que esconderme de mis miedos, pero sólo una desértica y negra capa de asfalto se divisaba a lo largo de la calle. Temblorosa, miré de nuevo hacia el cristal: estaba vacío, ya no había nadie; solo se reflejaba la tenue luz que bajaba despacio desde la farola. Intentando olvidarla me senté sobre el húmedo banco que allí existía, y con los brazos y las manos agarré con fuerza mi cuerpo, en un intento de sentir su calor y alejar el gélido frío que me cubría. Con los ojos cerrados esperé a que el autobús llegara. Oí un ruido de motor y el crujir de unos frenos. Me levanté y me acerqué a la puerta: no se abrió. Golpeé el cristal una y otra vez: la puerta siguió cerrada. Grité e hice señales al conductor: este permaneció inmóvil. Del interior del autobús llegó a mis oídos una voz que decía: <>.

Desde aquella tarde, deambulo por las calles solitarias siguiendo a otros pasos y contándoles esta historia a través de los sucios cristales, con la esperanza de que alguien, quizá usted, me escuche, y me ayude a encontrar el camino de retorno a la casa olvidada.