Muchas veces en mis escritos
suelo decir que la poesía me es
cada vez más esquiva, como si su
flujo se estuviera agotando en
mí. Y cada vez que escribía eso
yo mismo creía que era una
especie de retórica, un recurso
estético. Pero luego me fui
dando cuenta que en verdad no:
la mano dejaba escapar las
palabras que no me animaba a
pensar, las palabras decían lo
que los ojos no querían aceptar.
Al final es verdad, el poeta que
vive en mi está enfermo y su
cáncer lo lleva
irremediablemente al exterminio.
Y el cáncer de mi poeta es el
mismo que viene matando a cada
uno de los poetas. Nosotros
(tengo derecho a decir
“nosotros” porque al fin y al
cabo el poeta vive en mi cuerpo)
estamos siendo exterminados en
un genocidio lento e invisible.
Quizá no invisible, sino al
menos desapercibido, ya que
igual que las personas no le dan
importancia cuando muere una
libélula, una rana, una cigarra,
un escarabajo, una mariposa o
alguna de esas musarañas, a
nadie le importa cuando muere un
poeta. Y el problema para la
raza de los poetas es que su
exterminio no puede ser
castigado, porque no hay
culpable. No es el hombre el que
mata al poeta: es el siglo. El
poeta se enferma al darse cuenta
que está viviendo en el siglo
XXI.
La utilidad del poeta ha
caducado en este mundo. El poeta
sigue sirviendo como tal pero ya
no es útil. Sus servicios ya no
se requieren más. Todos
admiraban la nobleza y el honor
del samurai, pero su rol en la
historia terminó cuando se
modernizó el arte de la guerra.
A fines del siglo XIX el
Emperador Meiji, decidido a
convertir a Japón en una
potencia igual a las
occidentales, ya no necesitaba
de los samuráis. Pero aún había
algunos que no estaban
dispuestos a abandonar su
bushido y volverse obedientes
soldados. El viejo samurai Saigo
Takamori se rebeló con su grupo
de fieles e intentó tomar el
castillo de Kumamoto, en Tokio,
pero fueron rechazados y
tuvieron que retroceder hasta
Kagoshima. Un ejército de 300
mil soldados atacó a los 40 mil
rebeldes samuráis y el 24 de
septiembre de 1877 en la batalla
de Kagoshima fueron arrasados.
Cuando los guerreros de Saigo
eran apenas 400 no quisieron
rendirse y lucharon hasta que
murió el último samurai.
La modernidad tuvo la amabilidad
de ponerle una fecha de
vencimiento al guerrero samurai.
Con el poeta fue menos benévola
y ni siquiera le dio el honor de
decretar un día para su
ajusticiamiento. Como un soldado
que desaparece en medio del caos
del combate y nunca se encuentra
su cadáver, el poeta no puede
celebrar su funeral porque no
hay evidencia de su muerte y
simplemente está "perdido en
acción".
Durante el combate de los años
el poeta fue siendo asesinado
lenta pero sistemáticamente.
Nadie lo sabe, nadie lo
denuncia, (quizá a nadie le
importe) pero la raza del poeta
es una especie al borde de su
extinción definitiva.
Yo siento en mí ese cáncer que
mata a mi poeta. Yo siento como
el peso del siglo XXI se hace
tumor en él y va apoderándose de
sus órganos. No es que no pueda
seguir escribiendo una metáfora
o construir una rima ordenada
sobre la cuerda de la estrofa,
es que se da cuenta que ya a
nadie le importa esa metáfora,
esa rima o esa estrofa. Y ése es
su tumor. Lo que mata a los
poetas no es el rechazo, el
oprobio, la burla o el insulto
del siglo XXI, sino su gélida
indiferencia.
El cáncer de mi poeta crece con
el silencio del mundo, que día a
día demuestra -sin siquiera
mirarlo- que prescinde de él.
Muchos creerán que esto es una
abstracción figurativa, pero no:
Yo vivencio la enfermedad de mi
poeta como un niño que crece y
no entiende por qué el perro que
le regalaron cuando era bebé ya
no juega con él como antes. En
mi cuerpo corre el vigor del
verano, un cuerpo anhelante de
sensaciones que como un animal
hambriento recorre el bosque,
sintiendo todos los olores,
excitable ante cada mínimo
movimiento. La energía de mi
cuerpo es la bestia que domina
mi ser, brutal e impulsivo. Y en
ese contraste es como percibo la
existencia endeble de mi poeta,
cada día más cansado dentro de
un cuerpo que se sacude.
Ahí va mi cuerpo por el medio
del mar de la vida y ante cada
ola que lo golpea mi animal
brama y avanza en busca del
próximo choque. Pero mi poeta se
acurruca entre las costillas,
apretando los dientes ante cada
latigazo de agua. No gimotea, no
chilla, calla y escupe sangre
por los lados, para que no lo
vea. Es la forma en que la vida
se presenta, es la agresividad
del siglo lo que conmueve su
naturaleza sensible. No es que
no lo intente, no es que no
quiera pelear, es que su arma no
está hecha para enfrentar la
inclemencia de este siglo.
Samurai mío, no desenvaines tu
katana ni tu wakizashi, los
enemigos usan sofisticados
mosquetes y toda tu destreza no
valdrá nada cuando se oiga su
trueno.
Mientras mi animal se vuelve más
salvaje ante cada golpe, ante
cada ofensa y cada desafío que
presenta la vida, mi poeta se
larga a llorar ante la primera
palabra de desprecio y se
quiebra ante el silencio
insensibilidad del siglo. Su
cáncer crece cuando ve que sus
palabras no tienen efecto alguno
sobre el mundo. Ya no conmueve a
nadie, ya no emociona a ninguna
mujer, ya no hace pensar a
ningún anciano, ya no estimula a
los bravos. La indiferencia le
acongoja el pecho que tambalea
dentro de mi pecho y soy yo el
que tiene que tomarlo por los
hombros y ponerlo firme,
gritarle que enderezca la
espalda y siga caminando, que no
se detenga ahora, que no podemos
flaquear, no podemos dejar de
avanzar, mi poeta, mi animal y
yo.
- La vorágine de la vida se
traga a los que caen, mi poeta,
cómo haré para que sigas
conmigo, ahora que debo ir a
paso firme y tú me retrasas con
tu enfermedad?
Desencajado, con la demencia que
se apodera de todo aquel que se
aferra a su supervivencia, mis
actos son cada vez más
desesperados y en el deseo de
vivir, de vivir realmente,
abandono la razón, la moral y la
virtud. Mi poeta atestigua
horrorizado como mi cuerpo se
embrutece. Es mi animal el que
lo domina, sólo su bestialidad
puede hacer frente a una vida
cada vez más bestial. La
fortaleza reside en estar
dispuesto a llegar lo lejos que
haga falta llegar para conseguir
lo que se quiere conseguir. Y
esa fuerza no puedo hallarla en
la sensibilidad de mi poeta,
sino en la energía irracional de
mi animal.
Lo que no sé es si mi poeta me
podrá servir de algo en esta
batalla. Tendré que hacer como
hizo el Emperador Meiji con los
samuráis y erradicar yo también
al poeta que hay en mí? Del
mismo modo que el ejército
moderno supuso prescindir de la
katana, la armadura y el
bushido, el siglo XXI ya no
necesita más de los poetas. La
poesía es prescindible en este
mundo, que ya tiene a los
publicistas, a los cómicos, las
modelos y los músicos pop para
encontrarle un sentido simbólico
a las cosas. Ya no hace falta la
sensibilidad lírica de un poeta
para interpretar un mundo cada
vez más ordinario y pedestre.
Mientras la palabra se torna
cada vez menos polisémica y
pierde su oportunidad metafórica
por un sentido más llamo y
direccional, la poesía es casi
un acto subversivo o un acto de
locura.
Bajo el imperio de una vida que
trata de erradicar los sutiles
matices entre los colores y que
intenta imponer una visión del
mundo en el que sólo puede
distinguirse blanco y negro, que
utilidad práctica tiene mi
poeta? No será que la raza de
los poetas debería reconocer ya
que su taciturna existencia es
solo un acto retrógrado? una
reacción contra el orden
hipermoderno del mundo?
Lo digno y lo bello sería que
todos los poetas se unieran y
conformara un ejército para
lanzar una carga final, en una
batalla que los extermine por
completo o les permita, al
menos, el honor del seppuku.
Pero esto jamás ocurrirá. Quizá
porque no muchos poetas tienen
el valor necesario para morir
por sus palabras y en última
instancia porque estando tan
diezmados como están, ni
siquiera podrían llegar a formar
un ejército, apenas una horda
enloquecida.
Por mi parte seguiré luchando
con las armas que tengo: con mi
animal haciendo frente y con mi
poeta por detrás. Aunque lo
lleve a rastras, algo me impide
prescindir de él... No sólo es
el cariño hondo que siento por
su ternura. Es algo más. No se
trata de algo racional, claro
está, porque su utilidad es
totalmente nula. Mi intuición me
dice que su existencia aún
cumple un rol en el dominio de
mi alma. Quizá, si
desapareciera, la brutalidad de
mi animal se apoderaría de mi
cuerpo y yo perdería la poca
comprensión que tengo de mis
propios símbolos. Todo sería
instinto, todo sería acción y
fuerza. Quizá mi cuerpo, como el
mundo, aún necesite del poeta,
para que la sutil
reinterpretación de una palabra
salve el límite entre animales y
hombres…
Rodrigo
Conde
Julio 2010